CRÍTICA/ Una noche blanca y soleada en ‘Ronda nocturna’, de Mijail Kuráyev
RICARDO MARTÍNEZ.
La sorpresa, por sí, añade un punto de encanto y satisfacción intelectual cuando se da en literatura. Tal vez, yendo como vamos, ahítos de un discurso monocromo que a veces aturde más que añade o descubre, el hecho de poder leer un autor contemporáneo y, con él, renovar el gozo de leer ha de considerarse un regalo, como un bien en tiempo de carencia.
Mijáil Kuráyev, nacido en la imperial y literaria ciudad de San Petersburgo en 1939, es, ahora, el autor que nos convoca con un discurso lineal, sencillo, y un argumento a pié de calle (y de conciencia) que se puede seguir con atenta emoción de principio a fin. Pero he aquí que tal plataforma, el argumento sencillo, no es sino el trasfondo (¿o bien ocurre al revés, en la categoría de los dos planos afrontados, algo así como prosa y poesía, o bien naturalismo y lírica) de un plano poetizado que le anuda con hilo delicado y juntos, llevan al lector por el camino de un discurso reflexivo (sin apariencia ostensible de crueldad) a propósito del mal institucional, de la coerción, de la falta de libertad. Estamos, en algún modo, ante un informe Kafkiano; o bien ante un diálogo donde, habiendo un interlocutor, éste es, o bien ubicuo, o bien es la noche blanca. Emocionante.
Consideremos dos ejemplos de los planos aludidos. El uno: “En ambas ocasiones me asaltó el mismo pensamiento: he ahí la vida cotidiana, la gente hirviendo tranquilamente una sopa, mientras yo ando dando caza a los enemigos (del Sistema) con una pistola al cinto…” El otro: “Mira afuera por la ventana… Sí, no hay duda de que por algo las noches blancas han sido dadas a los hombres, por mucho que tal vez nunca sepamos la verdadera razón”. Y el libro había comenzado con la frase: “Siento una mortal adoración por las noches blancas” (Por cierto, hagamos aquí una alusión de justicia en favor de una muy cuidada traducción, que convive galante con la belleza del texto)
Estamos en los tiempos de la represión política en la Unión Soviética; transcurren las primeras décadas del siglo XX. El protagonista, un inspector activo en esa labor de represión manifestada en las visitas domiciliarias a los sospechosos, cuenta a un interlocutor no identificado y ubicuo su vida en ese atrayente discurso desdoblado: de una parte su función oficial y de otro las hermosas reflexiones a propósito de la noche blanca y su función, incluso su ‘contenido’ cuando éste es el ruiseñor.
Como telón de fondo, la ciudad de San Petersburgo, que, aludida de un modo deliberado y expreso, va siendo delineada con trazo fino y minuciosidad descriptiva. Y en todo ello, en el transcurrir de la narración no es en vano el uso reiterado de los puntos suspensivos, pues, en el fondo, el interlocutor somos nosotros. Él, autor, evoca sin mirarme; yo, lector, leo y entiendo.
La conclusión, por coherencia, habría de ser también ubicua, universal, al modo como pudiera derivarse de un texto clásico que, sin aludirnos, nos traslada un elaborado pensamiento: “…Cuanto más sabes, más interesante se torna la vida. Si lo piensas bien, la verdad es que le debo mucho a mi trabajo. Pero, después, me pongo a pensar y me digo: ¿qué quedará de mí cuando me muera? He compartido mi vida con gente que ha acabado marchándose a no sé dónde, y allá mismo terminaré yendo yo mismo, con ellos, o tras ellos…”
Al fin (y gracias a la literatura y a su compañía) retomamos esa verdad esencial: soledad de soledades. Y todo soledad.