Le fils de Joseph (2016), de Eugène Green
Por Miguel Martín Maestro.
Abre la puerta de tu habitación y enfréntate a un Caravaggio que ocupa la totalidad de una pared. Te tumbas en la cama y tu mirada oscila de Abraham a Isaac, escudriñas quién no tenía otra elección, quién quería realmente que sucediera el sacrificio, y cuanto más miras, más ira y rabia sientes. Tus ojos enfurecidos se fijan en los del aterrado Isaac, víctima de un dios al que no comprendes, y que utiliza a un padre como brazo ejecutor. El filo del cuchillo devuelve un reflejo que ciega tus ojos y te pide reparación, un acto de justicia, una venganza en definitiva. Vincent mueve sus pasos del liceo a casa y de casa al liceo, apenas cruza una palabra con alguien y rechaza la propuesta de un amigo para que le ayude entregando su esperma, a cambio de dinero, en una web que está teniendo un éxito inesperado. El rechazo no es moral, ni por un sentimiento religioso que le impida cooperar y obtener dinero. Vincent no cree en la paternidad del mismo modo que rechaza la filiación, pero, al mismo tiempo vive obsesionado por la figura de ese padre que no conoce. Día tras día insiste ante su madre y ésta, firme, pero dolida, responde una y otra vez, “tú no tienes padre”. Como si se tratara de un reencarnado Jesús de Nazaret nacido no se sabe muy bien cómo, pero Vincent no cree en ese tipo de milagros y consigue, por su insistencia, descubrir el secreto y la identidad de quien le rechazó como hijo.
Cinco escenas forman la película, cinco capítulos de clara resonancia religiosa, «El sacrificio de Abraham», «El becerro de oro», «El sacrificio de Isaac», «El carpintero» y «La huida a Egipto», con los que Green, director de influencias y raíces nada sospechosas y que no ha ocultado en su obra, reivindica la religiosidad, o el sentimiento religioso, alejado de plegarias, rezos y falsas sacristías, como motor de cambio. La religión como búsqueda del amor frente a la frivolidad, ausencia de valores, hedonismo sin límites, falsedad y cinismo del mundo que rodea y en el que se desenvuelve ese padre que, una vez conocido y descubierto no hace sino acrecentar la ira de Vincent, falsamente apellidado Dumarais, jugando Green con una ácida crítica de los bo-bos que pueblan el centro de Paris, Montmorency, Marais, los distritos “nobles” de una ciudad que ha abandonado la posibilidad de reconocerse en el humanismo de unos pocos habitantes, a quienes desprecia y rechaza, cifrando todo en el dinero, la afectación, las modas, el engaño y el regalo gratuito de oídos que olvidan lo que oyen en cuanto apuran la última copa. El personaje de Oscar Pormenor (Mathieu Amalric), tan buscado, tan ansiado, tan idealizado por Vincent, se convierte en el padre odiado con la misma vehemencia que antes fue anhelado. Las miradas se cruzan y no se encuentran, Vincent siente que ese mundo no le pertenece ni le quiere y, por tanto, el rechazo que se hizo de él y su crecimiento fue gratuito, egoísta y banalmente doloroso para su madre, que decidió seguir adelante con el embarazo pese a la amenaza de Pormenor. Vincent necesita la revelación para el cambio y ésta llegará por el azar, no en vano la película está producida por Les Films du Losange y el azar rohmeriano sobrevuela el cambio a media película para dirigirse hacia el optimismo con fundamento.
