Chéri
Sidonie-Gabrielle Colette
Chéri
TRADUCCIÓN DE NÚRIA PETIT
ACANTILADO
“Devoré Chéri de una sentada. Qué tema tan maravilloso y qué inteligencia, dominio y comprensión de los secretos de la carne”.
André Gide
El pasado es un país extranjero. Sin embargo, a veces parece que las versiones actuales que se hacen de obras literarias del pasado tienen tal afán por ignorar las diferencias entre nuestra época y otra cualquiera que impiden cualquier verdadero entendimiento. Sospecho que los encargados de «traducir» el pasado quieren tratarnos como si fuésemos esos turistas, algo groseros y pagados de sí mismos, que sólo aceptan comprender lo que re-conocen, y lo más singular, lo más valioso, se les va irremediablemente entre los dedos como el humo de un cigarrillo perfumado.
Cuando ese pasado se remonta a la difusa frontera entre el fin del siglo XIX y el comienzo del XX, y se concreta en una historia de amor, las posibilidades de que triunfe el tópico se multiplican. Se diría que la Belle Époque es una época tan desconocida y familiar a la vez como una de esas fotos de bisabuelos con canotier, que parecen siempre a punto de entonar una cándida canción y que, gracias al impresionismo, casi podemos tocar el oleaje de encaje de las damas con la punta de los dedos, o al menos de un paraguas, y que, por tanto, todo posible esfuerzo de comprensión está fatalmente destinado a perderse en una serie de bellas y brillantes imágenes.
Para una época como la nuestra, cuyo único «arte» exento de polémica es el culinario, y cuyo único dios es la riqueza, en su más vulgar acepción (lo que no es ya un agravante, sino que exime y resulta simpático, democrático), resulta difícil comprender que hubo una época en la que el arte mayor era el de aprender a vivir (y quien dice vivir, dice gozar de la vida) y que había mujeres, mujeres extrañas y misteriosas, que parecían haber sido creadas precisamente para tal fin y que eran diosas, incluidos tótem, tabú, sacrificios rituales y demás parafernalias, para esa misma sociedad. Esos tiempos en los que, como diría Oscar Wilde, podía perdonarse que una persona no fuese muy profunda, pero resultaba impensable que no supiese apreciar, de manera inteligente, los aspectos más superficiales de las cosas.
De una de esas mujeres, una cortesana, demi-mondaine, amazona, cocotte o leona (hubo tantas en esa época: la bella Otero, Liane de Pougny, Suzanne Derval, Cora Pearl, Virginia Oldoini, Hortense Schneider…), apropiadamente inventada por la escritora Colette con el nombre imaginario de Lea de Lonval, y de su diálogo consigo misma delante de un espejo, narrado a su vez por una confidente, una infiltrada, una espía y una hermana, la propia autora, cuya voz se confunde con la de la protagonista, trata la novela Chéri (1912). Porque Chéri es, ante todo, una novela intimista, una novela en la que, en el fondo, lo que de verdad ocurre acaece en el interior de una habitación rosa, metáfora, exacta y sencilla, del corazón.
Desde estas premisas, resulta fácil deducir que el principio de la película de Stephen Frears Chéri (2010), con esa voz en off masculina que presenta la historia y la comenta, con distanciada ironía, es una primera traición a la intención de la autora. Esta voz sabelotodo se acompaña de una música un poco de sainete, como de broma, y bien sabe cualquiera que ha vivido que la burla es innecesaria: el amor es a la vez sublime y ridículo. Hasta tal punto se ignoran las nimiedades fundamentales que el espléndido collar de Lea de Lonval de cuarenta y nueve perlas, una por cada uno de sus años, en una época en que podía medirse la admirable disposición de las mujeres por la cantidad y calidad de sus collares, y no por el tamaño de sus bolsos, queda simbólicamente reducido en la película a un collar corto propio de niña quinceañera, perdiendo así el carácter de rosario de amantes sobre el que se fundamenta la sabiduría y también la renta vitalicia de una mujer «de una cierta edad».
