bell hooks: "Mujeres negras. Dar forma a la teoría feminista"
En Estados Unidos, el feminismo nunca ha surgido de las mujeres que de forma más directa son víctimas de la opresión sexista; mujeres a las que se golpea a diario, mental, física y espiritualmente; mujeres sin la fuerza necesaria para cambiar sus condiciones de vida. Son una mayoría silenciosa. Una señal de su victimización es que aceptan su suerte en la vida sin cuestionarla de forma visible, sin protestar organizadamente, sin mostrar ira o rabia colectiva. La Mística de la feminidad, de Betty Friedan, que sigue siendo apreciado por haber abierto el camino al movimiento feminista contemporáneo, fue escrito como si esas mujeres no existieran. La famosa frase de Friedan, «el problema que no tiene nombre», citada a menudo para describir la condición de las mujeres en esta sociedad, se refería de hecho a la situación de un grupo selecto de mujeres blancas, casadas, de clase media o alta y con educación universitaria: amas de casa aburridas, hartas del tiempo libre, del hogar, de los hijos, del consumismo, que quieren sacarle más a la vida. Friedan concluye su primer capítulo afirmando: «No podemos seguir ignorando esa voz que, desde el interior de las mujeres, dice: “Quiero algo más que un marido, unos hijos y una casa”». A ese «más» ella lo definió como una carrera. En su libro no decía quién tendría entonces que encargarse del cuidado de los hijos y del mantenimiento del hogar si cada vez más mujeres, como ella, eran liberadas de sus trabajos domésticos y obtenían un acceso a las profesiones similar al de los varones blancos. No hablaba de las necesidades de las mujeres sin hombre, ni hijos, ni hogar. Ignoraba la existencia de mujeres que no fueran blancas, así como de las mujeres blancas pobres. No decía a sus lectoras si, para su realización, era mejor ser sirvienta, niñera, obrera, dependienta o prostituta que una ociosa ama de casa.
Hizo de su situación, y de la situación de las mujeres blancas como ella, un sinónimo de la condición de todas las mujeres estadounidenses. Al hacerlo, apartó la atención del clasismo, el racismo y el sexismo que evidenciaba su actitud hacia la mayoría de las mujeres estadounidenses. En el contexto de su libro, Friedan deja claro que las mujeres a las que consideraba víctimas del sexismo eran universitarias, mujeres blancas obligadas por condicionamientos sexistas a permanecer en casa. En su libro, argumenta:
Urge comprender cómo la misma condición de ser ama de casa puede crear en las mujeres una sensación de vacío, de no existencia, de nada. Hay aspectos de la función de ama de casa que hacen casi imposible para una mujer de inteligencia adulta mantener un sentido de la identidad humana, el núcleo firme del «yo» sin el cual un ser humano, ya sea hombre o mujer, no está verdaderamente vivo. Estoy convencida de que, hoy en día en Estados Unidos, hay algo de peligroso en el estado de ama de casa para las mujeres valiosas.
Los problemas y dilemas específicos de la clase de las ociosas amas de casa blancas eran problemas reales que merecían atención y transformación, pero no eran los problemas políticos acuciantes de una gran cantidad de mujeres. Muchas de ellas vivían preocupadas por la supervivencia económica, la discriminación racial y étnica, etcétera. Cuando Friedan escribió La Mística de la Feminidad, más de un tercio de las mujeres formaban parte de la fuerza de trabajo. Aunque muchas mujeres deseaban ser amas de casa, sólo quienes tenían tiempo libre y dinero podían formar sus identidades a partir del modelo de la mística femenina. Se trataba de mujeres a las que, en palabras de Friedan, «se les decía que dieran marcha atrás y vivieran su vida como si fueran Noras, limitadas a la casa de muñecas de los prejuicios victorianos». se les decía que dieran marcha atrás y vivieran su vida como si fueran Noras, limitadas a la casa de muñecas de los prejuicios victorianos».
Desde sus primeros escritos, queda claro que Friedan nunca se preguntó si la situación de las amas de casa blancas de formación universitaria era un punto de referencia adecuado para combatir el impacto del sexismo o de la opresión sexista en las vidas de las mujeres de la sociedad estadounidense. Tampoco se preocupó de ir más allá de su propia experiencia vital para adquirir una perspectiva ampliada acerca de las vidas de esas mujeres. No digo esto para desacreditar su obra. Sigue siendo la muestra de una discusión útil acerca del impacto de la discriminación sexista en un grupo selecto de mujeres. Desde una perspectiva distinta, puede verse también como un caso típico de narcisismo, falta de sensibilidad, sentimentalismo y auto-indulgencia que alcanza su punto máximo cuando Friedan, en un capítulo titulado «La deshumanización progresiva», hace una comparación entre los efectos psicológicos del aislamiento de las amas de casa blancas y el impacto del confinamiento en la imagen de sí de los prisioneros de los campos de concentración nazis.
