Iba yo a comprar el periódico
Por Alberto Domínguez.
Lo mejor de empezar a leer a Umbral a principios de los noventa fueron dos cosas: que Umbral estaba vivo y que yo tenía quince años. Como se lee a los quince, a los veinte, a los veinticinco años, ya no se vuelve a leer nunca; a partir de los veinticinco (año arriba, año abajo) uno ya está demasiado hecho, barro demasiado cocido como para querer, a esas alturas, sacar la vasija del horno y curvar un poco más la boca, no es que a partir de cierta edad no se lea, solo que no se cree en lo que se lee como se creía a los quince: ni en lo que se lee ni en nada.
Creo recordar que llegué a Umbral por el camino de Cela. Arribé a Umbral en una adolescencia, como todas, incierta, dubitativa, acomplejada y voraz. Llegué y me creí a Umbral, llegué y me quedé en Umbral, en sus libros y en sus columnas. Leí/compré todo lo que había escrito, y tuve la suerte de que aquel hombre alto, friolento y miope seguía escribiendo, salía en la tele (recuerdo sus comentarios vespertinos en los informativos de Telecinco), publicaba un libro al año, un artículo al día, tuve la suerte de que aquel escritor que me estaba enseñando a leer vivía creo que en Majadahonda, en una casa/dacha con piscina llena de libros malos.
Yo compraba el periódico (El Mundo) todas las mañanas por aquel rectángulo de prosa de Umbral. Cada día caminaba hacia el quiosco con la misma excitación del que se dispone a besar por primera vez, cada mañana era mi primera vez. Si me veía capaz, dejaba la columna para el final, como quien se come primero las patatas fritas y la menestra de verduras para luego, sin estorbos, recrearse en el bistec, pero lo normal era que no pudiera esperar y atacara primero el artículo de Umbral. Eran las 80, las 100, las 120 pesetas mejor empleadas del día. Leía la columna, la recortaba y la guardaba en un archivador: conservo centenares de columnas de Umbral. Desde que murió, jamás he vuelto a comprar un periódico con aquella alegre expectación con la que compraba el diario en aquel tiempo; Raúl del Pozo, Alvite, Gistau, ahora Jabois, todos están/estaban bien, pero no son Umbral. Umbral era otra cosa.
Sus columnas me servían para matar el hambre entre libro y libro. Cada vez que se anunciaba la publicación de una nueva obra de Umbral, mi gusto literario se ponía sus mejores galas: se avecinaba fiesta. Nunca (me) defraudaba: novela, ensayo, diario, retratos de sociedad, lo mismo daba, Umbral era un género literario en sí mismo, en todo lo que escribía, siempre estaba él, siempre esa prosa rebosante de violencia y metáforas, adictiva, nutritiva y dispar. ¿Cuánto daría por poder volver a leer como leí entonces Las palabras de la tribu, La noche que llegué al Café Gijón, Crónica de esa guapa gente, Trilogía de Madrid, Las ninfas, Nada en el domingo, Leyenda del César Visionario, por supuesto, Mortal y rosa? Cada nuevo libro suyo (nuevo para mí, recién publicado o rescatado de alguna librería de viejo) suponía un acontecimiento, y me recuerdo en mi cama de entonces – yo era mucho de leer en la cama – leyendo a Umbral, deslumbrado como si de aquellas frases emanasen fogonazos de luz, a un tris de quedarme ciego de soberbia, de indómita literatura.
Ahora se cumplen diez años de la muerte de Francisco Umbral. Muchas cosas han cambiado en estos diez años, y mucho he cambiado yo. Leo menos, y, lo que es peor, con menor devoción y menor provecho. Ha entrado en mí un ventarrón de vida, un aquilón de realidad que me distrae, que no me deja leer como leía en el cuarto de la casa de mis padres; aquel chico sin conexión a Internet, sin Ipad, sin teléfono, ya no es tan chico, ya no se concentra, ya no se entusiasma como antes. Mas, pese a todo, de tarde en tarde abro un libro de Umbral y leo algunas páginas, en señal de gratitud, como una ofrenda que le hago al añorado maestro, y por un instante recupero el aroma de aquel tiempo, y hasta me parece que, si bajo al quiosco, encontraré su columna en la contraportada de algún diario.