La casa de las dos puertas (cuento)
Por Ruben Mesias Cornejo
- La isla flotante asoma.
Elsa tenía un sueño: quería que su casa estuviera pintada con una tonalidad melón para que las paredes hicieran juego con los colores del atardecer cuando se suscitara el crepúsculo, era un deseo que la perseguía desde su más tierna infancia, y no era para menos pues su casa no era igual a las demás viviendas de la cuadra: para comenzar era la última de una serie de viviendas alineadas regularmente como una fila de soldados en día de parada, esa posición le otorgaba el singular derecho a tener dos puertas; una frontal que daba hacia la calle, y otra lateral orientada hacia una especie de patio cuadrangular que separaba su vivienda de la siguiente hilera de casas que se extendía por detrás de aquel espacio enrejado que los vecinos usaban para aparcar sus vehículos; hacía mucho que esta puerta se usaba muy poco, pero Elsa recordaba que cuando era niña solía abrirla con bastante frecuencia para atender a las amiguitas que acudían a su casa para jugar a las muñecas.
Aquella casa con dos puertas ostentaba otra característica que podía destacarse, y esta era que su segundo piso ofrecía el aspecto de un castillo con gárgolas acuclilladas y vigilantes sobre cada uno de los torreones que se elevaban por encima de la calle a modo de atalayas que podían servir para otear tanto las cosas del cielo como las de la tierra. Por eso, cuando llegaba el crepúsculo le gustaba subir las escaleras que conducían a esos lugares altos, justo cuando un vasto ejército de nubes aparecía por donde el sol estaba muriendo. Las nubes, de formas alargadas y aspecto agrietado, se movían cual un extenso archipiélago a la deriva cuya superficie reflejaba los postreros destellos del sol; y capturaban su atención de tal modo que no se sentía capaz de apartar la mirada de aquellas formas iridiscentes que circulaban sin interrupción sobre el amplísimo mapa del cielo hasta que el firmamento se vestía de luto y las estrellas comenzaban a brillar plenamente allá arriba, mientras los focos de los postes se encendían al unísono para iluminar la calle contigua librándola de la penumbra dominante.
Cuando esto sucedía, Elsa se sentía menos inclinada a permanecer en el torreón, pues, ni las estrellas, ni el negro abismo del espacio eran capaces de conmover su imaginación tanto como aquellas nubes peregrinas, y más aún ahora que sus ojos habían alcanzado a divisar una larga faja de tierra confundida entre ellas, sobre la cual se elevaba una montaña cuya cumbre permanecía envuelta en niebla perpetua cual un trasunto del Olimpo; un poco más allá se extendían los pétreos acantilados que circundaban la isla flotante, y cuyas aristas se encargaban de fragmentar las nubes que se atravesaban en su camino como si fueran potentes tajamares marcando la travesía de un navío celeste, pero ahora que la noche imperaba en el cielo, y la isla flotante parecía haberse desvanecido en medio de aquella pacifica oscuridad, ahora tendría que esperar hasta el amanecer para volver a contemplar el extraño fenómeno que la tenía encandilada y que por alguna razón sentía como parte del necesario preludio que debía suceder antes que sus anhelos ( comenzando por el pequeño deseo de tener una fachada color melón) se hicieran realidad.
Su sexto sentido no era propenso a equivocarse, y le decía que la gente que moraba en aquella isla tenía la capacidad para invalidar todos los convencionalismos que rigen la vida de las personas aquí abajo. Solo tenía que aprovechar uno de aquellos avistamientos para establecer alguna clase de comunicación con ellos, cuando eso sucediera estaría más tranquila pues en su vida existiría la esperanza de volver a abrir la segunda puerta de su casa de nuevo, aunque esta vez no se la abriera precisamente a una compañera de juegos.
- La segunda puerta vuelve a abrirse.