Friedan fue una figura esencial en la formación del pensamiento feminista contemporáneo. De manera significativa, la perspectiva unidimensional de la realidad de las mujeres que su libro presenta se ha convertido en un hito señalado en el movimiento feminista contemporáneo. Como había hecho Friedan antes, las mujeres blancas que dominan el discurso feminista hoy en día rara vez se cuestionan si su perspectiva de la realidad de las mujeres se adecua o no a las experiencias vitales de las mujeres como colectivo. Tampoco son conscientes de hasta qué grado sus puntos de vista reflejan prejuicios de raza y de clase, aunque ha existido una mayor conciencia de estos prejuicios en los últimos años. El racismo abunda en la literatura de las feministas blancas, reforzando la supremacía blanca y negando la posibilidad de que las mujeres se vinculen políticamente atravesando las fronteras étnicas y raciales. El rechazo histórico de las feministas a prestar atención y a atacar las jerarquías raciales ha roto el vínculo entre raza y clase. Sin embargo, la estructura de clase en la sociedad estadounidense se ha formado a partir de la política racial de la supremacía blanca; sólo a través del análisis del racismo y de su función en la sociedad capitalista se puede obtener una comprensión completa de las relaciones de clase. La lucha de clases está unida de forma inseparable a la lucha para terminar con el racismo. En un intento de urgir a las mujeres para que exploraran todas las implicaciones de clase, Rita Mae Brown explicaba en «lo que faltaba», un ensayo anterior:
La clase es mucho más que la definición de Marx sobre las relaciones respecto de los medios de producción. La clase incluye tu comportamiento, tus presupuestos básicos acerca de la vida. Tu experiencia —determinada por tu clase— valida esos presupuestos, cómo te han enseñado a comportarte, qué se espera de ti y de los demás, tu concepción del futuro, cómo comprendes tus problemas y cómo los resuelves, cómo te sientes, piensas, actúas. Son estos patrones de comportamiento los que las mujeres de clase media se resisten a reconocer aunque quieran perfectamente aceptar la idea de clase en términos marxistas, un truco que les impide enfrentarse de verdad con el comportamiento de clase y cambiar en ellas mismas ese comportamiento. Son estos patrones los que deben ser reconocidos, comprendidos y cambiados.
Las mujeres blancas que dominan el discurso feminista, que en su mayoría crean y articulan la teoría feminista, muestran poca o ninguna comprensión de la supremacía blanca como política racial, del impacto psicológico de la clase y del estatus político en un estado racista, sexista y capitalista.
Es esta falta de conciencia la que, por ejemplo, lleva a Leah Fritz a escribir en Dreamers and Dealers, libro donde se discute la situación del movimiento de las mujeres en 1979:
El sufrimiento de las mujeres bajo la tiranía sexista es un vínculo común entre todas las mujeres que trasciende las particularidades que las diferentes formas de tiranía adoptan. El sufrimiento no puede ser medido ni com parado cuantitativamente. ¿Son la indolencia y la vacuidad forzada de una mujer «rica», que le llevan a la locura y/o al suicidio, mayores o menores que el sufrimiento de una mujer pobre que apenas sobrevive gracias a la asistencia pública pero que, de algún modo, mantiene su espíritu intacto? No hay manera de medir esa diferencia. Cada una de esas mujeres debería mirar a la otra sin el esquema de clases patriarcal, pueden encontrar un vínculo en el hecho de que ambas son oprimidas, de que ambas viven miserablemente.
La afirmación de Fritz es un nuevo ejemplo de brindis al sol, así como de la mistificación consciente de las divisiones sociales entre mujeres, que ha caracterizado buena parte del discurso feminista. Si bien resulta evidente que muchas mujeres sufren la tiranía sexista, hay pocos indicios de que este hecho forje <«un vínculo común entre todas las mujeres». Hay muchas pruebas que demuestran que las identidades de raza y clase crean diferencias en la calidad, en el estilo de vida y en el estatus social que están por encima de las experiencias comunes que las mujeres comparten; y se trata de diferencias que rara vez se trascienden. Deben ponerse en cuestión los motivos por los que mujeres blancas, cultas y materialmente privilegiadas, con una variedad de opciones a la hora de elegir carrera y estilo de vida, insisten en que «el sufrimiento no puede ser medido». Fritz no es, de ningún modo, la primera feminista blanca que realiza una afirmación semejante; afirmación que jamás he oído a una mujer pobre de cualquier raza. Aunque hay mucho de discutible en la crítica que Benjamin Barber realiza del movimiento feminista en Liberating Feminism, estoy de acuerdo con él en la siguiente afirmación:
El sufrimiento no es necesariamente una experiencia universal que pueda medirse con una vara común: está vinculado a las situaciones, necesidades y aspiraciones. Pero deben existir algunos parámetros históricos y políticos para el uso del término de modo que puedan establecerse prioridades políticas y distintas formas y grados de sufrimiento a los que prestar mayor atención.
