‘Hasta arriba’, de W.E. Bowman
Por Ricardo Martínez Llorca
Hasta arriba
W.E. Bowman
Traducción de Julia Osuna
Blackie Books
Barcelona, 2016
191 páginas
De champán. Hasta arriba de champán. Porque esa es la bebida del bon vivant, del hedonista, de Groucho Marx (cuando se arrancaba el puro de la boca y como único remedio para hacerle callar). Si alguien va a leer este libro pensando en que es un reflejo paródico del alpinismo, no debe olvidarse de beber unas copas de champán para comulgar con W.E. Bowman (Scarborough, 1911 – Londres, 1985) y con los personajes de Bowman. Como las burbujas en la copa de champán, el humor se sucede sin descanso y su origen es un punto tan minúsculo como para no verlo sin microscopio, que durante la lectura ocupa el centro del universo. Tal vez la expresión valle de lágrimas esté más cerca de definir nuestro paso por el universo, pero no nuestro deseo de que sea una fiesta de humor como la que refleja Bowman: una parodia sin descanso que parte de la única formulación posible del absurdo, que es esa que dicta que lo que no se puede prever, es imprevisible.
Cuando Bowman escribió Hasta arriba, las expediciones al Himalaya no eran una muestra de austeridad. No existía el estilo alpino y aunque no se lograra subir al Everest, los titulares patrióticos reflejaban las cifras de la expedición como un logro: cuanto más material movieran, cuanta más gente participara, mayor era el éxito de esos que confiaban en el patriotismo. Bowman, como Samuel Johnson, estaba convencido de que el patriotismo es el último refugio de los cobardes. Pero los entrañables vividores que protagonizan esta hazaña se abren un hueco gracias a ese principio, y se proponen subir hasta la cima de un monte olímpico. La montaña más alta de la tierra, hacia la que se dirigen, es un invento de Bowman. Aquí cabe hacer un inciso. La labor de traducción de Julia Osuna es fantástica, replicando los juegos de palabras y cacofonías del original, para que riamos sin complejos, pero las cifras de altura siguen representadas en pies, lo cual nos obliga a imaginar cuántos metros significa cada apunte. La cima supera de lejos los casi nueve mil del Everest, incluso los diez mil a los que vuelan los aviones. 40.000 pies y medio es la cifra que nos dan. Pero eso es un detalle mínimamente significativo. Lo que sucede, narrado por un tipo con una inocencia de un niño de tres años que ha visto un capítulo de Benny Hill, es de una inteligencia mordaz. Pues el buen humor es síntoma de inteligencia, o de desesperación. Y en el límite de la desesperación todos nos volvemos más inteligentes.
Bowman no se complica demasiado con las personalidades de sus alpinistas. Con dos adjetivos podría definirse a cada uno de ellos. Pero el manejo de esas personalidades roza la perfección del humor cuando, por ejemplo, el narrador tiene que designar los emparejamientos de las cordadas. Aquí es donde demuestra que en cualquier narración, todo Don Quijote necesita un Sancho Panza. Y a la vez, una necesidad mayor que la del reconocimiento y la medalla, será la que les arroje a correr peñas arriba, hasta los más de doce mil metros del Kurda Rarí: huir de la infame comida que prepara el cocinero Puag. Y mientras tanto, cualquier accidente o desencuentro, lo resuelven con la una cantidad enorme de champán. Tal vez por eso fueran necesarios 30.000 porteadores para cargar con el material. Después de leer este libro, llenemos la copa de champán hasta arriba y preparémonos para vivir con esa felicidad, antes de regresar al valle de lágrimas.