Así empieza la novela de Colette: Chéri, un hombre joven de veinticuatro años, bellísimo, de pelo rabiosamente negro y cuerpo de mármol blanco, contemplándose semidesnudo de pie frente al espejo, con el collar de perlas de Lea de Lonval y admirándose a sí mismo a la manera de un nuevo Narciso. Con la fuerza de esa imagen, escandalosa, sí, pero sobre todo bellísima dinamitadora de todo prejuicio, parti-pris, tópico o pacata división de sexos, se inicia una novela que fue admirada por algunos de los escritores franceses más importantes y exquisitos de ese momento, desde Georges Bataille a André Gide, Pierre Drieu la Rochelle o Roger Martin du Gard. Por supuesto que la película no podía empezar del mismo modo. Era necesaria una narración más ordenada, que se inicia cuando las cosas empiezan y acaba cuando, hélas, terminan, ya que la estructura de la novela Chéri, imitando los latidos de un corazón, se construye como un vals de miradas retrospectivas, que van del pasado hacia el futuro y del futuro al pasado. La construcción y deconstrucción de la historia de los enamorados y lo que el destino puede depararles por estar juntos o separados es la red en la que se suspende la esperanza del relato, hasta el momento fatídico en el que Lea, en el éxtasis de la felicidad recobrada, en el desayuno de su definitiva reconciliación, dice: «¿Un poco más de tostada, Chéri?». Y aquí el corazón dará un salto, ya que la respuesta desganada desvela, repentinamente, que esta vez se trata de la ruptura definitiva.
Con la inexorable simetría de las tragedias clásicas, lo que separa los destinos de Lea y Chéri es lo mismo que los ha unido: la diferencia de edad, el atractivo mutuo que se traba entre experiencia e inocencia, aunque en el caso de Chéri (hijo a su vez de una cocotte) sería más certero hablar de inconsciencia. Al casarse Chéri con una mujer más joven que él se le ha despertado un apetito nuevo, aquel que él mismo produjo en Lea. Igual que los espartanos, a finales del siglo XIX se había dado con una fórmula de imponer orden en el instinto sexual. Los espartanos consideraban que el aprendizaje amoroso de un joven debía ser, primero, homoerótico y, más tarde, heterosexual por razones de economía social: todo espartano era primero un soldado, obligado a vivir solamente entre hombres, y luego un padre de familia que produciría su buena cuota de nuevos soldados. A finales del siglo XIX, un tema tan engorroso (en realidad considerado profundamente subversivo y peligroso) como el sexo se dejaba en manos de las profesionales. Era considerado «normal» que fuese, según la posición social, una prostituta o una cortesana la que iniciase a un joven en la actividad sexual y que éste, a su vez, llegado el momento financiero y físico de la independencia, iniciase a su joven esposa, que debía mantenerse hasta entonces rigurosamente virgen. En ambas culturas profundamente estructurales, la edad y el género suponían una manera de ordenar jerárquicamente, de racionalizar y racionar el sexo, además de hacerlo social y económicamente productivo. Pero ambas se beneficiaban también de instintos básicos: el homoerotismo de la adolescencia y el atractivo del contraste de edades.
Este tema aparece no sólo en Chéri, sino en muchos otros de los cuentos y novelas cortas de Colette, a veces protagonizados por una chica joven (como en la serie de Claudine o en Gigi) y otras por un chico (en Chéri o Le Képi). Hoy en día, la cuestión de la edad se ha convertido en una cuestión más de carácter (y dinero) que de biología. Así, Michelle Pfeiffer es una eterna adolescente. Ha envejecido, sí, pero de una forma misteriosa (además de por elección quirúrgica y voluntad gimnástica), ha sabido mantenerse ajena al proceso natural de decadencia y eso le otorga un encanto extraño. Como las sirenas y las hadas, es una vieja y una niña a la vez: su belleza no tiene edad. Pfeiffer tiene los ojos azules, pero no tiene nada que ver con Lea de Lonval. Aunque es una buena actriz que supo ser una convincente puritana apasionada en Las amistades peligrosas y una exiliada sentimental en La edad de la inocencia, ambas protagonistas exigían una cierta rigidez, contención y melancolía. Eran criaturas aéreas y también frugales, mujeres incapaces de mirarse a los ojos en la virtud o en la desgracia, de declarar su deseo. Ese ascetismo las equipara a adolescentes castigadas sin postre, por su propia inseguridad y mala suerte. Y un rasgo constituyente, definitorio, enternecedor, de esa adolescencia es la delgadez.
Pero Lea de Lonval es una leona y la novela está llena de descripciones golosas de sus hábitos alimentarios: chocolate con un huevo batido, pollito tomatero, langostinos con salsa cremosa, fresas con nata… Es evidente que el apetito de Lea, toda suerte de apetito, ha de quedar saciado por imperativo propio. La consecuencia natural de todo ello es que Lea es una mujer satisfecha y algo entrada en carnes. Su físico, que cuando está enfadada ella misma califica de «verdulera normanda», es el de una mujer bella, rubia, bien hecha, algo gruesa, pero considerada por la sociedad de entonces una «hembra real», una mezcla curiosa que combina la majestad de un velero de velas desplegadas y la admiración interesada que suscita un sabroso plato de variadas viandas. Es verdad que la edad va pasándole factura y que, junto a su aristocrática nariz, empieza a aparecer una aristocrática papada. Sin embargo, la belleza de las mujeres se medía entonces por parámetros distintos de los de ahora: los pies pequeños, los brazos bien torneados, el gesto altivo y gracioso, los pechos grandes y generosos… Michelle Pfeiffer no puede ser Lea de Lonval por una cuestión topográfica en la que están incluidas todas las demás. Chéri dormía en el valle formado por el brazo y el pecho de Lea: ése era su refugio nutricio y protector. Ese valle no existe en el cuerpo adolescente de Pfeiffer.
