Estudios demuestran los beneficios de decir mentiras
Las mentiras, al menos las ‘blancas’, pueden tener efectos positivos en nuestras vidas. Un estudio de la Universidad de Southampton reveló que estudiantes que exageraron sus promedios universitarios en entrevistas luego mejoraron sus calificaciones. La ficción se vuelve autoprofecía.
“Sesgos positivos sobre el sí mismo pueden traer beneficios”, explica el autor del estudio, Richard Gramzow.
Según el mismo estudio las personas que se engañan a sí mismas tienden a ser más felices que las que no. Y socialmente también beneficia: las personas que dicen mentiras frecuentemente son percibidas como más amables y amigables que las que suelen decir la verdad.
Al parecer la mayoría de nosotros sabemos, aunque en algunos casos sea inconcientemente, que decir mentiras tiene sus beneficios. Según se confirma cada vez más la gran mayoría de las personas dice por lo menos una mentira al día. Y la persona promedio miente de 1 a 3 veces cada diez minutos. Evidentemente muchas de estas mentiras son lo que podría llamarse un mal necesario, una convención social o una forma de protegernos o proteger a nuestros amigos. El ejemplo típico es el “¿Cómo estás?”, desde la misma pregunta cuando no obedece a una preocupación real o a la respuesta “Bien”, para evitar una molesta conversación en la cual incluso podríamos deprimirnos al señalar la insólita alarma social de que no estamos “bien” (y tener que enfrentar la otra mentira, la que nos hemos dicho a nosotros mismos, pero bajo la cual podemos seguir funcionando).
Lo cierto es que sin estas pequeñas mentiras la sociedad bajo su actual paradigma podría colapsarse . Algunas películas de Hollywood llevan esto al absurdo, como en “Liar, Liar”, donde el protagonista, un abogado, se ve obligado a decir, por el conjuro cumpleañero de un niño de 6 años, la verdad hasta sus últimas consecuencias, volcando inevitablemente su pensamiento en palabras: por ejemplo cuando pasa una mujer guapa o se encuentra con su jefe al que odia (por otra parte en el caso del hijo del protagonista que lo obliga decir la verdad, su honestidad total hace que sus deseos sean realizados como en un acto magia). Aunque al final, como suele suceder en Hollywood, ocurre una lección catártica y el protagonista encuentra lo que siempre estaba buscando, queda muy claro que la hipocresía, en algún grado, es lo que permite que nuestra sociedad siga funcionando en términos cordiales.
Y es que aprendemos a decir mentiras desde que tenemos entre 3 y 6 años. Algo que al parecer aprendemos al observar a nuestros padres, imitamos el arte del engaño. Y en algunos casos son los mismos padres los que les piden a sus hijos que digan mentiras para poder realizar ciertas actividades, algunas de las cuales llegan a premiarlos. Como puede ser decir una mentira en la escuela para poder alargar sus vacaciones.
Curiosamente las personas que dicen una mentira “blanca” presentan menos señales de ansiedad (medida en ritmo respiratorio y presión arterial) que las personas que dicen la verdad cuando se les pregunta algo que les incomoda. Es más fácil decir que la sopa está rica cuando no te gusta, que decir que sabe muy mal. Es más automático.
Es interesante preguntarse por qué nuestra sociedad recompensa las mentiras y generalmente son tan efectivas. Por una parte, el éxito, el cual muchas veces se alcanza a través del engaño, la ilusión, o hasta la falsificación, es preferido en la sociedad que la honestidad, aunque muchos no lo digan. Parece borrar los medios con los que se consigue, de la misma manera que el dinero permite muchas veces evitar ir a la cárcel. (Evidentemente la mentira sistemática y el gran enagño tienen enormes consecuencias negativas a la larga en las relaciones sociales, pero ese es otro tema).
Pero incluso más interesante que esto es el proceso por el cual las mentiras se materializan y se transforman en verdad. Como en el caso de los estudiantes que mienten sobre sus calificaciones y luego sacan la calificación que habían dicho en su mentira. Es como si el acto de decir las cosas por alguna razón fuese un decreto que nos sugestionara poderosamente (o sugestionara al mismo universo). Pues al decir una mentira, ya sea que se la digamos a alguien más o a nosotros mismos, nos estamos tomando un placebo lingüístico.
Podría ser que la mentira misma nos presione, ante el miedo de que se revele, a volver lo que decimos realidad. La industria y/o terapia de programación neurolingüística se basa en el acto de mentirnos repetitivamente hasta que las palabras que nos decimos se vean reflejadas en la realidad, ya sea porque la repetición nos coopta, como una profunda motivación inconciente, o porque el mundo esta hecho de lenguaje y decir las cosas, como en el caso del Logos, es lo mismo que crearlas.
Lo cierto es que el proceso entre mente y cuerpo no distingue entre la verdad y la mentira (imaginar una cosa produce la misma actividad cerebral que ver una cosa físicamente) y que, como cada vez más se demuestra científicamente, los proceso considerados en un inicio como meramente mentales son capaces de alterar el comportamiento del cuerpo de forma significativa. Esa es la gran ficción del universo, que las palabras son tan reales como las cosas: pensar en algo es ya un acto de vudú.
Con información de: Beyond Oversights, Lies, and Pies in the Sky: Exaggeration as Goal Projection