Un principio central del pensamiento feminista moderno es el de que «todas las mujeres están oprimidas». Esta afirmación implica que las mujeres comparten una suerte común, que factores como los de clase, raza, religión, preferencia sexual, etc., no crean una diversidad de experiencias que determina el alcance en el que el sexismo será una fuerza opresiva en la vida de las mujeres individuales. El sexismo como sistema de dominación está institucionalizado, pero nunca ha determinado de forma absoluta el destino de todas las mujeres de esta sociedad. Estar oprimida quiere decir ausencia de elecciones. Ése es el primer punto de contacto entre el oprimido y el opresor. Muchas mujeres de esta sociedad tienen la posibilidad de elegir —por muy imperfectas que sean las elecciones—, por lo que explotación y discriminación son palabras que definen de forma más acertada la suerte de las mujeres como colectivo en Estados Unidos. Muchas mujeres no se unen a las organizaciones que luchan contra el sexismo precisamente porque el sexismo no ha significado una falta absoluta de elecciones. Pueden saber que sufren discriminación por su sexo, pero no califican su experiencia de opresión. Bajo el capitalismo, el patriarcado está estructurado de modo que el sexismo restringe el comportamiento de las mujeres en algunos campos, mientras en otras esferas se permite una liberación de estas limitaciones. La ausencia de restricciones extremas lleva a muchas mujeres a ignorar las esferas en las que son explotadas o sufren discriminación; puede incluso llevar a imaginar que las mujeres no están siendo oprimidas.
Hay mujeres oprimidas en Estados Unidos, y es justo y necesario que hablemos contra esta opresión. La feminista francesa Christine Delphy señala en su ensayo Por un feminismo materialista que la utilización del término opresión es importante porque sitúa la lucha feminista en un marco político radical:
El renacimiento del feminismo coincide con el uso del término «opresión». La ideología dominante, i. e. el sentido común, el discurso ordinario, no habla de opresión sino de «condición femenina». Pretende remitirse a una explicación naturalista; una restricción de la naturaleza, una realidad exterior fuera de nuestro alcance y no modificable mediante la acción humana. El término «opresión», por el contrario, remite a una elección, una explicación, una situación que es política. «Opresión» y «opresión social» son por lo tanto sinónimos o, mejor dicho, opresión social es una redundancia: la idea de un origen político, i. e. social, es parte integral del concepto de opresión.
De todos modos, el énfasis feminista en la «opresión común» en Estados Unidos era menos una estrategia de politización que una apropiación por parte de las mujeres conservadoras y liberales de un vocabulario político radical que enmascaraba hasta qué punto habían dado forma al movimiento de manera que se adecuara y defendiera sus intereses de clase.
Aunque el impulso hacia la unidad y la empatía que supone la noción de opresión común estaba dirigido a la construcción de la solidaridad, consignas como la de «organízate en torno a tu opresión» proporcionaban la excusa que muchas mujeres privilegiadas necesitaban para ignorar las diferencias entre su estatus social y el de una gran cantidad de mujeres. Era una señal del privilegio de raza y clase, así como la expresión de cierta libertad respecto de muchas restricciones que el sexismo pone a las mujeres de la clase obrera. De este modo, las mujeres de clase media fueron capaces de convertir sus intereses en el foco principal del movimiento feminista y de utilizar la retórica de lo común que convertía su situación concreta en sinónimo de «opresión». ¿Quién podía entonces exigir un cambio en el vocabulario? ¿Qué otro grupo de mujeres tenía, en Estados Unidos, el mismo acceso a las universidades, las editoriales, los medios de comunicación y el dinero? Si las mujeres negras de clase media hubieran iniciado un movimiento en el que se hubieran calificado a sí mismas de «oprimidas», nadie las hubiera tomado en serio. Si hubieran creado foros públicos y hubieran dado discursos sobre su «opresión», habrían recibido ataques de todas partes. No fue este el caso de las feministas burguesas blancas que resultaban atractivas para un grupo amplio de mujeres, como ellas mismas, que ansiaban cambiar su suerte en la vida. Su aislamiento respecto de grupos de mujeres de otra clase y raza les impidió tener una base comparativa inmediata con la que poner a prueba sus presupuestos básicos sobre la opresión común.
