Cuando la limpieza se vuelve un arte, de Marta Fernández Gatumel
Para terminar el año Los relatos de Culturamas 2018 publica un cuento de la autora argentina, Marta Fernández Gatumel, escrito con una prosa cuidada, nos explica una refrescante historia sobre un robot con un único ojo.
La primera semana de enero se publicaran los diez finalistas de la II Convocatoria de Los relatos de Culturamas 2018. ¡Gracias a tod@s por paricipar!
¡Felices Fiestas y mucha suerte!
Cuando la limpieza se vuelve un arte
Marta Fernández Gatumel
—¡Feliz cumpleaños, ma belle!
Jamás se imaginaron que aquella asquerosa tomada de pelo se les volvería en su contra, que podría desencadenar tantos despelotes.
Imagínense, pongan en un mismo lugar y momento:
- Una histérica de la limpieza
- Una fiesta de cumpleaños de cincuenta pirulos
- Un grupo chacotero de amigos:
- con ganas de joder,
- con tiempo para andar perdiéndolo en estupideces,
- con dinero para comprar un regalo idiota.
Mezclen todo bien mezclado, y ¿qué obtienen?
Un robot aspirador.
Y sí, así de simple, y tan poco ocurrente.
Cuando Sandrine escuchó la felicitación gritada a coro por sus amigotes, pensó que no podía tener un grupo de gente más lindo que ese, que la quisiera tanto. Todo estaba saliendo a pedir de boca. La comida había sido un éxito, bien bañada en alcohol: mojitos, vino blanco y tinto en cantidad, el consabido champaña. ¿Qué más podía pedir sino un hermoso regalo pensado en comunión por todos ellos, poniendo a trabajar sus meninges para darle una sorpresa exquisita? ¡Mierda, eran cincuenta años! Más valía que fuera algo extraordinario, ¡hacía tanto que se conocían!, seguro que habían tenido una super idea. En todo caso, se trataba de una caja muy grande, o quizás las burbujas se la hacían ver más grande de lo que realmente fuera, aunque Sandrine juzgaba que era de un buen tamaño, es más, que era el tamaño adecuado.
—¡Salud! —dijo levantando la copa mientras los miraba con ternura. Hasta se le empañaron los ojos al ver cómo varios de ellos sostenían juntos la caja.
—¡Ábrela, ábrela! —gritaron de nuevo a coro.
Sandrine dejó la copa sobre la mesa repleta de platos con restos de comida, de vasos con restos de alcohol, de cubiertos sucios. Los amigotes colocaron el paquete en el piso y ella se sentó al lado con las piernas cruzadas, como un indiecito. Todavía podía hacerlo, solo eran cincuenta años, pensó. Para levantarse sería otra historia, pero bueno, alguien la ayudaría, ¡eran tan monos todos! Desató el lazo color violeta y comenzó a despegar los pedazos de cinta adhesiva, saboreando el momento. Le encantaba que le hicieran regalos. Descubrir poco a poco de qué se trataba, observar los ojos expectantes de sus amigos ante la lentitud de sus movimientos, hacerlos desear. Mientras apartaba el papel —uno con velitas, globos, frases deseando un muy feliz cumpleaños: innumerables colores en fondo blanco… le encantaba el blanco, su sensación de limpieza, y ellos lo sabían—, miraba a sus amigos, pícara. Ellos sonreían, pícaros. Bajó de nuevo la vista hacia el paquete y descubrió que todavía estaba envuelto, ahora con hojas de revistas de muchos colorinches. Un poco gastada esta idea de los envoltorios sucesivos, se dijo, pero bueno, juguemos el juego. Despegó con calma la primera capa, la segunda, la tercera, a la cuarta la velocidad de abertura se había incrementado y en las últimas ya rasgaba el papel sin tener ninguna consideración por los pedazos de cinta adhesiva ni los colorinches ni las imágenes que, a medida que Sandrine se iba acercando al final del juego, se volvían monotemáticas: electrodomésticos de todo tipo, detergentes, esponjas, escobas, lampazos. Se sorprendió un poco, pero no le dio mayor importancia al ver las sonrisas alentadoras de sus amigos. Una pequeña broma ligada a su obsesión por la limpieza, se dijo. ¡Cómo la conocían!
Miró la caja inmersa en la montaña de papeles rasgados, estaba forrada de papel en donde sus amigos habían garabateado firmas y dedicatorias. El suspense se mantenía. ¿Qué había dentro?