Se dice que Colette creó a Lea para ayudarse a sí misma a envejecer. Precisamente ella se encontraba en la terrible encrucijada entre los cuarenta y cincuenta años, más gorda de lo que deseaba, casada en segundas nupcias con el afamado político Henry de Jouvenel, y pensaba si no debería abandonar los caprichos amorosos y concentrarse en actividades más acordes con lo que la sociedad y su marido esperaban de ella. Sin embargo, fue escribir Chéri y liarse con su hijastro Bertrand, hijo del primer matrimonio de su marido. Es verdad que eso coincidió con las prolongadas infidelidades de éste con la princesa Bibesco, pero es sobre todo cierto que, como dijo Oscar Wilde en algún momento (¿por qué será que Wilde ha dicho ya para siempre todo lo que merece decirse?), lo peligroso de escribir es que es un mágico ejercicio de encantamiento del destino, y lo que se escribe puede fatalmente hacerse realidad.
¿Y Chéri? Chéri está maravillosamente no interpretado por Rupert Friend. Es ese ídolo misterioso al que alude Lea cuando dice que Chéri no se confiesa, no habla, no se muestra, y es que Chéri es en esta historia desigual el objeto del amor de Lea, más que el sujeto de su propio amor por ella. Chéri es la belleza, la apostura, el deseo. Y la actuación de Friend logra esa presencia magnética pero silenciosa. Resulta útil recordar el papel secundario del hombre en esta novela cuando se oyen a menudo comentarios sobre la ausencia de voz femenina en la literatura del pasado. ¿La ausencia de voz femenina en la literatura hecha por mujeres? Creo que no. En esta novela, Chéri no es ni más ni menos que un jarrón. Sí, Chéri es el jarrón en el que Lea descarga todo lo que sabe, todo lo que ha vivido, todos sus sabios consejos, todos sus locos deseos, lo más inolvidable, lo más exquisito, lo mejor. ¿Por qué necesita Lea entregárselo todo? El amor es un país extranjero, pero, ya que el destino de las flores tardías es deshojarse, al menos hay que asegurarse de que lo hagan desde el más bello de los jarrones.
Amparo Serrano de Haro (Revista de libros)
Léa de Lonval, una atractiva cortesana, ha dedicado los últimos seis años de su vida a la educación amorosa de Fred Peloux, un joven apuesto, ensimismado y consentido a quien ha apodado Chéri. Cuando éste le confiesa que planea casarse por conveniencia, deciden poner fin a la relación. Sin embargo, Léa no había previsto cuán profundo es el deseo que la une a su amante, ni cuánto se sacrificará al renunciar a él. En esta novela, una de las más admiradas de la autora, Colette explora las crueles trampas de los juegos de seducción, dinamita los estereotipos sobre lo femenino y lo masculino, y retrata con gran sagacidad e ironía la alta sociedad francesa de principios del siglo XX.
—¡Léa! ¡Dame el collar de perlas! ¿Me oyes, Léa? ¡Dame el collar!
No llegó respuesta alguna desde la enorme cama de hierro forjado y cobre cincelado que brillaba en la penumbra como una armadura.
—¿Por qué no me quieres dar el collar? Me queda tan bien como a ti. ¡Y hasta mejor!
Al oírse el chasquido del cierre, las blondas de la cama se agitaron y bajo la sábana asomaron dos magníficos brazos
desnudos, de muñecas finas, cuyas delicadas manos se alzaron, perezosas, en el aire.
—Déjalo, Chéri, ya has jugado bastante con el collar.
—Me divierte… ¿Tienes miedo de que te lo robe?
Su silueta se recortaba en las cortinas rosadas de la ventana, por las que se filtraba la luz del sol, lo que le hacía parecer un elegante diablillo danzando entre las llamas del infierno. Sin embargo, cuando volvió pavoneándose a la
cama vestido con el pijama de seda y las babuchas de ante, todo él volvió a ser blanco.
—No tengo miedo—respondió desde la cama una voz dulce y suave—, pero puedes romper el hilo del collar. Las perlas pesan.
—Y que lo digas—dijo Chéri, con consideración—. Quien te las haya regalado no te tomó el pelo.