En un inicio, las participantes radicales en el movimiento de las mujeres exigían que las mujeres rompiesen ese espacio de aislamiento y creasen un espacio de contacto. Antologías como Liberation Now,Women’s Liberation: Blueprint for the Future, Class and Feminism, Radical Feminism y Sisterhood Is Powerful, todas publicadas a principios de la década de 1970, contienen artículos que tratan de alcanzar a una audiencia amplia de mujeres, una audiencia que no fuera exclusivamente blanca, de clase media, universitaria y adulta —en muchos casos, había artículos sobre las adolescentes. Sookie Stambler articuló este espíritu radical en su introducción a Women’s Liberation: Blueprint for the Future:
Las mujeres del movimiento siempre se han sentido desalentadas por la necesidad de los medios de comunicación de crear celebridades y superestrellas. Esto va contra nuestra filosofía básica. No podemos relacionarnos con las mujeres de acuerdo a criterios de prestigio y fama. No estamos luchando en beneficio de una mujer o de un grupo de mujeres. Tratamos temas que afectan a todas las mujeres.
Estos sentimientos, compartidos por muchas mujeres en los inicios del movimiento, no se impusieron. Y cada vez más mujeres adquirieron prestigio, fama o dinero con escritos feministas y gracias a las victorias del movimiento feminista en la lucha por la igualdad en el trabajo; el oportunismo individual socavó las llamadas a la lucha colectiva. Mujeres que no se oponían al patriarcado, al capitalismo, al clasismo o al racismo se llamaban a sí mismas «feministas». Sus expectativas variaban. Las mujeres privilegiadas querían igualdad social con los hombres de su clase, algunas mujeres querían un salario igual por el mismo trabajo, otras querían un estilo de vida alternativo. Muchas de estas preocupaciones legítimas eran fácilmente cooptadas por el patriarcado capitalista. La feminista francesa Atoinette Fouque señala:
Las acciones propuestas por los grupos feministas son espectaculares, provocadoras. Pero la provocación sólo saca a la luz un determinado número de contradicciones sociales. No revela las contradicciones radicales de la sociedad. Las feministas mantienen que no pretenden la igualdad con los hombres, pero sus prácticas revelan lo contrario. Las feministas son una vanguardia burguesa que mantiene, de forma invertida, los valores dominantes. La inversión no facilita el paso a otra clase de estructura. ¡El reformismo le viene bien a todo el mundo! El orden burgués, el capitalismo, el falocentrismo son capaces de integrar tantas feministas como sea necesario. En la medida en que esas mujeres se convierten en hombres, a fin de cuentas sólo significan unos cuantos hombres más. La diferencia entre sexos no reside en si se tiene o no pene, sino en si se forma parte o no de la economía fálica masculina.
Las feministas en Estados Unidos son conscientes de las contradicciones. Carol Ehrlich señala en su ensayo «El desgraciado matrimonio entre marxismo y feminismo: ¿puede salvarse?» que «el feminismo parece cada vez más tener una perspectiva ciega, segura y no revolucionaria» a medida que «el radicalismo feminista cede terreno ante el feminismo burgués», y señala que «no podemos permitir que esto siga sucediendo»:
Las mujeres necesitan saber —y cada vez temen más descubrir— que el feminismo no tiene que ver con la idea de vestirse para el éxito o con convertirse en una ejecutiva de una gran empresa o con ganar un puesto electoral; no se trata de hacer posible un matrimonio con dos carreras y unas vacaciones de ski y pasar una gran cantidad de tiempo con tu marido y tus dos maravillosos hijos porque tienes una trabajadora doméstica que hace que todo eso te sea posible, pero que no tiene ni el tiempo ni el dinero para hacerlo ella misma; no tiene que ver con abrir un Banco de las Mujeres o con pasar un fin de semana en un taller carísimo que garantice que aprenderás a ser asertiva —pero no agresiva—; sobre todo, no tiene que ver con convertirse en policía o agente de la CIA o, en general, del cuerpo de marines.
Pero si estas imágenes distorsionadas del feminismo tienen más realidad que la nuestra, es en parte nuestra culpa. No hemos hecho todo el esfuerzo que podíamos en proponer análisis alternativos claros y significativos que remitan a las vidas de la gente y que permitan la creación de grupos activos y accesibles en los que trabajar.
No es accidental que la lucha feminista haya sido cooptada tan fácilmente para servir a los intereses de las feministas conservadoras y liberales en la medida en que en Estados Unidos el feminismo ha sido una ideología burguesa. Zillah Eisenstein discute las raíces liberales del feminismo norteamericano en The Radical Future of Liberal Feminism, y explica en su introducción:
Una de las contribuciones más importantes que encontraremos en este estudio es el papel que la ideología del individualismo liberal ha tenido en la construcción de la teoría feminista. Las feministas de hoy en día no discuten una teoría de la individualidad o adoptan de forma inconsciente la ideología competitiva, atomista del individualismo liberal. Hay mucha confusión al respecto en la teoría feminista que vamos a discutir aquí. Mientras no se haga una diferenciación consciente entre una teoría de la individualidad que reconozca la importancia del individuo en la colectividad social y la ideología del individualismo que acepta una visión competitiva del individuo, no tendremos una imagen clara del aspecto que debe tener una teoría feminista de la liberación en nuestra sociedad occidental.
