‘Los miserables’, de Víctor Hugo
ANDRÉS G. MUGLIA.
Hay ciertos monstruos sagrados de la literatura que son difíciles de comentar. ¿Qué se puede decir (que ya no se haya dicho) de Los miserables? Cada opinión es un mundo y ahí va el mío, con sus calles, lagunas, habitaciones y paquebotes.
Para empezar, apuntar que para leer Los miserables hay que, como cuando entramos en un teatro y nos acomodamos en la butacas, suspender la incredulidad. Porque como otros autores de la época (se me ocurre Dickens que incurría en el mismo reiterado recurso) Victor Hugo abusa de las casualidades. La trama se alimenta, avanza gracias a ellas. Los personajes de Los Miserables se cruzan y vuelven a cruzar contra todo pronóstico, una y otra vez en diversas épocas y escenarios.
El protagonista Jean Valjean (hermoso personaje, trágico y romántico) un ex presidiario que ha purgado una pena de veinte años por robarse un pan, se cruza permanentemente a lo largo de la trama con su perseguidor Javert, un policía, sabueso incorruptible que no cesa de acosarlo. Pero para que esto ocurra la casualidad tiene que inmiscuirse todo el tiempo en la historia para encontrarlos y repetir la dinámica del perseguido y el perseguidor. Lo mismo ocurre con el resto de los personajes, se relacionan a golpes de casualidad. Si se pone atención a este detalle, a esta falencia de argumento que yo considero más un recurso de época que una verdadera tara, no se puede seguir adelante. Hay que aceptar esta característica como uno acepta los defectos del ser querido en nombre del amor.
La historia, también típica de la época, sigue más o menos el derrotero de la vida de Jean Valjean (a veces el foco de la acción se va hacia otros personajes) que se compone de una serie de peripecias (de nuevo, más o menos creíbles). Valjean es un evadido. Su vida consiste básicamente en escapar de la justicia. En medio de su perpetua correría, encuentra rellanos de paz, como cuando gracias a su inteligencia como inventor se enriquece y se hace un personaje respetable con un nombre falso. Sin embargo Javert lo descubrirá y vuelta a escapar.
En su escape se hace tiempo de rescatar de la miseria y la penuria a Cosette, la hija de una prostituta llamada Fantine que fallece en sus brazos. Adopta a la niña, que vive como una pequeña Cenicienta en la posada que regentea un matrimonio inescrupuloso (los Thénardier, paradigma de maldad) a los que Fantine confió a la niña para que la cuidaran a cambio de un renta. Con Cosette, que convierte en su hija, Valjean descubre el amor que nunca ha sentido por nadie. El resto de su vida será, además de evasión de la justicia, un constante desvelo por proteger a Cosette de todo sufrimiento. Cuando aparece Marius, joven e inevitable galán que se enamora de una Cosette ya adolescente, Valjean desaparece nuevamente con su hija.
Sería aburrido anotar las sucesivas peripecias de Valjean, complicadas por la presencia de Cosette, Marius (a quien Valjean rescata de la muerte en una barricada), los Thénardier, que reaparecen en diversos contextos una y otra vez para perpetrar sus fechorías y la insobornable persecución de Javert.
Sin embargo, además de la historia de Jan Valjean existen otras facetas mucho más profundas en Los Miserables. La primera, la de la resurrección de Valjean, su rescate en términos de conciencia. Apoyado sin duda en su profunda fé católica, Victor Hugo hace de la historia de su héroe también una lección edificante. Como la de Robinson Crusoe, la de Jan Valjean es la vida de un hombre que se rescata a sí mismo de la disolución y el pecado. Determinado al odio luego de veinte años de prisión, Valjean es favorecido en sus primeros días de libertad por la acción de un obispo, al que roba pero que se niega a denunciarlo, alegando que los candelabros de plata que se encuentran entre las pertenencias del ex presidiario son un obsequio suyo. Ese gesto será suficiente para que el protagonista sufra la trasformación de conciencia que en ciertos pasajes de su historia, donde hubiese sido más cómodo apoyarse en su antigua falta de escrúpulos, lo pondrá en más de un aprieto.
Los preceptos que Valjean se empeña en respetar le regalan un destino erizado de dificultades. Porque humanizando a su personaje, Victor Hugo lo somete todo el tiempo a la tensión entre su conciencia recuperada y los punzantes impulsos de las tentaciones. La de Valjean será entonces una lucha doble, la de sobrevivir escapando y la que mantiene en contra del pecado.
Debajo de esta trama entrelazada de personajes que aparecen y desaparecen en distintos contextos, Hugo se la arregla para poner de fondo y comentar el convulsionado período histórico posterior a la Restauración, y sus consecuencias. Por momentos apenas una referencia en la que trasuntan sus marionetas, el contexto salta en ocasiones al primer plano de la historia, como en el largo pasaje en que Marius, desesperado por la desaparición de Cosette, participa de la defensa de una barricada en contra del gobierno con el único objeto de perder la vida honorablemente.
En ese ámbito, el rapaz Gavroche, niño de la calle e hijo abandonado de los Thenardier; astuto, pero valiente e idealista; forma parte de esta inmensa alegoría y dramatizado testimonio de época que también es Los miserables, cuando muere mientras intenta recuperar balas de los soldados muertos para entregarlas a los rebeldes.
Porque la principal faceta de Los miserables, que actualiza esta obra y nos la hace contemporánea, es su denuncia social realizada en múltiples planos. El primero que se presenta cronológicamente es el de la justicia y el encarcelamiento. Hugo inserta en medio de la trama un capítulo maravilloso, una suerte de ensayo que sorprende al lector: el relato de un náufrago que ha caído al mar y ve cómo inexorablemente la barca que significa su vida se aleja, para después advertir cómo sus fuerzas claudican antes de ahogarse. Este capítulo, este ensayo henchido de poesía, no es más que una inmensa metáfora acerca de la injusticia, el encarcelamiento, la imposibilidad de la reinserción del ex presidiario en la sociedad y el modo en que ésta le niega toda posibilidad de redención hasta sumergirlo en la indiferencia y la muerte. Ese sólo capítulo, todavía palpitante de actualidad, bien vale para hacer de Los miserables una obra inmortal.
También la historia de Fantine, una hermosa joven cuyo único capital es su belleza y que imprudentemente se hace la querida de un joven parisino, se convierte en un símbolo de lo que la sociedad hacía con las jóvenes como ella, cuando su amante la abandona con una niña nacida de su unión. A partir de allí Fantina es víctima de esta sociedad que la golpea una y otra vez. Tiene que dejar a Cosette al cuidado de unos posaderos inescrupulosos para poder conseguir trabajo en un pueblo cuyos habitantes no saben de su pecado. Pero sus compañeras descubren su secreto y en base a la maledicencia la hacen despedir. Fantine entonces rueda en un espiral de infortunio, llega a vender sus dientes para poder enviar la mensualidad de Cosette, finalmente se convierte en prostituta, enferma y muere.
Se sabe, los escritores románticos frecuentaban el melodrama, pero en el caso de Los miserables este mecanismo no tiene otro objeto que poner sobre el escenario una serie de personajes acorralados a los que la sociedad no les deja el menor resquicio para escapar. Valjean, Fantine, Cosette, son arquetipos y símbolos de una dinámica social que lamentablemente muchos siguen padeciendo a 157 años de publicado Los Miserables.
Estos elementos rabiosamente contemporáneos en cualquier latitud, hace que valga la pena revisitar una obra que a casi dos siglos de distancia todavía le sigue hablando al corazón de todo los hombres.
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