Elsa era consciente de que su sueño de ver su casa pintada de color melón, jamás sería realidad mientras don Artemio, su padre, prefiriese el blanco como el color emblemático de la casa que había hecho construir para vivir junto con su esposa, ya difunta, y su hija todavía soltera. El blanco era un color serio quizá adecuado para el entorno mesocrático donde estaba situada la casa, pero demasiado triste para el espíritu poético de Elsa, pero su padre era un viejo terco, amante de las tradiciones y enemigo de los cambios vinieran de donde vinieran, y resultaría difícil convencerlo de cambiar de opinión en eso y en otras cosas, así pues la senda para hacer realidad su deseo no pasaba precisamente por la vía de dialogar con su padre, sino más bien por el ejercicio de la coerción.
A la mañana siguiente se levantó muy temprano, y volvió a asumir su rol de vigía muy animada por el descubrimiento que había hecho algunas horas atrás, esta vez aunque esta vez no se trataba de esperar el arribo de la noche, era cuestión de enfocar la mirada en el cielo para contemplar como los colores del día iban desplegándose poco a poco sobre el firmamento, aunque a ella no le interesaba tanto ser testigo de la aparición del sol sobre el horizonte, sino establecer contacto con los posibles habitantes de aquella extraña isla que parecía ser una especie de satélite crepuscular, pues aparecía justo cuando este fenómeno se estaba produciendo.
Hacía un poco de frío, pero Elsa desestimó esa información por completo y acudió a su cita con la isla completamente desabrigada y vistiendo un sencillo camisón de dormir que apenas cubría su desnudez, más bien su atención se hallaba puesta en la inminente aparición de la isla flotante; de algún modo sabía que la vería cuando el sol empezara a inundar la bóveda celeste con la potencia de sus rayos; y en efecto sucedió así: la isla flotante empezó a abrirse paso desde el horizonte hacia la posición que ella ocupaba en uno de los torreones que coronaban su casa, pero avanzaba con tanta lentitud y solemnidad a través del cielo que Elsa estaba en ascuas a causa de la espera, por eso cuando vio que la isla empezaba a acercarse, trepó sobre una de las almenas, y alzó los brazos hacía el cielo para agitarlos una y otra vez con la intención de llamar la atención de cualquiera de los isleños que escudriñaban los territorios que su ínsula estaba sobrevolando, casi podía sus rostros: esencialmente eran humanos aunque con un aire un tanto caprino debido a los tortuosos cuernos que brotaban de sus cabezas.
La isla casi estaba frente a sus ojos, y podía sentir las miradas que los sátiros le dedicaban a las sinuosas formas de su cuerpo, las cuales se transparentaban a través de la fina tela del camisón que vestía. Elsa se dio cuenta de la admiración que su cuerpo, todavía joven, despertaba entre aquellos seres, pero no le molesto en lo absoluto; lo que importaba era que había logrado despertar su interés, y por ello empezó a menearse ante ellos, a mover la cabeza de aquí para allá dejando que sus largos cabellos castaños cambiaran de lugar a la manera de un péndulo; pero eso no era todo: los sátiros querían más, podía intuirlo y por ello sus manos empezaron a acariciarse su propio cuerpo de arriba hacia abajo y viceversa como lo haría su amante si hubiera tenido la fortuna de tener uno, a la par que mandaba una andanada de besos volados rumbo a la isla que ya se estaba alejando, sin duda alguna ningún hombre o sátiro podía resistir aquella exquisita exhibición de lenguaje corporal en ninguna parte de la tierra, y menos aún en Oxtlán.
Los sátiros se juntaron, y parecieron deliberar entre ellos, su conciliábulo fue breve y al parecer decidió pronto pues uno de ellos se precipitó al vacío mientras la isla flotante continuaba su viaje acompañando al sol en su periplo alrededor del planeta. Elsa emitió un grito ante lo que parecía un acto suicida, pero se calmó cuando se dio cuenta de que la criatura desplegaba un par de alas membranosas, semejantes a la de los murciélagos, para sustentarse en el aire mientras efectuaba su descenso; rápidamente bajo de la almena y bajo las escaleras con suma celeridad: era consciente que pronto recibiría una visita, y que ésta no usaría la puerta principal para anunciarse.
- La esencia de Jazael.