La ideología del «individualismo liberal competitiva y atomista» ha permeado el pensamiento feminista hasta tal punto que socava el radicalismo potencial de la lucha feminista. La usurpación del feminismo por parte de mujeres burguesas que defienden sus intereses de clase ha sido justificada en gran medida por la teoría feminista a medida que ésta se ha ido construyendo —por ejemplo, con la ideología de la «opresión común». Cualquier movimiento que pretenda resistirse a la cooptación de la lucha feminista debe comenzar por presentar una perspectiva feminista diferente —una nueva teoría— que no esté atravesada por la ideología del individualismo liberal.
Las prácticas excluyentes de las mujeres que han dominado el discurso feminista han hecho prácticamente imposible que emerjan nuevas teorías. El feminismo tiene su agenda de partido y las mujeres que sienten la necesidad de una estrategia diferente, una fundamentación diferente, a menu- do se ven silenciadas y condenadas al ostracismo. Las críticas o las alternativas a las ideas feministas establecidas no son incentivadas, por ejemplo, las recientes controversias sobre la expansión del discurso feminista a la sexualidad. Sin embargo, grupos de mujeres que se sienten excluidas del discurso y la práctica feminista pueden hacerse un lugar sólo si primero crean, a través de la crítica, una conciencia de los factores que las alienan. Muchas mujeres blancas han encontrado en el movimiento feminista una solución liberadora a sus dilemas personales. Tras haberse beneficiado del movimiento de forma directa, se sienten menos inclinadas a criticarlo o a comprometerse con un examen riguroso de su estructura que aquellas que sienten que no ha tenido un impacto revolucionario en sus vidas o en las vidas de gran cantidad de mujeres de nuestra sociedad. Las mujeres no blancas que se sienten parte de la estructura actual del movimiento feminista —incluso aunque formen parte de grupos autónomos — parecen sentir que su definición de la agenda de partido, en el tema del feminismo negro o en cualquier otro, es el único discurso legítimo. Más que alentar la diversidad de voces, el diálogo crítico y la controversia, tratan, al igual que otras mujeres blancas, de silenciar el disenso. Como activistas y escritoras cuyo trabajo es ampliamente reconocido, actúan como si estuvieran más capacitadas para juzgar si debemos escuchar las voces de otras mujeres. Susan Griffin se opone a esta tendencia hacia el dogmatismo en su ensayo «El camino de toda ideología»:
… cuando una teoría se transforma en ideología, comienza a destruir la individualidad y la autoconciencia. Nacida en un principio de sentimientos, pretende situarse por encima de los sentimientos. Por encima de las sensaciones. Organiza la experiencia de acuerdo con ella misma, sin llegar a ella. Por el mero hecho de ser lo que es, pretende tener razón. Invocar el nombre de esa ideología es convocar a la verdad. Nadie puede decir nada nuevo. La experiencia deja de sorprenderla, de atravesarla, de transformarla. Se molesta por cualquier detalle que no encaja en su visión del mundo. Comenzó como un grito contra la negación de la verdad y ahora niega cualquier verdad que no encaje en su esquema. Comenzó como una forma de restaurar el sentido de la realidad y ahora trata de disciplinar a la gente real, rehacer a los seres naturales a su imagen. Todo lo que no consigue explicar se transforma en su enemigo. Comenzó como una teoría de liberación y ahora es amenazada por nuevas teorías de liberación; construye una prisión para la mente.
Resistimos a la dominación hegemónica del pensamiento feminista insistiendo en que es una teoría en proceso de elaboración, que debemos necesariamente criticar, cuestionar, reexaminar y explorar nuevas posibilidades. Mi crítica persistente está atravesada por mi situación como miembro de un grupo oprimido, una experiencia de explotación y discriminación sexista, y por el sentido de que el análisis feminista dominante no ha sido la fuerza que ha dado forma a mi conciencia feminista. Esto es cierto para muchas mujeres. Hay mujeres blancas que nunca se habían planteado resistir a la dominación masculina hasta que el movimiento feminista creó la conciencia de que podían y debían. Mi conciencia de la lucha feminista se vio estimulada por circunstancias sociales. Crecí en un hogar negro y de clase obrera del sur, dominado por mi padre. Experimenté —como mi madre, mis hermanas y mi hermano — diferentes grados de tiranía patriarcal y eso me enfadó; nos enfadó a todas. La rabia me llevó a cuestionarme la política de dominación masculina y me permitió resistir a la socialización sexista. A menudo las feministas blancas actúan como si las mujeres negras no supiesen que existía la opresión sexista hasta que ellas dieron voz al sentimiento feminista. Creen que han proporcionado a las mujeres negras «el» análisis y «el» programa de liberación. No entienden, ni siquiera pueden imaginar, que las mujeres negras, así como otros grupos de mujeres que viven cada día en situaciones opresivas, a menudo adquieren conciencia de la política patriarcal a partir de su experiencia vivida, a medida que desarrollan estrategias de resistencia —incluso aunque ésta no se dé de forma mantenida u organizada.