—¡Lee las dedicatorias después! —le dijeron. Lo que no dejó de ser una suerte porque sin gafas no veía nada. ¡Y hors de question que se las pusiera!
Levantó la tapa. Lentamente, muy lentamente. Y se encontró con una rueda incomprensible en cuyo centro un gran botón con la inscripción Clean parecía un ojo abierto sin pestañas. La cara redonda y achatada de un cíclope, pensó Sandrine sonriendo ante su ocurrencia; y los amigos creyeron que ella apreciaba la broma, ¡un robot limpiador para una limpiadora empedernida! Lo sacó de la caja. Era pesado. Le dio vuelta y divisó tres rueditas en caucho macizo, como si fueran de un camión pequeñito. Se veían muy resistentes. Las hizo girar.
—¿Qué es? —preguntó dirigiendo la mirada desde el aparato hacia los ojos expectantes que la rodeaban.
Los robots aspiradores existían desde hacía unos cuantos años, pero esta limpiadora manual no estaba al tanto de los avances tecnológicos en lo que a ayuda doméstica se refería, es más, ¡no tenía lavavajillas! No lavan bien, decía.
—¡Un robot aspirador! —gritaron de nuevo a coro, escudriñándola.
Un robot aspirador, repitió. Lo volvió a colocar entre los papeles arrugados. ¿Para qué? No lo necesitaba. Y además ¿cómo un cíclope con menos ojos que ella podría limpiar mejor? Era imposible, no vería toda la mugre. Odiaba los aparatos en general y los de limpieza en particular, ¿acaso no lo sabían? ¿Acaso no la conocían? Desdobló las piernas entumecidas, comenzó a levantarse con dificultad, le dolían las articulaciones de las rodillas. Alguien le tendió una mano pero ella no la aceptó; podía sola, aunque le dio la impresión de que tardaba horas en levantarse y de que todo su cuerpo se resistía a efectuar cualquier movimiento. Se vio como una vieja de ochenta intentando hacer cosas de una mujer de cincuenta. Cuando terminó de desdoblarse, todos se miraron desilusionados. Ella, porque encontraba el regalo de muy mal gusto. Ellos, porque esperaban de su amiga otra reacción; siempre tan jocosa, siempre de tan buen humor, ¿por qué no entendía la broma?
A partir de ese momento la fiesta se aguó, aunque siguieron rociándola con alcohol. Apagaron las velitas, comieron la torta y se fueron. Sandrine no leyó las dedicatorias, les dijo que lo haría después, cuando estuviera sola, para disfrutarlas mejor. Sabía que no soportaría las burlas escritas, y sobre todo, no quería mostrarles que además de costarle levantarse del suelo necesitaba gafas para leer.
Estaba realmente cabreada, sabía que le iba a ser imposible dormir. Miró su reloj, las tres de la mañana. Observó la mesa llena de copas y platos sucios, de botellas vacías o a medio terminar, las velitas quemadas y embadurnadas de crema, la torta descuartizada; bajó la vista, los papeles desparramados por el suelo, la caja, las manchas negras del champaña mil veces pisoteado, el cíclope; se sirvió una copa y se puso a limpiar. Entre sorbo y sorbo, jabonadas, idas y venidas entre la cocina y el salón y tiradas de papeles a la basura, echaba miradas furtivas a la caja y al cíclope. E insultaba: a las dedicatorias, al aparato, a sus amigos, a la cantidad de suciedad que se había acumulado y a sus cincuenta años. Cuando terminó de fregar el piso decidió poner en funcionamiento su regalo. Justo para ver qué hace, se dijo, ¡jamás utilizaré semejante bicharraco! ¡Qué se creen estos imbéciles con sus ideas aún más imbéciles! Tomó lo que dedujo era el cargador, lo enchufó en la cocina y acopló a él la gran rueda. El ojo se encendió, rojo, de repente. Sandrine tomó un trago de champaña. Después de un momento el cíclope se movió, otro trago, acomodándose sobre el cargador como si no encontrara una posición cómoda, y luego, ¡comenzó a alimentarse! Esta vez fueron dos los tragos que Sandrine ingirió. Realmente parecía que se alimentara, el ojo vacilaba entre un naranja brillante y otro más opaco: Pum, pum, Pum, pum, Pum, pum, en un silencio de matices anaranjados. Bocanadas de energía, latidos de vida, ese ojo era boca, pulmón, corazón, el cíclope respiraba, palpitaba mientras ella tragaba champaña directamente de la botella y lo observaba con embeleso. Hasta que un eructo la sacó de su ensoñación. Y Sandrine se dijo que las burbujas le estaban carcomiendo el cerebro, que le estaban haciendo demasiado efecto. Se sobó la panza hinchada, y decidió que quizás era hora de irse a la cama.
