Estupenda versión de “El cerco de Leningrado”, de Sanchis Sinisterra, un clásico del siglo XX
Por Horacio Otheguy Riveira
El cerco de Leningrado es un clásico de finales del siglo XX, exactamente 1995, del maestro Sanchis Sinisterra: entre dos mujeres se abona la cultura satírica de una izquierda desvaída, frustrada, a la que sin embargo le queda un empuje imaginativo para dar nuevas bocanadas y no darse por vencida. Mientras todo se pierde, hay alguien que recobra fuerzas, levanta el puño y vuelve a cantar lo que fue himno prodigioso, nada menos que La Internacional. Un cántico hoy con muy mala prensa, que ya en los 80 empezó a ser despreciado por socialdemócratas que ambicionaban colarse en la poderosa burguesía, arrojando al desván las chaquetas de pana con todos los manuales dentro; en algunos partidos dejó de cantarse y al marxismo-leninismo dejó de atribuirse su lúcida mirada científica sobre la economía capitalista, y con ello fue destruyéndose todo atisbo de ruptura con el sistema.
Una vez establecida la tácita prohibición de cantar los ideales que venían pregonados tras el fabuloso triunfo de la primera gran revolución del siglo XX con gobierno central en Moscú, hasta ser la única y la última, pisoteados sus objetivos ideológicos por propios y extraños en un devenir de pensamiento único escéptico, acomodaticio y vomitivo… ante el cual dos mujeres se dan de bruces; una actriz, Priscila, y su amiga Natalia, dueña del ya cerrado Teatro del Fantasma; se amargan, ríen, añoran tiempos de lucha y de torpezas, ambas enamoradas del Magnífico Néstor Capaso, director muy creativo y muy rojo, esposa del mismo la propietaria, y joven amante la actriz que él lanzó con un estrepitoso fracaso al frente de Madre Coraje, de Brecht, el paladín del marxismo en el teatro, convirtiendo a la casi anciana mater familia original en una Baby Coraje que la crítica dilapidó.
Dos mujeres tan distintas y tan unidas. Un pasado brillante, un presente crítico, un futuro incierto, es todo lo que tienen ante la pobreza reinante y el desprecio social y político.
Buscan y acaban encontrando la obra que Néstor iba a montar pero que fue relegada por unos y otros, lógicamente por distintos motivos. Con un diálogo picado, ágil, divertido, El cerco de Leningrado invoca muchas vertientes en manos de un autor que domina la síntesis dramática, la sugerencia y el subtexto con precisión de cirujano. He aquí una escena, como ejemplo de la fiesta de ideas y lenguaje que sigue su curso. Como otras obras del autor constantemente representadas en España y varios países del extranjero, este Cerco ha vuelto a Madrid cargado de sabia energía (Nuria Espert y María Jesús Valdés lo estrenaron en el María Guerrero, y en el Bellas Artes, Magüi Mira y Beatriz Carvajal):
(…) PRISCILA.— Hay que sembrar para el futuro, porque el presente lo tenemos negro. Claro, a ti, como eres tan joven, esas cosas ni te preocupan. Me refiero al día de mañana. Tú vives en el vértigo de la revolución, por llamarlo de algún modo, y no ves más allá. Más allá de tus narices, quiero decir. Pero yo, como soy tan vieja, tengo que pensar en el día de mañana… porque el presente lo tenemos negro. (Observa una albóndiga.) Son malos tiempos para las albóndigas… Y es que las masas, pobrecitas, tienen la espontaneidad muy castigada hoy en día. La misma Domitila, ya ves, tan popular ella, dice que su familia no quiere ni probarlas. Me refiero a las albóndigas. Todos prefieren las hamburguesas, dice. Mira tú, qué espontaneidad… Y dile, dile que pertenece a las masas oprimidas: cuelga el delantal y nos deja plantadas. O nos recuerda el sueldo que le estamos pagando. Menos mal que sabe cómo estamos… El otro día, por cierto, me dijo que comemos peor que su familia. (Entierra la albóndiga en la maceta.) En fin: malos tiempos para las albóndigas. Seguro que en tus fiestas nunca las sirven, ¿me equivoco?
NATALIA.— (Ausente.) Mientras dure el bloqueo, no se puede esperar una mejora del abastecimiento de comestibles…
PRISCILA.— (Se vuelve hacia NATALIA.) ¿Cómo dices?
NATALIA.— ¿Qué?
PRISCILA.— Eso: ¿qué?
NATALIA.— ¿Qué de qué?
PRISCILA.— Eso que has dicho… Eso del bloqueo y del abastecimiento de comestibles…
NATALIA.— ¿Yo he dicho eso?
PRISCILA.— Ahora hazte la loca.
NATALIA.— ¿Quién se hace la loca?
PRISCILA.— (Imitándola.) Mientras dure el bloqueo, no sé qué no sé cuántos de los comestibles…
NATALIA.— ¿Yo he dicho eso?
PRISCILA.— Ahora resultará que no se hace la loca, sino que lo está.
NATALIA.— (Extrañada.) Me ha venido así, de pronto…
PRISCILA.— ¿Qué? ¿La locura?
NATALIA.— Esa frase… Y ahora me viene otra… Habrá que reducir los suministros…
PRISCILA.— No te preocupes: sólo es delirio senil.
NATALIA.—… mientras no rechacemos al enemigo.
PRISCILA.— Pasa mucho. Mi padre, a los noventa años, empezó a hablar en arameo…
NATALIA.— Hay que decir la verdad, por cruel que sea. Los bolcheviques nunca ocultan nada al pueblo…
PRISCILA.— Y con luna llena, hasta cantaba salmos… ¿Qué has dicho?
NATALIA.— ¿Qué?
PRISCILA.— ¿Qué has dicho de los bolcheviques?
NATALIA.— ¿Y cómo sabes que era en arameo?
PRISCILA.— Has hablado de bolcheviques…
NATALIA.— ¿Y qué? ¿Es que ya está prohibido?
PRISCILA.— Y esas otras frases… los suministros… el bloqueo… y lo de rechazar al enemigo… ¿Te das cuenta? (Ambas quedan un momento en suspenso.)
NATALIA.— ¿Quieres decir que…?
PRISCILA.— ¿Será posible que…?
NATALIA.— ¡Tiene que ser! Si no, ¿de dónde me iban a venir?
PRISCILA.— ¿De otra obra, quizás? No creo… A ver, repítelas…
NATALIA.— ¿Qué?
PRISCILA.— Las frases: Mientras dure el bloqueo…
NATALIA.— ¿Cómo las voy a repetir? Me han venido de golpe, sin pensar…
PRISCILA.— Esfuérzate, mujer… A lo mejor te vienen más y…
NATALIA.— ¿Y qué?
PRISCILA.— Y damos con la clave.
NATALIA.— ¿Qué clave?
PRISCILA.— Desde luego, Natalia, ¡qué deterioro! Como te hagan un test de admisión, no entras en el asilo.
NATALIA.— ¿En el asilo? ¡Ja! ¡Cuan largo me lo fiáis!
PRISCILA.— ¿Para qué nos hemos pasado media vida buscando el libreto, eh?
NATALIA.— Y tú te reirás, pero me estoy notando unas cosas aquí abajo… (Se toca el bajo vientre.)
PRISCILA.— Déjate de cosas y contéstame: ¿para qué?
NATALIA.— (Pícara.) Unas cosas aquí abajo…
PRISCILA.— Pues me contesto yo: para saber quién mató a Néstor, y por qué. (…)