Estas mujeres negras veían el discurso de las feministas blancas sobre la tiranía masculina y la opresión de las mujeres como si hubiera una «nueva» revelación y ésta tuviera muy poco impacto en sus vidas. Para ellas no era más que otra indicación de las condiciones de vida privilegiadas de las mujeres blancas de clase media y alta que necesitaban una teoría que les dijera que estaban «oprimidas». El hecho es que la gente que está de verdad oprimida lo sabe incluso si no se compromete con una resistencia organizada o es incapaz de articular de forma escrita la naturaleza de su opresión. Esas mujeres negras no veían nada de liberador en los análisis oficiales de la opresión de las mujeres. Ni el hecho de que las mujeres negras no se hayan organizado de forma colectiva en gran número alrededor de los temas del «feminismo» —muchas de nosotras ni conocemos ni usamos el término— ni el hecho de que no tengamos acceso a la maquinaria del poder que nos permitiría compartir nuestros análisis o nuestras teorías sobre el género con el público estadounidense, niegan su presencia en nuestras vidas ni nos sitúan en una posición de dependencia en relación con las feministas, blancas o no, que alcanzan a una mayor audiencia.
La comprensión que a los trece años tenía del patriarcado, creó en mí expectativas hacia el movimiento feminista que eran muy diferentes de las jóvenes blancas de clase media. Cuando entré en mi primera clase de estudios de las mujeres en la Universidad de Stanford a principios de la década de 1970, las mujeres blancas estaban descubriendo la alegría de estar juntas: para ellas era un momento importante y único. Yo no había vivido nunca una vida en la que las mujeres no estuvieran juntas, en la que las mujeres no se hubieran ayudado, protegido y amado las unas a las otras profundamente. No había conocido a mujeres blancas que ignoraran el impacto de la raza y la clase en su conciencia y situación social —las mujeres blancas del sur a menudo tenían una perspectiva más realista sobre el racismo y el clasismo que las mujeres de otras zonas de Estados Unidos. No sentí ninguna simpatía hacia mis compañeras blancas que sostenían que yo no podía esperar que ellas tuvieran el conocimiento o la comprensión de la vida de las mujeres negras. A pesar de mi pasado —mi vida en comunidades segregadas racialmente—, yo sabía cosas de la vida de las mujeres blancas y desde luego ninguna de ellas vivía en mi barrio ni trabajaba en mi escuela o mi casa.
Cuando participé en grupos feministas, descubrí que las mujeres blancas adoptaban una actitud condescendiente hacia mí y hacia otras participantes no blancas. La condescendencia que dirigían a las mujeres negras era una forma de recordarnos que el movimiento era «suyo», que podíamos participar porque ellas lo permitían, incluso nos alentaban a hacerlo. Después de todo, teníamos que legitimar el proceso. No nos veían como iguales. No nos trataban como a iguales. Y aunque esperaban que les proporcionáramos relatos de primera mano sobre la experiencia negra, sentían que a ellas les tocaba decidir si esas experiencias eran auténticas. A menudo, las mujeres negras de formación universitaria —incluso aquellas que procedían de familias pobres y de clase obrera — eran despreciadas como meras imitadoras. Nuestra presencia en las actividades del movimiento no contaba, ya que las mujeres blancas estaban convencidas de que la «verdadera» negritud consistía en hablar la jerga de los negros pobres, ser poco cultivadas, tener la sabiduría de la calle y toda una serie de estereotipos. Si nos atrevíamos a criticar el movimiento o asumíamos la responsabilidad de dar nueva forma a ideas feministas e introducir ideas nuevas, nuestras voces eran despreciadas y silenciadas. Sólo se nos podía oír si nuestras afirmaciones eran un eco de los sentimientos del discurso dominante.
