1988, el año que viví la Semana Negra
Hay años que se graban a fuego en uno. 1988. A partir de ese año supe que escribiría. En 1988 empecé una carrera de fondo tras escuchar un sonoro pistoletazo de salida y sigo corriendo. Solo una conjunción de astros puede explicar que en 1985 ganara dos de los más importantes premios de la literatura española, el Tigre Juan y, a continuación, el Azorín. Si hasta entonces había escrito para mí mismo (llevaba toda la vida haciéndolo), me di cuenta a partir de aquel momento que había alguien, un jurado por lo menos, interesado por lo que escribía, que lo valoraba tan positivamente hasta el punto de premiarme. La publicación de El cadáver bajo el jardín vino rodada. El Centro Asturiano de Oviedo, si la memoria no me falla (que me falla), llegó a un acuerdo con la Editorial Júcar que pilotaba en aquellos momentos un noble gijonés de voz engolada llamado Silverio Cañada. Con Barcelona negra la cosa fue mucho más compleja por culpa de malas prácticas editoriales por parte de Espasa Calpe, comprometida a publicar la novela y que se descolgó luego sin dar explicaciones, así es que esa novela negra sobre una Barcelona distópica fue a parar también a las manos de Silverio Cañada y a la ambiciosa colección de género negro, la más de las muchas que nacieron, capitaneada por el asturmexicano Paco Ignacio Taibo II, un activista cultural del que he aprendido un montón de cosas, entre otras cómo organizar festivales, y al Black Mountain Bossòst me remito.
Figurar en la colección Etiqueta Negra fue un premio a añadir a los que las dos novelas habían recibido dos años antes. Ser invitado a esa primera Semana Negra que organizó Paco Ignacio Taibo II, y en la que se tiró la casa por la ventana, una experiencia extraordinaria. Sin saberlo, yo, que fui señalado por El País como una esperanza blanca del género, me iba a convertir, pasados treinta años, en un histórico de la novela negra española, por persistencia más que por méritos, porque en este oficio hay que resistir y podría hacer una lista de colegas que quedaron en la cuneta. Nacía, literariamente hablando, arropado por dos grandes del género, el editor Silverio Cañada y el escritor Paco Ignacio Taibo II, al que enseguida se sumó un entusiasta Francisco González Ledesma que defendió a capa y espada Barcelona negra.
El José Luis Muñoz de entonces, a punto de cumplir los 36 años, era un escritor bisoño que poco tiene que ver con el de ahora, con el de vuelta de todo de 65; un tipo tímido que rehuía las entrevistas (escribía para no tener que hablar, craso error), y allí estaba, aturdido entre tanta gente, en el andén de la estación de Chamartín de Madrid, a punto de embarcarme en el lujoso tren Al Andalus contratado para el evento en la canícula de junio de 1988. Mi insoportable timidez, de la que me libré hace poco más de un decenio, contrastaba con el carácter extrovertido de Paco Ignacio Taibo II, director de esa Semana Negra y de muchas que vendrían a continuación (el término soviético de comisario, que es el que impera ahora, se lo sacó de la manga Paco Camarasa), y a ese tren de lujo y cocina exquisita (eran otros tiempos y se mimaba la cultura) subieron tipos como Manuel Vázquez Montalbán, que luego fue Manolo; Andreu Martín, que generosamente había sido mi mentor en Barcelona al presentar mis dos primeras novelas; Juan Madrid, que, con los años y los festivales que fuimos compartiendo, se convirtió en entrañable amigo; un más bisoño que yo Mariano Sánchez Soler, que iba con su compañera Paula en calidad de periodista; Fernando Martínez Laínez, el barcelonés afincado en Madrid; el manresano Manuel Quinto, que alternaba el género negro con la crítica de cine y ahí sigue, como crítico de cine; el valenciano Ferrán Torrent; el entrañable padre del inspector Méndez, Francisco González Ledesma; Julián Ibáñez, otro que no sabía que iba a convertirse en histórico y clásico; el norteamericano afincado en Cataluña David Hall, con el que compartía editorial; y una lista interminable de escritores de renombre como Yulián Semiónov, agente del KGB; el argentino Juan Sasturain; el clásico entre los clásicos Donald Westlake, al que la Semana Negra homenajeó bautizando su órgano de difusión como A Quemarropa; los yanquis Joe Gores, Jerome Charyn y Roger L. Simon; el británico Julian Rathbone; la japonesa Masako Togawa, recientemente fallecida, que era una excelente cantante de boleros; el uruguayo radicado en Cuba Daniel Chavarrías, que llegó a la isla tras secuestrar una avioneta en Bogotá, y muchos otros de una lista interminable de escritores venidos de todas partes a Gijón, sesenta en total.
El viaje fue largo. Las ruedas de prensa se sucedían en los elegantes vagones de Al Andalus reservados exclusivamente para los autores invitados a la semana Negra y los periodistas. Paco Ignacio Taibo II estaba en todas partes y ejercía de hombre orquesta en esa especie de caos organizado que siempre fue la Semana Negra de Gijón. El escritor primerizo que era yo estaba aturdido en ese babel de lenguas que resonaban en los vagones de ese lujoso tren en donde el alcohol fluía con generosidad y animaba los debates; la empanadilla asturiana llenaba los estómagos y el humo de los cigarrillos, que no estaba proscrito, formaba una nube mientras el paisaje reverdecía por la ventanilla a medida que traqueteábamos hacia el norte.
