‘El obelisco negro’, de Erich María Remarque
ANDRÉS G. MUGLIA.
“Brilla el sol en la empresa de pompas fúnebres ´Heinrich Kroll e Hijos´. Es en abril de 1923, y el negocio marcha bien”. Así comienza esta novela de Erich María Remarque publicada en 1956, dando el tono general de la obra desde la primera línea. Remarque ya era célebre desde 1929 por su best seller Sin novedad en el frente, adaptada al cine y ganadora del Oscar. Después de 1939 se instala en los EE.UU. y en 1958 se casa con Paulette Godard, una de las diosas de Hollywood de su época. A pesar de integrado a la floreciente sociedad americana de los años ´50, Remarque nunca dejó de pensar y escribir sobre la experiencia que lo marcó de por vida: la Primera Guerra Mundial. En plena guerra fría, retorna al mundo de entreguerras y cuenta con maestría el ambiente de la Alemania donde se cocía la olla a presión del nazismo, avivada por el fuego de la hiperinflación y el odio generado por el Tratado de Versalles.
Prolijo, lírico y romántico por momentos, brillante en las frases que cierran los capítulos o en las irónicas que articulan sus personajes, con la dosis justa de reflexión pacifista, filosofía existencialista y fina poética en las descripciones; Remarque es en 1956 dueño absoluto de su oficio de escritor y de su estilo. El obelisco… es la historia, contada en primera persona, del ex cabo Bodmer; un joven de veinticinco años avejentado prematuramente por su experiencia en el frente. Bodmer: poeta en ciernes, mal pianista, dibujante, publicista y vendedor de lápidas; trabaja y vive en casa de George Kroll, compañero de armas. Ambos comparten la hermandad de todos los que han atravesado juntos el horror de la guerra, y tratan de sobrevivir en base a su curioso oficio en medio de una nación cuya economía naufraga.
El escenario: Werdenbrück es el nombre elegido para esta pequeña ciudad ficticia, que bien podría ser la provinciana Osnabrück donde nació Remarque, conocida como “la ciudad de la paz” porque allí se firmó en el siglo XVII la Paz de Westfalia que puso fin a la Guerra de los treinta años. Pero Werdenbrück es todo menos pacífica. Como todos los pueblos pequeños es pródigo en personajes y situaciones. Los de Remarque tienen mucho que ver con los de Toulouse Lautrec, pintor que el escritor menciona en la novela; como si el autor hubiese querido componer su historia con geniales caricaturas que a veces rozan lo humorístico pero, como las del desgraciado conde francés, también tienen mucho de trágico. Todos los personajes que trasuntan la historia bordean lo bizarro. Está Wilke, el ebanista y fabricante de féretros que teme a los espectros y duerme en el ataúd fabricado prematuramente para un gigante de circo que volvió a la vida. O Bach, escultor incapaz de crear ángeles pero que se le dan bien los leones con dolor de muelas para monumentos militares. También Lisa, la esposa de un peligroso matarife que vive frente a la ventana de Bodmer y que goza exhibiéndose desnuda a la hora en que su marido sale a trabajar. O Eduard Knobloch, presidente del club de poetas al que Bodmer pertenece, sufrido dueño del restaurante Walhalla, que el protagonista y George Kroll estafan diariamente pagando su comida con bonos que ya nada valen por la inflación y que el comerciante tuvo la mala idea de emitir hace tiempo.
Cuando el protagonista no se dedica a su oscuro trabajo de vendedor de lápidas, concurre al cabaret El Molino Rojo (otro homenaje a Lautrec) junto a George Kroll, el pelirrojo Willy, quien ha hecho fortuna con la especulación, y toda la caterva de personajes que pululan en la novela. Allí conoce a la querida de Willy, una cantante que hace duetos a puro falsete como soprano y bajo (registro que utiliza para asustar a los desprevenidos gritando como un sargento en las trincheras); quien le presenta a Gerda, una atractiva contorsionista que, de paso por Wedenbrück, propone a Bodmer una conveniente relación sin lazos ni compromisos. El protagonista, que ha madurado de golpe durante la guerra pero que ha quedado bisoño en temas de polleras, acepta el trato pero sufre hasta adaptarse al pragmatismo de Gerda que, paralelamente a su relación, inicia otra con el despreciable pero solvente Eduard Knobloch.