Se ha escrito poco sobre los intentos por parte de las feministas blancas de silenciar a las mujeres negras. Demasiado a menudo estos intentos han tenido lugar en las salas de conferencias, las aulas o la privacidad de los cálidos cuartos de estar donde la única mujer negra se enfrenta a la hostilidad de un grupo de mujeres blancas. Desde los inicios del movimiento de liberación de las mujeres, ha habido mujeres negras que se unían a los grupos. Muchas de ellas nunca regresaron después de la primera reunión. Anita Cornwall tiene razón al afirmar en «Tres por el precio de uno. Notas de una feminista negra lesbiana» que «desgraciadamente, a menudo el miedo a encontrar actitudes racistas parece ser una de las razones principales por las que muchas mujeres negras se niegan a unirse al movimiento de las mujeres». La reciente tendencia a tratar el tema del racismo ha generado discusiones, pero apenas ha tenido impacto en el comportamiento de las feministas blancas hacia las mujeres negras.
A menudo, las mujeres blancas que se dedican a publicar ensayos y libros sobre cómo «desaprender el racismo» continúan teniendo una actitud paternalista y condescendiente cuando se relacionan con mujeres negras. Esto no es sorprendente, dada la frecuencia con la que su discurso se dirige solamente a una audiencia blanca y se centra tan solo en cambiar actitudes, antes que en situar el racismo en un contexto histórico y político. Nos convierten en el «objeto» de su discurso privilegiado sobre la raza. Como «objetos», continuamos siendo diferentes, inferiores. Incluso aunque estén preocupadas de forma sincera por el racismo, su metodología sugiere que no se han liberado del paternalismo endémico de la ideología de la supremacía blanca. Algunas de esas mujeres se sitúan a sí mismas en el lugar de las «autoridades» que deben mediar entre las mujeres blancas racistas —ellas, naturalmente, se ven a sí mismas libres de racismo— y las mujeres negras furiosas a las que consideran incapaces de mantener un discurso racional. Por supuesto, el sistema del racismo, clasismo y elitismo en la educación debe permanecer intacto si pretenden mantener su posición de autoridad.
En 1981, me matriculé en una clase de postgrado sobre teoría feminista en la que recibimos una bibliografía con obras de mujeres y hombres, uno de ellos negro, pero ningún material de o sobre mujeres negras, indias americanas nativas, hispanas o asiáticas. Cuando critiqué esta falta de atención, las mujeres blancas me dirigieron una mirada de ira y hostilidad tan intensa que me pareció difícil atender a la clase. Cuando sugerí que el objeto de esa rabia colectiva era crear una atmósfera en la que me resultara psicológicamente insoportable intervenir en las discusiones de la clase o incluso atender, me dijeron que no estaban enfadadas. Era yo la que estaba enfadada. Semanas después de que el curso terminara, recibí una carta abierta de una estudiante blanca reconociendo su rabia y expresando arrepentimiento por sus ataques. Escribía:
No te conocía. Eras negra. Al poco tiempo de estar en clase me di cuenta de que iba a ser yo quien contestara a todo lo que dijeras. Y habitualmente para contradecirte. No es que la discusión tratara siempre del racismo, pero pensé que la lógica oculta era que si podía demostrar que estabas equivocada en una cosa, entonces era posible que no tuvieras razón en nada de lo que decías.
Y en otro párrafo:
Un día dije en clase que había gente que estaba menos atrapada que otra por la imagen platónica del mundo. Dije que nosotras, tras quince años de educación, cortesía de la clase dominante, podíamos estar más atrapadas que otras que no habían iniciado su vida tan cerca del corazón del monstruo. Una compañera de clase, tiempo atrás amiga íntima, hermana, colega, no me ha vuelto a hablar desde entonces. Creo que la posibilidad de que no fuéramos las mejores portavoces para todas las mujeres le hizo temer por su propia valía y por su doctorado.
A menudo en situaciones en las que las feministas blancas atacaban agresivamente a una mujer negra, se veían a sí mismas como las que estaban siendo atacadas, las víctimas. Durante una discusión tensa con otra estudiante blanca en un grupo de mujeres racialmente mixto que yo había organizado, ella me dijo que le habían contado que yo había «destrozado» a varias personas en el curso de teoría feminista y que temía ser «destrozada» también. Le recordé que yo había sido una persona sola hablándole a un grupo grande de gente furiosa y agresiva; apenas podía dominar la situación. Fui yo quien salí llorando del aula, y no alguna de las personas a las que supuestamente había «destrozado».
