Nueva York en José Martí

CÉSAR ALEN.

La poesía, en cierto modo, fue el acicate de la revolución cubana, y de otras muchas por supuesto. Qué razón tenía Gabriel Celaya cuando decía que “la poesía era un arma cargada de futuro”. Primero fue su formación intelectual, dejar atrás la simplicidad del padre, la tosca conducta militar. Un mentor culto e idealista (eso es lo que todos necesitaríamos). Mendive era su nombre. Plantó una semilla, algo que parecía insignificante, pero que llegó muy lejos.

Otro punto de inflexión fue su viaje a Nueva York.  Aquella mastodóntica urbe lo apabulló, lo dejó sin resuello, lo sometió, lo subyugó. Se echó a las calles, a recorrer sus arterias, sus intestinos. El contraste entre los barrios ricos y pobres. Los democráticos parques. Los primeros rascacielos, esquivando carruajes, zigzagueando entre la multitud ansiosa. Estaba siendo testigo directo de los albores del capitalismo, el desarrollo industrial se apoderaba de todo el entramado social. En ese sentido, la gran manzana todavía expresaba el vigor obrero, la proyección del sueño americano. El gris podía llegar a ser el color de la esperanza. Cuando caminaba incansable por las calles reconociendo el nuevo mundo, la gestación de la sociedad del futuro, levantaba la vista y veía gigantescos armazones de hierro, de acero, inmensas jaulas (como el mismo diría en algún poema), jaulas para las palomas que representan lo puro, la libertad, el espíritu, eran los caparazones de los rascacielos que proliferaban por toda la ciudad. También reflexionó nuestro autor, sobre la esclavitud, las veladuras sociales, los trapos sucios de una sociedad que quería ser la vanguardia intelectual y humanista. En algunas de sus conferencias impartidas en Nueva York, ante un público compuesto por negros y mulatos, tabaqueros, artesanos y comerciantes, en su mayor parte cubanos, que habían sentido, como apunta su biógrafo Jorge Mañach: “la repulsión brutal del yanqui rubio y la disimulada esquivez del compatriota blanco.  Aunque, de facto habían sido capaces de conseguir la unión, tras aquella cruenta guerra civil. Así lo definía Mañach: “Vencía el romanticismo industrial sobre el romanticismo negrero. Se acepta gozosamente la esclavitud al capital, porque todo el mundo cree poder llegar a amo”.

Martí recoge este tipo de reflexiones en agotadoras caminatas atravesando la ciudad, como si estuviera atravesando el mismo continente. Son demasiadas visiones, demasiados estímulos que acaban por agotarlo. Busca entonces, refugio en la casa donde se hospeda por gentileza de Manuel Mantilla, un acomodado cubano, que también teoriza sobre la revolución, la definitiva liberación de la isla del yugo español. Aquí descansa y toma distancia, reflexiona sobre la opulencia y llega a la conclusión de que el sistema que sostiene este desarrollo sobredimensionado, se cobra muchas víctimas. Entonces, el idealismo deja paso a la visión. Comprende cómo ha de ser el porvenir en su propia tierra y en toda Hispanoamérica. En ese momento descubre a los trascendentalistas de los que se proclama fiel seguidor.

