«Midsommar»: Horror Folk a pleno sol
Por Francisco Collado.
Ari Aster parece haberse propuesto dinamitar el subgénero del Horror Folk. Y lo hace desde una perspectiva antropológica, disfrazada de brillante (nunca mejor dicho) ejercicio audiovisual. Y es que Midsommar (pleno verano, en sueco) es un acercamiento a las más oscuras raíces del hombre, pese a lo luminoso de su propuesta. Tomando como punto de partida una fiesta real; que se celebra en Suecia en honor al día más largo del hemisferio boreal; con comidas, bailes, atuendos especiales y liturgias mágicas, hoy reconvertido en festival musical. Las danzas alrededor del maypole son invocadoras de fecundidad. Tras su interesante y aterradora Hereditary, el director trasciende el terror viciado, dentro del núcleo familiar, y aquella perspectiva de casa de muñecas por las soleadas (aparentemente) y bucólicas praderas de una ¿idílica? isla sueca. Del horror en un entorno cerrado y cercano, al horror-colmena.
Del horror-apartamento de los setenta a una nueva suerte de inquietud, donde los ritos y sorpresas se producen en una envidiable luminosidad que envuelve todo. Midsommar es un siniestro acercamiento a las raíces del ser humano como ente social. Un estudio perverso de la sociedad como cárcel, de la costumbre y la tradición como opresión. El choque de los estudiantes recién llegados, frente a las ancestrales creencias de los habitantes de la isla es el equivalente al que sentirían los invasores españoles al llegar al impero Azteca. O la desazón que siente el explorador al descubrir una tribu perdida, que mantiene rituales chocantes o revulsivos para su propia cultura. La creencia, el hábito y la costumbre son patrimonio de cada civilización, que las vive como real y verdadero, frente a la incursión de lo foráneo.
Ari Aster consigue crear una sensación de extrañeidad, un desasosiego vital en un entorno; a priori; idílico y edénico. Este es uno de los aciertos del film. Rescatar el Horror Folk de los crepúsculos, los bosques umbríos y las hogueras a la luz de la luna. Aunque ya tuviera un claro precedente (del cual bebe sin sonrojo), en el film de culto The Wicker Man (Robin Hardy, 1973) cuya trama transcurría la mayor parte en zonas luminosas. La cámara dilata las secuencias ad nauseam, con la intención de conseguir desasosiego y ajenidad. Esta prolongación del tempo, será una de las constantes estilísticas, junto los sonidos, lamentos y canciones que la sociedad-colmena comparte en perfecta simbiosis. De este modo se cierra el círculo, desde la soledad lacerante de Dani (Florence Pugh) con un desgarrador grito en soledad, hasta el instante que toda la aldea-colmena comparte su dolor. Mostrándonos, quizás, la perfecta catarsis en medio del horror. El viaje iniciático de unos jóvenes millennials, en busca de drogas, sexo y diversión, se convierte en un sendero al corazón de las tinieblas primigenias. Un infierno de diseño lumínico, que nos muestra que el horror está en nosotros mismos. En las creencias ciegas, los fanatismos y los ritos. Aunque, incluso dentro del horror, existan ráfagas de luz, como esa empatía colectiva con que los sentimientos son asimilados por el grupo, y que les llevan hasta participar de forma simbiótica en un acto sexual. El cineasta compone un universo con sus propios códigos, apoyándose en lo extraño, en las sensaciones ajenas, como esas baladas hipnóticas; irritantes al tiempo que placenteras; que forman parte indisoluble del devenir de la aldea-colmena. El pastoral paraíso esconde putrefacción. Las danzas fáunicas y los sonidos idílicos del dios Pan, profetizan que el espanto está por llegar. El clímax conseguido es soberbio. La inquietud nace desde la llegada a la aldea, donde percibimos la carcoma bajo la madera. Las escenas gore del primer ritual, ya dejan patente que toda la luminosidad no es sino disfraz del oscurantismo. Ese sol que no se oculta, las flores palpitantes, dirigen irremisiblemente hacia el corazón de las tinieblas humanas. La oscuridad que se oculta en los credos, en los ritos, en los fanatismos cotidianos. Aquí, la excusa es un panteísmo pagano, de inspiración nórdica.
De hecho el ritual del “águila de sangre”, que efectuaban los vikingos extrayendo los pulmones por la espalda, es una de las ceremonias reflejadas en el film. También el “Ättestupa” que ejecutan los dos ancianos, es un rito de la Suecia Medieval. La arquitectura visual se sostiene sobre una enorme Florence Pugh, plena de matices, que va evolucionando hasta una suerte de empoderamiento perverso, soltando todo un lastre de dependencias, duelo e inseguridad, que la acompañaba en su viaje iniciático. Pugh es una de esas actrices que adensa el espacio fílmico, una de esas presencias por las que la cámara siente querencia y devoción. Ya lo demostró con su formidable interpretación en Lady Macbeth (William Oldroyd, 2016). El mensaje de Midsommar es que las tinieblas también pueden encontrarse en el esplendor del día, porque están dentro de nosotros. Porque forman parte indisoluble de nuestros infiernos cotidianos. Esta helénica tragedia, con sacrificios a la diosa tierra, puede interpretarse como un desconcertante análisis del miedo a lo privativo, la codependencia, la monogamia, la supervivencia privativa.
Los otros elementos que condicionan Midsommar y la convierten en rareza (quizás futuro film de culto) son la simetría visual de las composiciones, casi geométricas y las iconografías. El pictoricismo, con claras influencias de Pajaranov (nótese el tocado floral de Dani y su semejanza con El color de la granada), el binomio individuo/colectividad, lo monógamo frente a lo polígamo, el sentimiento individual frente a la simbiosis de la eficiente sociedad-colmena, presentada como la perfecta evolución, hasta llegar al deforme y grotesco ritual sexual, compartido por todas las hembras.
Sin olvidar el desapego (esos bebes llorando sin que nadie les atienda) que forma parte del desarrollo colectivo. También juega la dirección con la oposición luz/tinieblas, presentando las zonas en tinieblas en el mundo urbano y el horror iluminado por un sol obsesivo. La fotografía de Pawel Pogorzelski es espléndida, de un cromatismo insultante, inspirado en Black Narcissus (1947), convirtiendo la siniestra aldea en tableaux vivants y el trabajo de etalonaje es soberbio. Las influencias navegan desde los encuadres de Kubrick hasta el “huis clos” polanskiano (aunque desarrollado al aire libre), pasando por Von Trier. La extraordinaria banda sonora de Bobby Krlic (aka The Haxan Cloak) merece un capítulo aparte.
En este mundo donde todo está diseñado (y aceptado), desde el momento de la muerte, hasta la fertilidad colectiva, donde lo comunal es liberador de lo personal, donde la exégesis es cíclica y progresiva, donde las ataduras con los sentimientos son compartidas (literalmente) por toda la comunidad, la protagonista realiza su catarsis perversa. Y descubre cual era el fin del oso que estaba la jaula. Ya nunca el dolor será individual. La liberación de la prisión que era su relación sentimental, ha sido decisión colectiva. También la culpabilidad se diluye en lo social, a modo de una Fuenteovejuna pagana y de vocación druídica. El descenso a lo que antaño era locura (ahora abrazada), la posibilidad de cerrar el pasado con el sacrificio, es el perverso camino liberador. Atrás quedan el suicidio de su hermana bipolar que también asesinó a sus padres y una relación sentimental que era una cárcel. Es su elección. Por mucho que nos perturbe el libre albedrío.
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