Elsa se encontraba detrás de la segunda puerta, con el corazón palpitando a mil y con las ganas de abrirla cuando su sexto sentido le dijese que el sátiro estaba ahí. ¿Tocaría el timbre o se limitaría a golpear varias veces la puerta? No lo sabía, pero poco importaba la manera que el oxtlaniano usase para hacerle saber su arribo, es más si hubiera sido un can podía habría estado dando vueltas y moviendo la cola de pura alegría y excitación por la llegada de su amo; a último minuto pensó que lo apropiado no sería esperar pasivamente que el heraldo de Oxtlán anunciara su llegada al modo tradicional, lo mejor sería permanecer al acecho, detrás de la puerta (para aumentar su excitación) y solo cuando escuchase un batir de alas en el patio, abriría la puerta para recibirlo cómo se merecía un visitante de un mundo peregrino y exótico, alguien que traía consigo el Poder que le permitiría hacer realidad todo lo que quería empezando por el deseo de tener una casa cuya fachada fuera de color melón.
Y el sátiro tocó tierra, y recogió sus alas comprimiéndolas dentro de unos angostos intersticios que rasgaban la piel de su espalda como heridas recién abiertas, luego adelantó su cara y rastreó con el olfato la presencia de la fémina que lo estaba esperando.
Y Elsa abrió la puerta y se abalanzó hacia donde el sátiro había aterrizado. Iba descalza y corría con los brazos abiertos, dispuesta a colgarse del cuello del recién llegado, lo mira con ojos de deseo y con ganas de recompensar el regalo que le están enviando desde Oxtlán.
El sátiro es más alto, y deja que Elsa se le cuelgue del cuello, le gusta eso de tenerla un rato colgando de sí mismo, a la usanza de los columpios que penden de los árboles, es un modo de jugar con ella, de sentirse honrado con el homenaje que la boca de la fémina le estaba ofreciendo; así mientras ella busca su boca que limita con la frondosa jungla que puebla su barbilla, sus ásperas manos levantan los faldones del camisón para estampar un sonoro palmazo en el trasero desnudo de su anfitriona, a la vez que se complacen acariciando aquellas blanquísimas redondeces con la pasión de un operario que amasa la harina de la cual brotará el pan.
El instante fue breve y divertido, pero no podía durar siempre, y el sátiro le dio fin empujando suavemente a Elsa hacia atrás para obligarla a despegar sus labios de los suyos; tambaleante ella retrocedió y adquirió conciencia de que el momento feliz iba a ser sustituido por una especie de protocolo no escrito del que ambos participarían cuando se suscitara. Entonces las grandes manos del sátiro se extendieron sus palmas desnudas ante Elsa para mostrarle un trozo de gelatina negra y palpitante que se arrastraba como un gusano vivo sobre el cuenco de sus manos juntas, aunque a veces prefería enrollarse sobre sí misma como un pequeño cachorro en pos de calor.
Los ojos grises del sátiro la miraron con intensidad, mientras su boca exclamaba:
— ¡Mujer, tus ruegos han sido escuchados! ¡ La esencia de Jazael, el Amo de Oxtlán está frente a tus ojos! ¡ Híncate ante mí para recibirla de mis manos!
Elsa obedeció, agachó la cabeza en acto de reverencia, y alargó las palmas de sus manos hasta juntarlas con las del sátiro, entonces la gelatina oscura se trasladó hacia ellas trepando suavemente sobre las yemas de sus dedos como algo sin forma definida pero dotado de calor y de vida, sin saber muy bien porque la fémina se sentía tremendamente honrada de poseer un residuo de la esencia de Jazael entre sus manos.
—¡ Recuerda mujer! ¡ Jazael puede hacer que te salgas con la tuya siempre, pero a cambio debes fortalecerlo con una ración de leche salida de tu propio seno! Elsa levantó la cabeza y mostró toda su extrañeza reflejada en el rostro, era una cara que sin palabras pedía explicaciones sobre lo inaudito; durante unos segundos, el sátiro quiso fulminarla con la mirada, pero decidió contenerse pues sabía que el mismo Jazael le demostraría que su poder era capaz de quebrantar los ciclos biológicos más estrictos.