Se levantó tarde, no importaba, era domingo. Al llegar a la cocina lo vio. No se había movido de su lugar. Pero el ojo ahora era verde fijo y ya no palpitaba. Ni lo tocó. Se preparó el desayuno sintiendo la luz verde clavada en sus espaldas. Desenchufó el cargador y junto con el cíclope lo llevo al salón y lo escondió en un recoveco. Mientras regresaba a la cocina, agarró la caja que en la noche había dejado encima de la mesa. Terminó su desayuno, y antes de ponerse a leer las dedicatorias encendió un cigarrillo, luego otro y otro mirando la caja de lejos sin ponerse los lentes.
Al cabo de un rato, se puso las gafas. Algunas dedicatorias eran banales: De X con cariño. Feliz cumpleaños, querida Sandrine. ¡Que lo disfrutes! Otras no eran tan malditas: Espero que se hagan amigos. Para que puedas disfrutar de momentos de ocio. Pero algunas eran el acabose del mal gusto: Déjate ir y cálmate, la vida no es solo limpieza. Aprovecha, el robot aspira el polvo mientras tú te lo echas. Ensucia y goza, tienes un esclavo electrónico que te dejará todo más limpio que cuando tú lo haces. Eso la sacó de quicio, que ese redondel de mierda fuera capaz de limpiar mejor que ella, ¡imposible! Rompió la caja en mil pedazos y la tiró a la basura. Luego agarró el cenicero, fue al salón y lo vació completamente en el piso. ¡Vamos a ver si es cierto!, dijo. Se dirigió al rincón del cíclope, le metió el dedo en el ojo verde, ese que decía Clean, y oyó: Tururut tutuuu, tururut tutuuu, y luego, bbbrrrzrzzrzzrzz…rzzrzzrzzrzz, un sonido horrible que salía del aparato mientras este ¡se dirigía directamente hacia ella! Lo esquivó. Lo vio alejarse. Lo vio realizar dos o tres pequeños círculos sobre sí mismo, una línea recta, una larga diagonal, bordear un muro, una silla, la mesa, pero como un ciego, en cualquier lugar, sin detectar las cenizas. ¿No vería bien con su único ojo? Era como un ratón en un laberinto tanteando al azar caminos, yendo y viniendo, tropezándose con las paredes, buscando una salida que no lograba encontrar. Pero como el azar hace bien las cosas, dicen, terminó topándose con las cenizas. Comenzó de nuevo sus círculos concéntricos, las aspiró, pero no deglutió los puchos, demasiado grandes para su boca. ¡No es verdad!, ¡no es verdad!, gritó Sandrine, no limpia mejor que yo. Sin embargo, lo dejó pasearse por todo el salón. No lograba despegar los ojos de él; el cíclope parecía un animalito doméstico. Al cabo de un rato se dirigió hacia el cargador, hizo de nuevo Tururut tutuuu, tururut tutuuu, se acomodó y reinició su cadencia anaranjada. Los tres puchos reinaban incólumes sobre el suelo. Feliz, Sandrine se dispuso a limpiar el robot. Le extrajo todo el polvo que había aspirado, desencajó los pelos enredados en las ruedas y en las tres escobitas que, al girar, le permitían recuperar la mugre de las esquinas, y le dio bronca: al final de cuentas se estaba ocupando del cíclope como de un bebé, como si estuviera cambiándole los pañales, ¡ella!, que se había jurado que jamás tendría un hijo. Lo devolvió a su rincón y observó, a pesar de todo, fascinada, su alimentación palpitante.
Pasaron los días. Aunque la luz verde fija no se movía de su lugar, Sandrine sentía como si el cíclope la cuestionara. Parecía decirle: No será porque no tuve éxito en una sola prueba que puedes asegurar que tú eres la mejor. Algunas veces lo desenchufaba, irritada. Pero volvía a encenderlo, inquieta, con miedo a que no pudiera retomar su cadencia anaranjada. Aprensiones infundadas por cierto, pues el cíclope siempre regresaba a la vida… y a sus recriminaciones. Comenzó a someterlo a nuevas pruebas. Al principio, simples, ¿aspiras o no aspiras?, ¿puedes con esto o no puedes? Luego se dijo que lo que necesitaba eran comparaciones. Una vez era ella la que fregaba, otra vez era él. Y procedía para ambos de la misma manera, sacaba fotos del antes de la limpieza y del después. Analizaba, calificaba. Luego comparaba el después de los dos y sacaba conclusiones. Seguía convencida de que ella era mejor.