  Es como un choque de trenes, una inspiración catártica. Un hombre profundamente nacionalista, que dedicó un esfuerzo titánico a intentar liberar su patria del yugo español y luego del norteamericano, que cernía la sombra de sus barras sobre la isla. Fue precisamente en este último país donde encontró el numen necesario, la fórmula intelectual precisa para enfrentarse a su desafío. Leyó los escritos de filósofos como Emerson que, a pesar de su naturaleza eminentemente americana, no dejaba de enjuiciar los métodos de su propio gobierno. El hecho de haber llegado al corazón mismo del monstruo no resultó tan nocivo. Cuando alguien se atreve a traspasar los dogmas, puede llegar a comprender con mayor profundidad, ampliar una visión limitada por los prejuicios. Este tipo de sensaciones suelen darse en las grandes metrópolis, donde el crisol de culturas hace girar la rueda del pensamiento, centrifuga las ideas y las depura. La contradicción supone un fértil campo donde cosechar las disparidades, las discordancias, discernir los antagonismos para generar un nuevo pensamiento. Se trata de hibridar una nueva concepción del ser humano, embridado por el lenguaje poético. Así Emerson en The Poet sostenía que éste era el hombre completo porque utilizaba el lenguaje simbólico. Conoció a Thoreau y su talante revolucionario, contestatario. Además de dejar obras tan didácticas y transformadores como Civil desobedience, de la que se nutrieron personajes tan cruciales en las revoluciones de principios del siglo XX como Gandhi o Martin Luther King. Por último, leyó la obra de Whitman, para quien la poesía era la expresión de los designios divinos de la naturaleza. De hecho, Martí fue quien introdujo en nuestra lengua al rapsoda norteamericano, que resultó de gran inspiración para poetas de la talla de Darío o Neruda.

El descubrimiento de estos poetas le marcó un camino a seguir, tanto en lo estilístico como en lo vital. Él ya intuía que en la naturaleza se encontraba una especie de mística, una pureza lírica, pero ellos le ayudaron a confirmar su inspirada visión. En el poema Amor de ciudad grande nos habla de las contradicciones y las neuralgias que le provoca la gran ciudad: “se ama de pie, en las calles, entre el polvo /de los salones y las plazas: muere / la flor el día que nace”. Ante tanto desconcierto se refugia en los bosques de Catskill, al norte del condado de Nueva York, mientras se celebra la primera conferencia internacional americana en 1890, en el que se expusieron con meridiana claridad las intenciones imperialistas de los yanquis. Allí se empapa de la adánica naturaleza, que le reconforta e inspira. En este estado anímico publica su obra Versos libres. Ya en el prólogo hace toda una declaración de intenciones: “amo las sonoridades difíciles, el verso escultórico, vibrante como la porcelana. El verso ha de ser como una espada reluciente”. Estos versos son vehementes, expresan angustia. El poeta se sumerge en su propia crisis. Expone sus quejas y confesiones. Está cansado, exhausto por su lucha contra el mal, las motivaciones políticas, la quimérica búsqueda de la unidad hispanoamericana. Además, afronta la ruptura de su matrimonio. Parece preconizar y vislumbrar el advenimiento de un nuevo orden mundial. A veces dice que no utiliza tinta, sino que los versos están escritos con su propia sangre, una clara metáfora del sufrimiento que le supone buscar la palabra adecuada, la expresión justa, la inspiración necesaria para convencer. Está claro, que desde lejos pudo pergeñar mejor su idea de país. El exilio reforzó sus razones. Todo este crisol cultural le sirvió para despejar cualquier tipo de dudas y concentrar sus esfuerzos en la causa de la independencia. Estaba en un país que había pasado un proceso doloroso con su propia emancipación, pero lo habían conseguido. La ruptura con la corona y el sometimiento añadido, engendró en sus habitantes un sentimiento identitario inquebrantable. De todo esto se hizo eco Martí. Ideas y sentimientos que volcaba en sus artículos de prensa, manifiestos, conferencias y también en su poesía. La colonia cubana en los Estados Unidos, pronto vio en él, un perfecto líder, y no precisamente por su aspecto (tenía la tez muy pálida, de complexión asténica y unas grandes entradas en la frente que le conferían una apariencia de suma debilidad), sino por la convicción que expresaba con una oratoria exaltada en sus discursos públicos. Cuando hablaba transmitía un decidido sentimiento de compromiso, de amor a su patria. En sus diatribas parecía entrar en trance y trasmutaba su escuálida figura con una gesticulación marcial, capaz de generar la esperanza suficiente para cristalizar en el compromiso de un pueblo.

Así nacen las grandes gestas históricas, con el pensamiento inspirado, la poética como soporte de las ideas, cauce para los sueños. No cabe duda de que “La palabra es un arma cargada de futuro”.

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