Quevedo y la contradicción barroca
Por Cesar Alen.
Quevedo fue uno de los máximos exponentes del Barroco. Dentro de su poesía son más reconocibles, sin duda, sus sátiras y burlas. Famosa es la disputa que mantuvo con Góngora, otro gran poeta aurisecular. Sus puyas empezaron en Valladolid, cuando Felipe III había trasladado la corte desde Madrid. No encontró mejor forma de hacerse notar que atacando a un poeta ya consagrado. El joven Francisco intentaba llamar la atención, provocar y colocarse en el disparadero literario.
Nació en 1580, en un pequeño pueblo de Santander. Procedía de una familia acomodada. Su abuelo había sido aposentador de la esposa de Carlos V, y su padre ejerció como secretario de Ana de Austria, cuarta esposa de Felipe II. Su madre sirvió como dama de honor a Isabel Clara Eugenia.
Se crio en un ambiente cortesano. Estudió en el colegio imperial de la Compañía de Jesús. En la universidad de Alcalá de Henares cursó humanidades, lenguas modernas y filosofía. Hablaba latín, griego, hebreo, francés e italiano. Con este bagaje se traslada a Madrid. Es extraño que con esta genealogía y su exquisita formación, tuviera ese genio diabólico, furioso, desapacible, mordaz. Quizá tuviera algo que ver su desafortunada y característica figura, pues era bajito, con una estentórea cojera que le hacía caminar de una manera peculiar y llamativa, con sus reconocibles lentes siempre colgando de la nariz , su frente despoblada y su pelo alborotado. Tal vez esa fisionomía contribuyera a desarrollar las contradicciones de su personalidad, su fogosa disposición a sacar la espada al más mínimo atisbo de provocación, o su disposición a los libelos, que por suerte para él, la mayoría no fueron publicados, sino que corrían en cuartillas y pliegos de mano en mano, o en todo caso como parte de alguna antología de poca tirada. Él no publicó nada en vida.
Su obra se compiló en una edición de Blecua en 1963.
Quevedo representaba a la perfección el espíritu barroco, abarcaba los sentimientos antagónicos y desmesurados típicos del Siglo de Oro. Un espíritu contradictorio, polémico, capaz de lo más prosaico y lo más sublime, pero con una increíble capacidad creativa, un portento de las letras. Borges dijo de él: “más que un hombre, una dilatada literatura”. Cualidades que plasmó en el conceptismo, en el que se impelía al lector a descifrar los textos, para saber leer más allá de la mera apariencia, del simple renglón. Aun que pueda parecer lo contrario, su obra es profundamente elitista, su lenguaje estaba cargado de anfibologías, de contrasentidos, de alusiones históricas y citas de autoridad, que escapaban al común de los lectores. Para comprenderlo en su totalidad había que contextualizar y “conceptualizar” los textos de forma adecuada. Lo que Gracián llamó: “Agudeza y Arte de ingenio”. Leer a Quevedo exigía un esfuerzo intelectual considerable, una ejercicio de concentración y conocimiento por encima de la media. Lo mismo nos sucede a los lectores actuales, pues debemos descifrar los códigos eminentemente barrocos, es decir, circunstancias concretas y definitorias del siglo XVII. Por ejemplo la palabra “novedad” en ese siglo tenía connotaciones subversivas. Las menciones de cerdo o tocino aludían al judío, así como una nariz grande se consideraba un rasgo judaizante: “yo te untaré mis versos con tocino/porque no me los muerdas, Gongorilla”. No obstante, esa dificultad es crucial para estimular la actitud del lector.
A pesar de sus orígenes, fue amante de la vida callejera, del buen beber, de las mujeres, de la auscultación minuciosa de la sociedad que le tocó vivir. Tenía obsesión por algunas figuras marginales como los cornudos, las prostitutas, alcahuetas y sobre todo los judíos. Arrastraba, tal vez, por su origen, una nostalgia de los tiempos de grandeza de España, los tiempos de Carlos V y Felipe II. Rememoraba el poder omnímodo del imperio. Por eso no aceptaba la decadencia que se estaba produciendo delante de sus ojos. Tenía una aguda visión política, una extremada mirada crítica que trasladaba a sus escritos, con afán de denuncia. Su radicalismo y osadía lo llevaron en varias ocasiones a la cárcel y fundamentalmente al destierro en su propia torre de Juan Abad, por la que también tuvo que pleitear hasta el agotamiento. Obtuvo un importante reconocimiento cuando le concedieron la cruz de Santiago, de gran prestigio entonces, en pago por los servicios al duque de Osuna.
Fue un hombre extremadamente culto, con un espíritu ecuménico. Aficionado a la pintura, a la medicina y coleccionista de antigüedades. Ejerció, también, de editor. Publicó a su admirado Fray luis de León y a Montaigne al que llamaba “el hombre de la montaña”.