En uno de esos tantos días el cíclope le habló: Error, le dijo —se había enredado en un cable—, cámbiame de posición y vuelve a encenderme. Entonces Sandrine decidió que podría enseñarle lo que era el arte de la limpieza. Dado que hablaba, no veía por qué no podría escucharla. Y comenzó el entrenamiento. Con sus pies, lo acorralaba en la esquina de alguna habitación y dejaba que el cíclope chocara contra los muros, contra los zapatos, golpeara y golpeara sin cesar, como un pájaro contra las rejas de una jaula intentando escapar de su cautiverio. Mientras, ella le daba las instrucciones: más adelante, más atrás, a la izquierda, pasa de nuevo por donde ya pasaste, activa tus escobitas, hurga todos los recovecos, poco a poco, con paciencia, gira cuarenta y cinco grados, embiste de nuevo contra la pared, succiona la mugre, etcétera, etcétera, etcétera. Horas y horas hasta que el cíclope, agotado, con el ojo rojo, iba a reencontrar su cadencia anaranjada encima del cargador. Hizo progresos, limpiaba como si sus escobitas fueran pinceles pintando un cuadro, como si el ruido de su aspiración fuera un canto. Y Sandrine, contenta, continuó con el entrenamiento.
Pero el cíclope comenzó a adoptar actitudes extrañas, como si el hecho de crecer y aprender le permitiera tomar decisiones ¡haciendo caso omiso de las enseñanzas y consejos de su procreadora! De pronto se detenía en el medio de una habitación, miraba a Sandrine con el ojo rojo y le decía: Estoy cansado o tengo hambre, y no se movía más de su sitio. Ella podía gritar, desgañitarse dando órdenes, hasta por ahí pegarle unos chirlos, sin obtener ningún resultado. Y se veía obligada a ceder: debía alzarlo, acurrucarlo contra su pecho, llevarlo al cargador y dejar que se alimentara. Mientras, lo observaba enternecida: Parece un bebé tomando la teta… ¡Qué listo que es! ¡Aprende tan rápido!
Y realmente aprendía muy rápido. Quiero más espacio, le ordenó un día, me ahogo en una sola habitación. Y Sandrine se lo concedió, dos habitaciones al mismo tiempo, luego tres, y no más porque no las había, sino se las hubiese dado. El cíclope se convirtió en el amo y señor del departamento. Se paseaba por donde quería, como quería y a las horas que quería y, cuando el ojo se le ponía rojo, regresaba a su cadencia anaranjada en búsqueda del ansiado verde; y todo volvía a empezar. Un día, el cíclope descubrió que el baño le estaba vedado, entonces se encaprichó con él. Y los caprichos se volvían berrinches cuando se percataba de que Sandrine comenzaba a ducharse. El cabezota chocaba y chocaba contra la puerta cerrada ordenando, pidiendo, rogando que lo dejara entrar, pero Sandrine no transigía, era su refugio. Hasta que en una de esas tantas intentonas el cíclope encontró la puerta entreabierta y, ni lerdo ni perezoso, aprovechó la ocasión para deslizarse en el recinto sagrado. Detrás de la cortina, y ahogado por el ruido del agua cayendo sobre su cabeza, Sandrine oyó una suerte de berrido. Sorprendida, y un tanto asustada, dejó de jabonarse al mismo tiempo que sentía como si algo o alguien sacudiera un trapo. Se imaginó un perro, ¡pero ella no tenía!, o una rata enorme y asquerosa, ¡imposible, no en su departamento!, que despedazaba un trozo de tela. Sacó la cabeza de debajo de la lluvia para escuchar mejor. ¡Demasiado sucio!, ¡demasiado sucio!, oyó que decía una voz. Se miró el cuerpo pero no encontró nada que justificara semejante afirmación, aunque instintivamente ya había comenzado a pasar la esponja por el vello de su bajo vientre. Los berridos, los crujidos de tela y los ¡demasiado sucio! continuaban ahora nítidos. Agarró la cortina con una mano, la descorrió, asomó un ojo, el otro, la nariz, el labio superior. Y lo vio. El cíclope, su cíclope, giraba y giraba sin cesar como un perro que se quiere morder una cola demasiado corta, enredado en la bombacha que había quedado tirada en el piso, gritando ¡demasiado sucio! y con el ojo azul. ¡Azul! Ese color… era la primera vez… Perpleja y mojada salió de la ducha. El cíclope continuaba su mareo concéntrico, con su mirada azul de loco, sin verla, mordiendo con rabia la bombacha culpable. Se acuclilló a su lado, extendió el brazo y le metió el dedo en el ojo. Inmóviles ambos, Sandrine lo observaba. Azul, pensó, quiere decir depresión. Todo su cuerpo se empequeñeció. Necesitas cambiar de aire, le dijo mientras le pasaba delicadamente el dedo índice por la cara achatada, ver gente, probar otras suciedades… continuar con los entrenamientos, sí, pero en lugares nuevos…
Debía conocer casas más sucias, concluyó. ¿Pero cuáles?