Pero no es en Gerda donde Bodmer encuentra el amor, sino en otro inesperado sitio. Todos los domingos para ganar unos devaluados marcos extras y una comida gratis, el protagonista toca el órgano en la iglesia del vicario Bodendiek, anexa al manicomio local. En los jardines que comparten iglesia y cotolengo, que los internados recorren libremente, Bodmer conoce a Isabel, una bella joven trastornada por la esquizofrenia. Isabel, que ni siquiera sabe su nombre y lo llama Ralph o Rudolph y que es alternativamente una cándida y atribulada adolescente, o una agresiva joven, sexual y maliciosa, comienza a socavar los paradigmas y las verdades de Bodmer, ya de por sí erosionados por sus experiencias en la guerra. Pero Isabel es una joven aristócrata y Bodmer un pobre poeta desorientado, su relación es sólo posible en el dislocado contexto que por su enfermedad la mantiene cautiva y alejada de su mundo. Como contrapunto a sus encuentros con Isabel, que recorren la poesía, la cuestiones existenciales y trascendentales: el amor, la muerte, la verdad, el sexo; Bodmer comparte su comida con Bodendiek, que representa la saludable e inquebrantable fe de la iglesia, a donde quiere acercar al ateo Bodmer; y Wernicke, psiquiatra del manicomio y doctor personal de Isabel. Religión, ciencia y poesía están fielmente encarnados en los tres personajes, a través de cuyas voces Remarque hace debatir tres puntos de vista sobre la existencia.
Pasan las páginas sazonadas de nuevas escenas y personajes surrealistas: Clara Beckmann, esposa del zapatero que gana apuestas con la robusta contextura de su esposa, cuyo talento principal es sacar clavos de la pared con la fuerza de los cachetes de su culo; visitas al prostíbulo del pueblo con el club de poetas; peleas callejeras con falanges nacionalsocialistas que son vencidas por el coro de la iglesia y un amputado que les propina mandobles con su prótesis. Pero la historia comienza a hacerse más densa y a correr el registro de la novela. El amor por Isabel, inconstante, surreal, atravesado de contradicciones y de culpa, gana el relato y el espíritu de Bodmer agoniza en provisorio equilibrio. ¿Cómo amar a una loca sin volverse loco? ¿Quién es en realidad el equivocado? Ella, que escucha gritar a las flores cuando tienen sed, o Bodmer, y nosotros con él, que nunca nos dimos cuenta de que el rostro se gasta cuando nos miramos al espejo.
La pompa de jabón explota. La inflación se detiene bruscamente con una devaluación que derrumba la fortuna de especuladores como Willy. Wernicke utiliza el influjo de Bodmer para intentar “curar” a Isabel y traer de vuelta a Genevieve, la distante aristócrata incapaz de amar a un pobre poeta organista de iglesia. El triunfo del psiquiatra es la desdicha de Bodmer, porque la cura de Genevieve significa la muerte de su amada Isabel; la una y la otra se excluyen.
En una Alemania que se precipitaba hacia el odio que explotaría en la mayor matanza de la historia, el amor de un poeta aturdido no es suficiente siquiera para evitar su pequeña tragedia. Sobre el final de la novela y a modo de posdata, Bodmer logra vender el obelisco negro, lápida invendible que ha permanecido en el patio de exhibición durante dos generaciones. Hito sobre el que mea todas las noches su vecino borracho. Símbolo de un siglo estoico que soportó sobre su cabeza la violencia del hombre y cuyas olas todavía nos siguen rozando fríamente los pies.
Ambos comparten la hermandad de todos los que han atravesado juntos el horror de la guerra, y tratan de sobrevivir en base a su curioso oficio en medio de una nación cuya economía naufraga.
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