'La memoria del aire', de Caroline Lamarche
La memoria del aire
Caroline Lamarche
Traducción de Raquel Vicedo
Tránsito
2018
308 páginas
Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca
Lo importante no es lo que uno vive, sino aquello que nos distingue, aquello que uno siente sobre lo que uno vive. El acto puede ser el mismo, incluso el impulso recibido, la emoción, pero en la transformación de ésta en sentimiento es donde nos distinguimos. Y vivir casi cualquier suceso, por muy cotidiano que resulte, no tiene por qué ser sencillo. Vivir supone un esfuerzo, transportar una carga. Tal vez sea cierto, como apuntan los maestros de meditación, que el pasado no exista, pero de algún lugar venimos, algo nos ha construido. No todo lo que somos viene de serie. Sobre el humus en el que se ha sembrado y las semillas que cayeron, trata este libro, La memoria del aire, de título tan significativo: el aire o se está quieto o es viento, que es la forma más palpable de reconocerlo. En cualquier caso, lo respiramos sin percibir qué materia está entrando en nuestro cuerpo.
Es fácil suponer que nos encontramos frente a un libro introspectivo, de intenciones hasta cierto punto poéticas. Sobre todo a lo largo de la primera parte del volumen, en la que la narradora parece dispuesta a relatar, pero no aparece un hilo narrativo. Sí uno sentimental, en el que se convive con la propia muerte y con el sexo, en el que se apunta hacia la tentación suicida, pero en ningún momento llega a asomarse a ese abismo. Son prosas en la que se vive y se come ceniza, por utilizar la expresión de Caroline Lamarche. “No estoy hecha de mármol ni de goma ni de jabón ni de nube”, llega a expresar, reconociendo la dificultad para conocerse a uno mismo, por encima de las convicciones sobre lo que somos. Hacia el final de esta primera parte se comienza a mencionar más de cerca lo que ha supuesto en ella una relación de pareja, con un hombre al que ella juzga por los vínculos con su madre. No haber soltado amarras con el puerto de la madre, parece ser, condiciona su forma de estar en el mundo y, por supuesto, sus relaciones de pareja.
Así es como ella entra en el hábito de la tristeza, que llega a confesar como inapelable por un suceso traumático que ha callado. Su condición básica es la de la duda. No cae en el victimismo y sin hacerlo explícito se pregunta hasta qué punto ella no tiene culpa por no haber resuelto nada de su pasado, o al menos de los traumas de su pasado. Y así aguanta porque “no se presenta una denuncia contra un hombre frágil, desde siempre los seres excepcionalmente inteligentes y sensibles han sido violentos”, se dice, antes de mencionar el drama del niño superdotado, un drama del que, por otra parte, ella no es responsable ni tiene por qué sufrirlo. Pero de nuevo surge la dicotomía acerca del amor que expresó Cernuda: es una tensión entre la realidad y el deseo. Y Lamarche en este libro desea mucho, quiere mucho y convive, por tanto, mucho con la tristeza de la realidad.