Una banda de gaiteros nos recibió en el andén de la vieja estación de Jovellanos con las autoridades de la ciudad y el principado. Vicente Álvarez Areces era el alcalde de entonces, Pedro de Silva, el presidente, y Gijón nos acogió como si fuéramos peligrosos pistoleros. En el cartel clásico del wanted, pegado por toda la ciudad, estaba al lado de un Julián Ibáñez en foto de primera comunión; Didier Daeninckx, maestro del polar francés; el argentino Alfredo Speratti; el querido colega Manuel Quinto, a quien he reencontrado en el Black Mountain Bossòst; Jean Patrick Manchette, otro ausente de la vida; y el gran maestro Donald Westlake. Yo con pitillo entre los labios y aspecto de sobrado.
Los debates eran el Musel, en los viejos astilleros, al borde del agua, y en un cuadrilátero de boxeo. Crucé golpes con Manuel Quinto, Juan Madrid, Andreu Martín y Manolo Vázquez Montalbán. Me debieron dejar KO seguramente. Se debatió sobre La crítica y la novela policiaca, El género policiaco en la Europa del Este y la perestroika, La literatura policiaca de habla hispana, La literatura policíaca europea, entre la tradición anglo y el polar francés, Drogas y literatura policiaca y La literatura policíaca norteamericana. Ahí es nada. Dentro del festival había pan (los chiringuitos de comidas y los peroles en donde se cocían enormes pulpos que formaron parte del paisaje de la Semana Negra desde el minuto uno) y circo (allí estaba hasta Ángel Cristo), siguiendo las directrices del fundador del evento y alma mater: poder hablar de literatura policial con un churro en la mano.
Las comidas eran contundentes. Nos hinchábamos de fabada, claro, y arroz con leche, pero nunca a la altura del que hace Meli Suárez, mi amiga gijonesa de toda la vida; la siesta en el famoso hotel Don Manuel, el establecimiento hotelero de la organización, se veía truncada por la algarabía de las gaviotas y los ronquidos de mi compañero de cuarto, el yanqui David Hall. No me recuerdo firmando libros. Seguro que sí. Ni bañándome en el Cantábrico. Creo que me bañé en una ocasión, pero en una edición muy posterior.
Andaba un poco perdido en la ciudad y creó que cené un día con Silverio Cañada y Paco Ignacio Taibo II en un restaurante de Cimadevilla. Silverio Cañada me preguntó si le había hecho algo a una crítica de El País que me odiaba muerte. Debió ser por esa imagen de sobrado que circulaba por las calles de Gijón y era la foto de autor de mis dos libros. Me asombraba, mientras cenábamos, ver a un tipo de izquierdas como Paco Ignacio Taibo II bebiendo la bebida yanqui por excelencia: era un adicto, un gran bebedor de Coca-Cola, como Yulián Semiónov de vodka, hasta cuando Pepsi esponsorizaba el evento, que la bebía en un envase trucado.
Pasábamos las noches en vela, en la terraza del Don Manuel, y allí las bebidas espirituosas se agotaban y disparaban la lengua. Hablábamos (yo escuchaba) sobre lo divino y lo humano, sobre el sexo de los ángeles, y de los bípedos, y sobre John Ford con ese cruce de Groucho Marx y Woody Allen que era y es mi buen amigo Mariano Sánchez Soler. En la noche reinaba Juan Madrid con sus relatos de arrabal y prostíbulos mexicanos en donde los coitos de pago se amenizaban con balaceras. Su voz ya era rasposa, aunque no llegaba a la del cantante madrileño y buen amigo suyo Joaquín Sabina, y contaba anécdotas a pares que luego metía en sus novelas de Tony Romano que estaban en Etiqueta Negra. Con Vázquez Montalbán, que siempre fue muy reservado, no coincidí sino mucho más tarde. Sí con Andreu Martín y Manuel Quinto.
Seguramente he olvidado muchas cosas de esa Semana Negra ya tan lejana y uno tiende a mitificar el pasado, pero hay una pequeña anécdota que persiste en mi cabeza. Una noche, la última porque al día siguiente me iba a Estados Unidos, me fui de copas con una chica morena, joven y atractiva de la que recuerdo su pelo rizado y unos ojos bonitos, más tímida que yo, aunque pareciera imposible. Era de la organización, o quizá fuera de la editorial. Paseamos cogidos de la mano y mirábamos el Cantábrico, su marea alta y su oleaje bronco en la playa de San Lorenzo, sabiendo que esa relación era una simple instantánea de veinticuatro horas, un aquí y ahora que no tendría continuidad. No la tuvo a pesar de que prometimos volver a vernos en la siguiente edición. No volví a verla. Pero les confieso que la busco en todas las Semanas Negras sin éxito y no pierdo la esperanza de reencontrarla aunque ella deba de tener ya el rizado cabello blanco, hijos tan mayores como los míos y quizá nietos. Esa insensata costumbre por recuperar el pasado.
*El día 15 de julio a las 19:15, en el Espacio A Quemarropa de la Semana Negra de Gijón, Alejandro M. Gallo y Ángel de la Calle presentan mi última novela El rastro del lobo (Ediciones Traspiés, 2017)