Se irguió de repente. Claro, eso era. Sonrió satisfecha. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Se levantó decidida. ¡Las casas de sus amigos! Era la solución perfecta. Feliz, tomó al cíclope entre sus brazos y le sacó la bombacha de la boca. No es cierto, no estaba sucia, le susurró, y cual si fuera un bebé reconfortándose contra su seno, lo llevó al cargador para que se alimentara, para que se recuperara del tremendo traumatismo que había sufrido.
A partir de ese día, cada vez que la invitaban partía con el cíclope en una canasta de mimbre especialmente confeccionada para él; y lo que era un problema individual se convirtió en uno de grupo. Llegaba una hora antes, para no molestar mientras cenamos, decía, sacaba fotos del salón, ponía el cíclope en funcionamiento y, mientras vigilaba a su discípulo, bebía unos tragos y explicaba, al que había tenido la suerte de tocarle la fregada, cómo lo entrenaba: el acorralamiento con sus zapatos, las escobitas, que era una pena pero solo giraban en un sentido y a velocidad constante, pero que ella le enseñaba a pasar varias veces por el mismo lugar para compensar, las rueditas, la aspiración continua y ordenada, las luces roja, naranja y verde, no la azul, que debían encenderse de tal o cual manera, las palpitaciones, y que si esto y lo otro. Un rollo que el pobre tipo o la pobre mina a quienes les había tocado en suerte recibirlos en su morada primero escuchaban y luego solo oían mientras terminaban de preparar la cena sin dejar caer nada al piso.
Cuando el cíclope emitía su tururut tutuuu, tururut tutuuu final, Sandrine cesaba su parloteo, sacaba más fotos, acomodaba el aparato en algún lugar para que nadie se lo llevara por delante y seguía bebiendo y charlando. Al regresar a su casa, analizaba, calificaba y le mostraba los errores que aún había cometido. Y el cíclope, que desde el día en que empezó a disfrutar del acceso absoluto al baño no se quedaba callado ante las críticas, le echaba la culpa a su único ojo. Sandrine se preocupaba. ¿Jamás podría entonces ser tan bueno como ella? Tenía que lograrlo si querían conformar un verdadero equipo. ¡Y encima esas crisis azules que lo desestabilizaban!
En todo caso, y olvidando por un momento las preocupaciones de Sandrine, los primeros encuentros con los amigos fueron, por así decirlo, agradables. Sandrine, gracias quizás al alcohol, lograba olvidarse de su cíclope durante y después de las cenas y volvía a ser la jocosa de buen humor que conocían. Hasta soportaba algunos chistes, suaves, sobre su obsesión por el cíclope. Lo podrías llamar Cendrine, se le ocurrió a uno de ellos, el que combate les cendres. ¡Jajaja! ¡Jajaja! Un nombre de mujer, impensable, se decía ella. ¿Y Cendrino?, ¿por qué no? Tal vez, ya vería…
Pero lo que al principio les causaba gracia se fue transformando en molestia y luego en fastidio. No la aguantaban más, sobre todo cuando, quizás también gracias al alcohol, se volvió monotemática y los aturdía con sus discursos o monólogos. ¡La limpieza es un arte!, terminaba diciendo; sí, el arte de romperles las pelotas a los amigos, agregaban ellos a sus espaldas. La gota que desbordó el vaso no fue de champaña, sino cuando Sandrine empezó a hablar con el cíclope delante de ellos. Se hartaron. Pensaban que les estaba tomando el pelo. Y las invitaciones comenzaron a ralear. Sin embargo eso no impidió que estos dos cabezotas se aparecieran de sopetón en la casa de alguno de ellos. Los amigos optaron por encerrarse y no le abrían las puertas o no respondían a sus llamadas telefónicas, y al cabo de un tiempo no tuvieron más noticias de ella ni del cíclope. Al fin estaban tranquilos.
