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La ceniza es el blanco más puro (2018), de Jia Zhang Ke – Crítica

 

Por José Luis Muñoz.

Que no piense el espectador que tras este título tan hermoso (lo mejor de la película, sin duda) va a encontrar un film a la altura de Un toque de violencia. La disección de la moderna sociedad china, dividida entre la tradición y la modernidad, y cómo esta última acababa arrasándolo todo y corrompiéndolo, está presente con menos intensidad dramática en el último film del realizador chino. En La ceniza es el blanco más puro hay vestigios de ese thriller anterior, se habla de corrupción, de despoblamiento de zonas rurales y reubicaciones masivas de población (una parte de la película transcurre en la presa de las Tres Gargantas) y mafias locales, y hasta aquí las coincidencias.

Bin (Liao Fan) es el líder de una pequeña mafia que actúa en Datong, una zona minera que agoniza de obsolescencia con la llegada de otras energías; Quiao (Tao Zhao), una joven integrante de la banda, está locamente enamorada del cabecilla. Cuando Bin sufra un brutal ataque por parte de un grupo rival y Quiao salga en su defensa esgrimiendo un arma para ahuyentar a los atacantes, caerá sobre ella el peso de la ley y acabará en la cárcel por defender a su amado. Al salir de prisión la mujer espera, en vano, a Bin que ha decidido en todo ese tiempo, cinco años, poner distancia en su relación.

Hay dos películas en una, en realidad, en el último film de Jia Zhang Ke. La primera es aceptable, y hasta tiene algún momento impactante (esa pelea a puñetazos, brutal, que Bin libra contra sus numerosos atacantes que cercan su coche con las motos y la emprenden contra él con los cascos; el espectacular baile de salón ante los clanes mafiosos en la discoteca, o cuando Quiao se lleva a su padre que clama desde los altavoces del pueblo contra la corrupción en la zona minera, por ejemplo) para diluirse en una segunda parte morosa, ciertamente aburrida, en la que el thriller se desinfla y da lugar a una película romanticoide de amor no correspondido (el que siente Quiao por Bin). En esta segunda parte, que el director convierte en una suerte de railmovie sin mucho sentido (la protagonista femenina se pasea, sin ton ni son, por medio país alternando trenes rápidos con tartanas) se desinfla todo el crédito acumulado en los primeros tres cuartos de hora y el director rellena ese espacio inútil con anécdotas insufribles como esa larga conversación del tren sobre ovnis con un tipo que se quiere ligar a la protagonista con un falso trabajo en una empresa turística inexistente, la peripecia con la ladrona en ese barco que navega por la presa de las Tres Gargantas o las canciones kitsch, que dañan tanto los oídos como las de Teresa Rabal, que escucha Quiao en un circo al que acude para ahogar sus penas. El desbarre final es mayúsculo con el reencuentro de los enamorados, imagino que muchos años más tarde, al que acude Bin convertido en piltrafa humana, silla de ruedas incluida, a causa de un derrame cerebral. Espera el espectador una venganza de la amada contra su inapetente pareja al estilo de Lunas de hiel, que lo tire escaleras abajo, pero no. Jia Zhang Ke no es Roman Polanski y entre los protagonistas de este drama chino se echa en falta todo atisbo de química y pasión: por no darse no se dan ni un beso en toda la película y cuando se citan en un hotel es para quemar un papel de diario en una bacineta.

Lo dicho, lo mejor de La ceniza es el blanco más puro es su título. Y una pregunta que me hago al salir del cine: ¿Exactamente a qué peligrosa actividad, aparte de jugar a las cartas y a los dados, se dedican esos mafiosos chinos que por no tener no tienen ni pistolas?

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