Entonces, la masa oscura que era Jazael reptó a lo largo del blanquísimo brazo de Elsa, hasta alcanzar su hombro para descender a través del cuello, y meterse bajo el camisón rumbo hacia su seno izquierdo, cuando la masa llegó ahí sintió que algo se adhería a su pezón y empezaba a succionar con mucho vigor como si estuviera absorbiendo líquido de un pozo sin fondo, su esfuerzo fue fructífero y la leche empezó a manar hacia aquel corpúsculo provocando que ésta aumentara su volumen debajo del camisón transparente. A causa de esto, Elsa cayó en un estado de éxtasis, de goce pleno que implicaba la aceptación de la alianza entre ella y Jazael, lo cual significaba que sus anhelos pronto empezarían a hacerse realidad. El sátiro bufó y no le quedó más remedio que despegarse de ella, desenvainar sus alas y poner rumbo hacia Oxtlán , pues no le era permitido contemplar nada de esto; después de todo Jazael era su amo, y esta chica principiaba a ser su concubina.
- El último desayuno de don Artemio.
Cuando Jazael quedó saciado se escabulló nuevamente fuera del camisón y gateó a través del cuello de Elsa para terminar aposentándose sobre su hombro, una vez ahí asumió el aspecto general de un recién nacido, aunque su fisonomía no correspondiera precisamente con la de uno de esos críos llorones; más bien la negrura de su piel, y sobre todo sus vivaces ojos verdes podían llamar la atención de cualquiera que no descalificase lo extraordinario como algo susceptible de ocurrir.
En eso, una silla de ruedas atravesó el umbral de aquella puerta secundaria: era don Artemio, el padre de Elsa, un anciano de cabellos encanecidos que todavía conservaba un poco de la corpulencia que lo había caracterizado en sus años de juventud y madurez. La silla era una de esas que se controlan vocalmente quitando así la necesidad de que alguien la empujase, el mismo don Artemio conducía la silla valiéndose de una consola de control que solía apretar con sus dedos gordos y toscos cual nabos mal pelados.
— ¿ Acaso no tienes frío muchacha del demonio?—le espetó don Artemio a la par que le aventaba una casaca para que se cubriese, y la cual terminó sobre el suelo porque Elsa no acertó a cogerla al vuelo pues no estaba prestando atención a nada que no que no fuera la contemplación de aquella diminuta versión de Jazael montada sobre su hombro.
La súbita aparición de su padre puso a Elsa en un dilema, la silla de ruedas se aproximaba y ella seguía sintiendo la presencia de Jazael, si las circunstancias seguían así don Artemio vería a aquel homúnculo negro, lo recorrería con la mirada e inevitablemente le preguntaría quién era y que estaba haciendo ahí; a esas alturas de su vida al anciano era capaz de distraerse con cualquier cosa; pero el astuto Jazael se encargó de salvar la situación cambiando de forma nuevamente para mimetizarse entre los cabellos sueltos de Elsa como lo haría un soldado entre la selva.
—Te veo rara hija ¿ qué te pasa?—preguntó don Artemio volviendo a la carga. La rápida reacción de Jazael calmó un poco a Elsa, ¡realmente era un ser con tantos recursos!, y ahora le correspondía a ella a estar a la misma altura haciendo algo para desviar la atención de su padre sobre lo que podía haber estado haciendo en allá fuera tan temprano, por eso se agachó para recoger la casaca que estaba en el suelo para ponérsela inmediatamente como para darle gusto al viejo que casi ya estaba frente a ella.
—Así me gusta hijita que te cuides mucho y que me hagas caso en todo—dijo don Artemio contento de ver que su hija recogía la casaca para proporcionarse calor.
—Claro papi, ahora lo mejor es entrar a la casa. Voy a prepararte el desayuno que tanto te gusta.