Pero como la tranquilidad tiene patas cortas, ese gran silencio comenzó a preocuparlos. ¿Qué sería de la vida de Sandrine?, ¿le habría pasado algo? Además, se sentían culpables, al fin y al cabo eran ellos quienes habían tenido la genial idea de regalarle el robot aspirador. Y como el tiempo deforma los recuerdos y atenúa las sensaciones, lo que había sido hartazgo se transformó en molestia y la molestia en inquietud. ¿Y si lo de hablarle al robot no era un simple juego? ¡Entonces todo eso ya era cosa seria! Decidieron ayudarla. La llamaron por teléfono, no contestó, insistieron, sin mejores resultados. Entonces, una noche se presentaron en su casa, de sopetón.
—Hemos estado pensando en ti —le dijeron—. Tienes que hacer algo con tus… desarreglos.
—¿Qué desarreglos? En mi casa todo está en orden y limpio. Cendrino y yo nos encargamos de ello.
—Cendrino… —se rascaron la cabeza sin reírse—. Eeehh… no, no, hablamos de otro tipo de desarreglos.
—¿Otro tipo?
—Sí —le respondieron mirando al robot aspirador—. Se te ha metido en la cabeza. Te está aspirando el seso. Deberías ver a un psicólogo.
—Un psicólogo… —Sandrine observó al cíclope.
—Algo no marcha bien, ¿no crees?
Sí, pensó Sandrine.
—Quizás tengan razón —respondió.
Le dejaron una tarjeta con los datos, le dijeron hasta pronto y se fueron.
El día de la cita, Sandrine tomó a Cendrino en sus brazos y lo colocó delicadamente en su canasta de mimbre. Ya verás, lo reconfortó, te hará bien ver a un psicólogo. No debe de ser fácil vivir con un solo ojo, ¿verdad?
Sobre la autora
Marta Fernández Gatumel es argentina de nacimiento (lo que conlleva en sí una amalgama de culturas), ha vivido en diferentes países (Chile, Cuba, Francia, España y actualmente Luxemburgo) y posee un doctorado en informática en el área de la inteligencia artificial.
Desde 2011 sigue cursos de novela y cuento en La Escuela de Escritura del Ateneu Barcelonés, España. Ha terminado su primera novela, una distopía humanista, y actualmente está escribiendo un libro de cuentos de género fantástico, cuyo tema principal es la locura en sus diversas formas y grados. También ha participado en talleres de escritura y ha realizado traducciones en francés, español e inglés. Esta mezcla un tanto atípica es la que le permite poblar sus relatos de mundos y personajes especiales.
Buenísimo !!! Bravo Marta !!!! Continúa deleitándonos con tus relatos !
Me encantó. Me hizo reír, me intrigó y su fina ironía a la generación de 50 años es impecable. El argentino, el español y el francés en una mezcla de prosa que se hace deliciosa.
Vemos nuestro mundo desde nuestro único ojo, y como dice Marta, creemos entender todo.
Sigue escribiendo Divina Marta, que estás en la senda del talento.
Super . La locura y el arte de la locura nunca tendrán nada de IA
Gracias a todos!!!
Te quedó un cuento redondo, como el ojo del robot. Me ha encantado desde el principio hasta el final. Con ganas de leer más cuentos tuyos.
Super !no tengo las competencia para la escritura pero il temo me gusta mucho . recuerda que la limpieza fue siempre un problema para nosotros ,querida autora,y antes de nuestros 50 años .Pero,yo no tengo un ciclope ,no limpio: siempre dijo que era peligroso ! Suerte por el cuento tuyo (y los siguientes).
J’adore!!
Merci pour cette lecture.
Ça donne envie d’en lire plus.
J’aime beaucoup !
me encanto!! que podamos leer pronto mas!!!
Muy entretenido y muy bien escrito.
Enhorabuena!
Gracias a todos de nuevo!!!
UNa maravilla de cuento.