Pieles (2017), de Eduardo Casanova
Por Jordi Campeny.
Ansiedad, primer cortometraje como director de Eduardo Casanova, ya dejó claras, en 2010, las señas de identidad –éticas y estéticas– de su creador; su carácter provocador, salvaje y desestabilizador. Los personajes que normalmente habitan los márgenes de todo se situaron, desde un principio, en el centro mismo de sus relatos. De Fumando espero (2013) a la incomodísima La hora del baño (2014), pasando por Jamás me echarás de ti (2016) o, sobre todo, por su pieza más célebre y controvertida Eat My Shit (2015), los personajes que pueblan su mundo son seres marginados, deformes, desgarrados o incestuosos que viven sus infiernos o cuentos de terror en medio de universos estilizadísimos, pesadillescos, kitsch y de color rosa.
Casanova recupera el personaje de Eat My Shit y cruza su dolor lacerante con el de otros personajes en su espectacular debut en el largometraje: Pieles. Una prostituta sin ojos, una joven con el ano en la boca, una mujer con la cara deformada, un pedófilo, un hombre con el rostro quemado o un joven que quiere ser sirena son algunos de los seres marginados y profundamente humanos que habitan Pieles. Su arranque, una entrevista entre una madame anciana y desnuda y un cliente pederasta, hablando del dolor en carne viva, punteado por el Alguien cantó que interpreta una niña prostituta, revela de forma clara cuáles son las intenciones de su creador y lo que vamos a ver: una película nada proclive a satisfacer los paladares de los guardianes de la ortodoxia y la moral.
Uno de los méritos de la película es comprobar cómo, partiendo de unos elementos a priori sórdidos, monstruosos y malsanos, su director –artista libre, intuitivo y vehemente– logra convertir a sus personajes –a quienes ama y defiende con fervor– en seres dotados de una extrema y anodina sensibilidad, y se nos acaban revelando extrañamente cercanos. ¿Estamos tan lejos de estos seres deformados y enfermos? ¿Qué es ser normal? Al fin y al cabo, los monstruos sólo existen en la medida en que otros ojos pueden verlos y juzgarlos como tal.
El éxito de Pieles –que se mueve con comodidad entre la comedia negra y el melodrama más arrebatado– no sólo reside en, digamos, su ética, sino en cómo la envuelve. Su estética es exquisita, portentosa –diseño de producción y dirección artística; peluquería, atrezzo, vestuario…–, convirtiendo la película –tiremos de cliché– en un auténtico caramelo envenenado o, como la ha definido su productor, Álex de la Iglesia, en un pastel rosa con cuchillo dentro.
Mención aparte merece su espléndido elenco de actores, mostrando una valentía, arrojo y amor por el riesgo poco habituales, moviéndose con convicción y entrega por terrenos muy alejados de las zonas de confort. ¿Puede haber un gesto más elocuente y temerario que la presencia de Jon Kortajarena con el rostro quemado y deformado? ¿O Macarena Gómez protagonizando una memorable historia de amor sin recurrir a la expresividad de su mirada? La película muestra sin tapujos algunos desnudos femeninos, frontales masculinos o elementos escatológicos que la corrección política relega siempre, como mucho, a territorios de exclusión en el ciberespacio. En Pieles, la hipocresía de nuestro mundo estalla como una bomba y la hace añicos.
Aunque se evidencien influencias en el universo de la película –de Tod Browning a Pedro Almodóvar, de John Waters a Todd Solondz; con incluso algunos trazos de pesadilla lynchiana y elementos de la iconografía gay de los artistas franceses Pierre et Gilles–, Pieles es un film que sólo podría haber hecho Eduardo Casanova; es innegociablemente suyo. Como suele ocurrir cuando aparecen propuestas distintas, radicales e incómodas –casi suicida en este caso–, la crítica moralista cae en la provocación y saca la artillería pesada y los tanques a la calle. Con Pieles no está siendo una excepción, hecho que corrobora que la película ha presionado las teclas pertinentes.
Pieles, uno de los debuts más bellos, provocadores y estimulantes que ha dado el cine español reciente, puro grito y vómito, va camino de convertirse en auténtica pieza de culto.