—¿ Café con huevos fritos?—preguntó don Artemio en un tono exultante. Elsa asintió con la cabeza, estaba saliendo del paso perfectamente; el viejo se había olvidado del motivo que lo había hecho salir. Ahora el viejo estaba sentado frente a la mesa mientras su hija se encargaba de preparar los huevos procurando que la yema de los mismos no se reventase porque a su papá le gustaba hundir pequeños trocitos de miga en medio de esos círculos perfectos para reventarlos él mismo, para luego meterse la mezcla resultante dentro de la boca y así degustarlos a placer.
Mientras hacía esto Elsa se sentía bastante segura como para plantearle la cuestión del cambio del color de la fachada a su padre, tener a Jazael metido dentro de sus cabellos realmente la había envalentonado, y confiaba en poder convencer a su tozudo padre sobre la conveniencia de cambiar el color de la fachada porque desentonaba terriblemente con los bellos colores del atardecer; pero si no conseguía convencerlo con el poder de sus palabras Jazael intervendría y obtendría lo que ella no hubiera logrado mediante la persuasión. Cuando terminó de freír los huevos en la sartén vertió el contenido de la misma sobre un plato y los condujo hacia la mesa de la cocina donde su padre ya había empezado a beber su taza de café, colocó el plato ante don Artemio y se sentó frente a él para acompañarlo a desayunar.
— Papi ¿ No te parece que debemos pintar la casa de otro color? El blanco es un color muy triste y se ensucia muy rápido. —A tu difunta mamá le gustaba mucho ese color. Decía que es el color que tienen las túnicas de los ángeles, y ahora ella misma es también un ángel porque está en el cielo. En recuerdo a ella debemos mantener ese color siempre.
—Pero… intentó volver a la carga Elsa. —Nada de lo que digas me hará cambiar de opinión hija. No sé porque te empeñas en ese capricho. Hemos discutido esto millones de veces.
—Entonces…¿ esa es tu última palabra padre? —No soy de las personas que rectifican sus convicciones hijita, tú lo sabes—asevero don Artemio mientras leía las páginas de un diario digital en un monitor empotrado en la consola de mando de su silla de ruedas.
—Pues lo siento mucho—dijo una voz grave y masculina que no pertenecía a Elsa pero que parecía provenir desde el otro extremo de la mesa.
- El adonis negro levanta cabeza.
El amo de Oxtlán, ya completamente formado, había elegido el momento justo para manifestarse ante don Artemio ; la cara del crepúsculo dominaba por entero el cielo vespertino con su nutrido séquito de nubes esponjosas y tornasoladas que conforme se acercaban se iban revelando como angostas ínsulas flotantes, y entre aquel archipielago semoviente se encontraba su propia ínsula: la tierra de Oxtlán, el lugar adonde llevaría a esta bellisima hembra de piel alabastrina, pelo castaño, pechos protuberantes y cuerpo enteramente disfrutable a causa de su lozanía.
Por supuesto que el viejo gritó mucho mientras las moléculas de Jazael devoraban su carne y destruían sus órganos internos a placer, pero eso formaba parte del espectáculo que para Elsa implicaba ser testigo de la disgregación de aquel achacoso conglomerado de organismos que era su padre: don Artemio era un ser frágil, casi en el umbral de la muerte , y por ende inapto para la vida cuya fláccida carne podía servir para alimentar a otro mucho más joven y competente que de ese modo asimilaría toda la energía atrapada dentro de esa ostensible vetustez, ahora estremecido por los aquellas bocas ansiosas que roían una osamenta maltrecha, recubierta de harapos, pedazos de carne arrancada, e hilillos de sangre embadurnándolo todo.
Cuando aquellos fragmentos de materia aplacaron su hambre volvieron a sentir la necesidad de congregarse en aquel ser único, y reaccionaron a ese estimulo, discurriendo hacia el suelo y dando vueltas alrededor de su víctima más reciente como los grandes brazos espirales de la galaxia que cobija a la Tierra, antes de empezar el proceso de ensamble que volvería a configurarse en un hombre mucho más grande y fuerte del que había saltado al vacío. Jazael era ahora un bello adonis negro que se levantaba del suelo, para exhibir la plenitud de su exacerbada virilidad ante los ojos de Elsa, su próxima concubina.
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