Tras una azarosa vida llena de litigios, de desengaños enormes, de dolor e insatisfacción, como bien reflejó en sus poemas, supo trasmitir de forma portentosa el compendio emocional del espíritu barroco. Atrás quedaba el Renacimiento, el olvidado esplendor del hombre como centro del universo. El neoplatonismo de Marcilio Ficino solo era ahora un recuerdo vago y difuminado en el nuevo escenario fatalista, donde la ciencia con Galileo a la cabeza, había puesto al hombre en su lugar, un lugar secundario, marginal. Ahora tomaban forma los miedos ancestrales, las fuerzas atávicas, la fugacidad de la vida (tempus fugit), la omnipresencia de la muerte. El propio escritor decía: “nosotros mismos somos la muerte”. La contrarreforma había frenado en España cualquier intento de prosperar, cualquier posible redención. Los fantasmas de la xenofobia y la cerrazón se vieron cristalizados en la abominable persecución de los judíos, en la temible “limpieza de sangre”. Por eso el Barroco es un fenómeno eminentemente español. El país se había encerrado en sí mismo, con el devoto Felipe II a la cabeza, rodeado de reliquias de santos en el monasterio de El Escorial, y los fracasados reinados de Felipe III y IV, que dejaron sus gobiernos en manos de sus validos. El arte era la válvula de escape perfecta, por eso en esta aciaga época surgió una nueva inspiración poética, el diseño de un lenguaje nuevo capaz de expresar esta amalgama de experiencias turbulentas, contradictorias, pendulares. Toda época de crisis trae consigo la necesidad imperiosa de expresarse, de buscar vericuetos y tretas para articular un discurso que sitúe al hombre en su tiempo. El teatro, a su vez, experimentó un auge sin parangón. Esa necesidad de expresarse teatralizaba las vidas cotidianas, todo el mundo intentaba representar algún papel. Lope de Vega supo leer muy bien esta necesidad y desarrolló su “Arte nuevo de hacer comedias”. En este nuevo teatro, tenían cabida todas las clases sociales, y por primera vez el vulgo se podía ver reflejado sobre las tablas. Pero para entender España, es imprescindible conocer ese siglo, aquella época, y sobre todo la obra de Quevedo, que fue uno de los primeros en identificarse con el dolor de la patria, sentía a España, le dolía, como diría más adelante Unamuno, Larra o Machado.
Su legado literario es crucial y muy variado. Pero yo prefiero textos como El Buscón, en donde dejó su terrible impronta satírica. Superó el género picaril para llegar al existencialismo, llevando al extremo la recreación del “retablo de las figuras”, acercándose al esperpento. Lázaro Carreter dijo a ese respecto: “se trata de una humanidad animalizada”. En esta novela se puede ver la radiografía de una sociedad rota, desfigurada, escatológica, abotargada por la religión, cercada por el hambre y la miseria, en donde la iglesia y los menesterosos nobles se alían para perpetuarse en el poder, para bloquear cualquier intento de modernidad. El autor nos presenta al protagonista, Pablos con la insidiosa necesidad de prosperar en los bajos fondos, y no víctima del destino y las circunstancias como es el caso del Lazarillo de Tormes, más cerca del realismo renacentista que del Barroco. Ayala lo define perfectamente con estas palabras: “es la contemplación como espectáculo del mundo por dentro, la desvalorización incondicional y definitiva de la existencia”. Al mismo tiempo era capaz de escribir los más sublimes poemas de amor, pero en su mayor parte basados en la Imitatio, principio ciceroniano de la imitación de prestigiosos textos antiguos. Su obra poética estaba ligada a la tradición petrarquista como la mayoría de los poetas del momento. Su verdadera innovación, la aplicación de su genio estaba en el lenguaje, en la utilización conceptista del lenguaje, basado en la contención, en una suerte de laconismo conceptual que pone el énfasis en el contenido más que en el lucimiento estético, busca decir mucho con pocas palabras, de ahí, los dobles sentidos, los juegos de palabras, las paradojas. No dejó ningún estilo sin tocar: diálogos, sátiras, sermones, poemas de amor, burlescos, temas morales, la filosofía estoica, del que fue su máximo representante.
Acabó abrazando el estoicismo en busca de consuelo, en filósofos y escritores como Séneca o Epicteto, de cuya obra fue traductor. Sí la vida no daba tregua, sí los avatares le desfavorecían, le dolían los amores, la injusticia y su propia intransigencia le acercaba al fanatismo, que mejor que buscar alivio en el pensamiento estoico, en la aceptación senequista de la existencia. En la religión también halló consuelo, su obra Los Salmos del Heráclito cristiano, un tanto moralista, utilizó la vida de Jesús como ejemplo de conducta. En estos poemas se observa la culpabilidad que lo atormentaba y su busca de perdón y afán de arrepentimiento.
Su visión excesivamente españolista y católica, su obsesión con la limpieza de sangre, su odio y persecución a los judíos, lo convirtieron en un reaccionario, un rasgo más de su contradictoria personalidad. Al mismo tiempo que se atrevía a fiscalizar al poder, de enfrentarse al propio Conde duque de Olivares por su insistencia en medievalizarnos de nuevo, acto que una vez más lo llevaría al confinamiento en la torre de Juan Abad. Estos rasgos extremos lo transformaron en un personaje controvertido para la crítica posterior. Juan Goytisolo lo definía como “una mezcla fantástica de anarquista, guerrillero neonazi de Cristo Rey o agente de la CIA”.
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Muy bueno ,nos hace conocer un poco mas la vida ineresante y barroca de Quevedo
Cómo dices que “Él no publicó nada en vida” cuando bote pronte te puedo decir que publiccó “Sueños y discursos” en 1617 y “El Buscón” en 1626. Murió Quevedo en 1645. A lo mejor hablas de otro Quevedo, ¿o es el Quebebo? que dijera Góngora.
Tienes razón, disculpa, tal como está escrito da lugar a equívocos. Intentaba referirme a la publicación de su obra poética que según Ana Suárez Miramón:”Aunque desde muy joven fue famoso y sus poesías circulaban en antologías, en pliegos sueltos y en forma manuscrita, él nunca llegó a publicar sus versos. Vieron la luz, completos en 1670 y con graves problemas textuales” (TEXTOS DEL SIGLO DE ORO, 2012, Pag. 284. Editorial Universitaria Ramón Areces).