Se burla apasionadamente Green de quienes centran su mundo en el tener y no en el ser, en quienes no aman, sino poseen, en quienes no tienen el más mínimo viso de humanidad. Como contrapunto, la aparición de Joseph (Fabrizio Rongione), hermano de Oscar, insufla a la película ese elemento que la madre de Vincent, Marie (Natacha Régnier), derrocha a lo largo de toda la película pero que su hijo es incapaz de ver, obcecado por su objetivo inicial. Cuando Vincent descubre que el amor no tiene que ver necesariamente con la sangre, que cualquiera es capaz de preocuparse y ocuparse de alguien que aparece sorpresivamente en su vida, el carácter del joven se dulcifica, su rostro se ilumina y desaparece la oscuridad y tenebrismo de Caravaggio. La película se torna así en una parábola de la bondad en lucha contra la indiferencia y el egoísmo. Joseph y Vincent se hacen amigos al tiempo que cada uno reconoce en el otro el rol ausente, el de hijo que no se tiene y el de padre que se ha perdido, del mismo modo que, en una ucronía frente al dogma religioso, Joseph, carpintero, conoce a Marie después de que ésta haya tenido un hijo sin padre, siendo el hijo de 16 años quien propicia el encuentro entre ambos. Revelaciones sucesivas que permiten obtener la esperanza cuando todo el futuro se presagiaba ruinoso. Como si la historia fuera marcha atrás, los acontecimientos se acomodan a unos nuevos evangelios en los que, igual que en los oficiales, Joseph se convierte en padre adoptivo de un hijo que no es suyo, pero al que adora como si lo fuera, y ama, y es amado por una mujer a la que, igualmente, se termina representando como madre de un hijo que no es común pero que se siente como tal. Las revelaciones de los personajes pasan, del paroxismo de Vincent en su duda sobre el sacrificio, que no puede culminar al enfrentarse a una pared en blanco e inmaculada, acostumbrado a encontrar en ese punto de vista los perfiles en escorzo dramático de un padre e hijo a punto de matarse, a la contemplación serena, tranquila, paciente, que proporciona Joseph y que transmite a todo aquél con quien se relaciona, menos con su hermano. Joseph recuerda, así, al San Francisco roselliniano y Vincent al Ettore pasoliniano, pero encontrando la verdad y la revelación antes de que sea tarde.
Green, con su estilo sobrio, escenas estáticas, personajes que apenas actúan ni se sobrerrepresentan, que se limitan a estar y mirar, a contemplarse y contemplar la belleza que les rodea, ya sea en el Louvre, en los jardines del Palais Royal, jardines de Luxemburgo, en el interior de una iglesia donde un poema y un aria desgarran los sentimientos y aluden a la paternidad y a la pérdida, o simplemente en el rostro de la persona con la que conversas, cuerpos rígidos y parados con miradas intensas, arrebatadas y pasionales, citas cinéfilas que recuerdan a la misma película que se va a ver, vasos comunicantes con circuitos muy diferentes en los que Green despliega ironía y reflexión, donde la paternidad que se va asentando se refleja en los juegos de palabras que propone Vincent, imposibles de contestar al inicio de la relación, pero rápidamente resueltos por ese carpintero reparador de almas doloridas cuando entre ambos hay algo más que amistad. Ese desierto rojo antonioniano es dado la vuelta por Green, a la incomunicación le ofrece la palabra, al pesimismo la alegría por un nuevo mundo a descubrir, a la deshumanización social un nuevo reducto de esperanza mediante la huida de la mediocridad y el individualismo. En el camino de esperanza, estos fugitivos morales irán encontrando momentos que reforzarán su voluntad mediante la pequeña ayuda de personas desconocidas que creen en la bondad ajena y en la palabra dada. El perdón definitivo a la afrenta sufrida por el padre que no lo quiere ser, Oscar, será su derrota, asumir que los hijos pueden repudiar a los padres y considerar padres a quienes ejercen como tales con independencia de la biología. Un estilo fino y depurado, repleto de cinematografía y pensamiento, abierto a interpretaciones y desencuentros. Cine universal de la mano de uno de los directores más personales del panorama francés, y al tiempo, uno de los más olvidados por la exhibición española. Su séptima película llega por fin a nuestras pantallas, tarde, y poco, y quizás para no quedarse, pero habrá que aprovechar la ocasión porque lo novedoso en el cine se aprecia a cuentagotas y se ofrece mucho menos en nuestras salas.
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Los personajes de esta historia no conducen vehículos de ningún tipo, ni se desplazan a lugares exóticos; pasean, contemplan, están.
Se ciñen a un entorno muy definido: cafés de hotel en París, el Jardin de Luxemburgo, el Palais Royal, el Louvre. Y siempre, lejos de público.
Hablan poco, de forma críptica, con una intención inapelable; y con una dicción enfática, casi de Dogma.
Los personajes no se cruzan por azar; se encuentran. Su vida no discurre, sino que se construye.
Esta película no es un opúsculo, no destila juicios de valor, no reclama adhesiones; arroja, eso sí, un haz de interrogantes sobre un entorno incierto.
Los personajes, la historia creada, sus circunstancias particulares, describen una categoría; la categoría de lo bello, de lo bueno, de lo verdadero.
Dentro de ella, la relación es completa; todo lo que está en ella, es; se palpa la pertenencia.
Fuera de ese cuadro (hay dos muy especiales en el film), se percibe el marco; y más allá, hay dragones.