Los estereotipos racistas de la mujer negra fuerte, sobrehumana, son mitos operativos en la mente de muchas mujeres blancas, mitos que les permiten ignorar hasta qué punto las mujeres negras son víctimas en esta sociedad y el papel que las mujeres blancas juegan en el mantenimiento y la perpetuación de esa victimización. En la obra autobiográfica de Lillian Hellman, Pentimento, escribe: «Toda mi vida, desde mi nacimiento, he recibido órdenes de mujeres negras, queriéndolas y temiéndolas, sintiéndome supersticiosa cada vez que las desobedecía». Las mujeres negras que Hellman describe trabajaban en su casa como servicio doméstico y su estatus nunca fue el de una igual. Incluso de niña, ella ocupaba siempre la posición dominante cuando ellas la cuestionaban, aconsejaban o guiaban; podían ejercer esos derechos porque ella u otra figura blanca de autoridad se lo permitía. Hellman sitúa el poder en las manos de esas mujeres negras en lugar de reconocer su propio poder sobre ellas; de este modo ella mixtifica la verdadera naturaleza de su relación. Al proyectar en mujeres negras un poder y una fuerza míticos, las mujeres blancas promocionan una imagen falsa de sí mismas como carentes de poder, víctimas pasivas, y distraen la atención de su agresividad, su poder —por muy limitado que éste sea en un Estado dominado por hombres que defiende la supremacía blanca —, su voluntad de dominar y controlar a las demás. Estos aspectos no reconocidos del estatus social de muchas mujeres blancas les impiden trascender el racismo y limitan el alcance de su comprensión del estatus social global de las mujeres en Estados Unidos.
Las feministas privilegiadas han sido incapaces de hablar a, con y para diversos grupos de mujeres porque no comprendían la interdependencia de las opresiones de sexo, raza y clase o se negaban a tomarse en serio esta interdependencia. El análisis feminista de la situación de las mujeres tiende a centrarse exclusivamente en el género y no proporciona una fundamentación sólida sobre la que construir una teoría feminista. Reflejan la tendencia dominante, propia de las mentes patriarcales occidentales, a mixtificar la realidad de la mujer insistiendo en que el género es el único determinante del destino de las mujeres. Sin duda ha sido más fácil para las mujeres que no han experimentado la opresión de raza o clase centrarse exclusivamente en el género. Aunque las feministas socialistas se centran en la relación de clase y género, tienden a menospreciar la raza o a afirmar que la raza es un factor importante para después ofrecer un análisis en el que la raza no es tenida en cuenta.
Como grupo, las mujeres negras están en una posición inusual en esta sociedad, pues no sólo estamos como colectivo en el fondo de la pirámide ocupacional, sino que nuestro estatus social es más bajo que el de cualquier otro grupo. Al ocupar esa posición, aguantamos lo más duro de la opresión sexista, racista y clasista. Al mismo tiempo, somos un grupo que no ha sido socializado para asumir el papel de explotador/opresor puesto que se nos ha negado un «otro» al que podamos explotar u oprimir —los niños no representan un otro institucionalizado aunque puedan ser oprimidos por sus padres. Las mujeres blancas y los hombres negros están en ambas posiciones. Pueden actuar como opresores o ser oprimidos y oprimidas. Los hombres negros pueden ser víctimas del racismo, pero el sexismo les permite actuar como explotadores y opresores de las mujeres. Las mujeres blancas pueden ser víctimas del sexismo, pero el racismo les permite actuar como explotadoras y opresoras de la gente negra. Ambos grupos han sido sujetos de movimientos de liberación que favorecen sus intereses y apoyan la continuación de la opresión de otros grupos. El sexismo de los hombres negros ha socavado las luchas para erradicar el racismo del mismo modo que el racismo de las mujeres blancas ha socavado las luchas feministas. En la medida en que ambos grupos, o cualquier otro grupo, definen la liberación como la posibilidad de adquirir la igualdad con los hombres blancos de la clase dominante, tienen intereses creados en la continuidad de la explotación y opresión de los otros.
Las mujeres negras sin «otro» institucionalizado al que puedan discriminar, explotar u oprimir tienen una experiencia vivida que reta directamente la estructura social de la clase dominante racista, clasista y sexista, y su ideología concomitante. Esta experiencia vivida puede dar forma a nuestra conciencia de manera que nuestra visión del mundo difiera de la de aquellos que tienen cierto grado de privilegio —por muy relativo que éste pueda ser en el sistema existente. Es esencial para el futuro de las luchas feministas que las mujeres negras reconozcamos el punto especial de ventaja que nuestra marginalidad nos otorga y hagamos uso de esa perspectiva para criticar la hegemonía racista, clasista y sexista así como para imaginar y crear una contra-hegemonía. Estoy sugiriendo que tenemos un papel central que jugar en la formación de la teoría feminista y una contribución que ofrecer que es única y valiosa. La formación de una teoría y una práctica feministas liberadoras es una responsabilidad colectiva que debe ser compartida. Aunque critico aspectos del movimiento feminista tal y como lo conocemos, una crítica que a menudo puede ser dura e implacable, no lo hago en un intento de menguar las luchas feministas, sino de enriquecerlas, de compartir la tarea de construir una ideología y un movimiento liberadores.
[bell hooks, “Mujeres Negras. Dar forma a la teoría feminista”, en Otras inapropiables, Traficantes de Sueños]