Fuego en el mar (2016), de Gianfranco Rosi
Por Miguel Martín Maestro.
La expresión popular siciliana hacía referencia al estado de la mar cuando estallaba una tormenta ingobernable, formando parte del argot marinero. El paso del tiempo ha servido para que la realidad permita aplicar esa expresión a una situación más grave porque es evitable. Un barco pesquero en la tormenta puede verse sorprendido, puede ser impotente para buscar la salvación, pero un barco lleno de refugiados que huyen del hambre, de la guerra, de la muerte sí que es evitable. Fuego en el mar es la última película del director italiano Gianfranco Rosi, ganador en Venecia 2014 con Sacro Gra, y ahora triunfador en Berlín 2016 con una propuesta mucho más redonda y conseguida para mi gusto que la visión heterodoxa de una Roma extra muri. Ya son tres los documentales vistos a lo largo del año con la isla italiana de Lampedusa como objetivo. Con mayor o menor acierto, Lampedusa in Winter del austriaco Jakob Winter, Pescatori di corpi del suizo Pennetta y Fuego en el mar, inciden en una de las mayores vergüenzas de la Europa contemporánea, una de esas miserias llena de nombres y apellidos de víctimas y de nombres y apellidos de responsables, todos ellos con traje y corbata o vestidas de traje chaqueta. Uno de los mayores crímenes contra la humanidad cometido con el silencio de las democracias continentales que, de manera sistemática, se niegan a aplicar los tratados internacionales por ellas mismas confeccionados.
Si Winter se centra en las consecuencias sobre una población aislada y olvidada de la Italia peninsular y de la insular Sicilia, a menos distancia de África que de Europa, por la llegada masiva de gente sin techo ni recursos y Pennetta se centra en cómo el día a día de los pescadores se ve afectado por tener que asumir funciones de rescate marítimo ante la escasez de medios oficiales, Rosi consigue aquello a lo que un gran documental aspira, la visión global a base de pequeños acontecimientos, de pequeños testimonios, personajes anónimos y héroes diarios, habitantes e inmigrantes, refugiados y militares, médicos y enfermos. El espectro cinematográfico es tan amplio y tan devastador en sus conclusiones, no expresas, sino de sus imágenes, que no habrá persona con un mínimo de sensibilidad que no se sienta aludida y salga de la proyección afectada. No es Fuego en el mar la trasposición al largometraje del reportaje televisivo, del inmoral tratamiento periodístico de una realidad cotidiana que solo es noticia cuando se produce una catástrofe, un salvamento masivo o, como pasó en los 90, con el éxodo albanés en barcos más propios de una huida bélica que del ansia de un Eldorado inexistente al otro lado de la frontera. Es un análisis clínico de una situación a partir de la cotidianeidad que se mantiene sin poder obviar lo que sucede.
Si hay sugerencias en el relato de Rosi éstas no son expresas, no se formulan preguntas que condicionan la respuesta, no se sugieren comportamientos ni comentarios. No hay posibilidad de hacerlo en unas maniobras de rescate o en los protocolos de identificación y traslado. Tratar a personas como animales o potenciales delincuentes no es la forma de recepción más envidiable. Porque siendo duras las condiciones de rescate, duras las posibilidades de identificación, resulta tremendo ver cómo se procede con los inmigrantes tras los primeros auxilios. Una clasificación deshumanizada, producto de la avalancha y la carencia de medios sin lugar a dudas, pero en la que sobrevuela una sospecha injustificada hacia el diferente, y algún escalofrío pensando que ese modo de proceder lo hemos visto a la llegada de otros desterrados a campos de concentración. El fin no es el mismo, pero la parafernalia, el despliegue, la indefensión conectan con imágenes del pasado, reales o inventadas por el cine. No hay gritos ni órdenes imperativas a punta de armas, pero hay algo en la fragilidad del ser humano recibido de esa manera que afecta a los sentidos. Ambulancias “Misericordia” recogen a los más graves, es la constatación de un fracaso, de cómo lo público termina haciendo dejación de sus responsabilidades asumiendo que ONGs e instituciones benéficas terminarán aportando aquello que falta. La película penetra en la esencia de la isla, aquello que viene olvidándose continuamente, sus problemas pesqueros, sus problemas educativos, la dureza de una vida azotada por las inclemencias del tiempo que se ven incrementadas por la masiva afluencia de personas que no pueden alcanzar el mínimo de subsistencia ya que los habitantes de la isla sobreviven, también, a duras penas.
La acumulación y repetición de desgracias no implica conseguir acostumbrarse, el testimonio de uno de los médicos que se ve obligado a hacer las autopsias tras cada desembarco, a atender a los heridos, a los deshidratados, a los famélicos, es demoledor y uno de los grandes momentos de intensidad del film. Es una persona afectada por el tamaño de la tragedia, algo que advertimos en su mirada desenfocada, velada por la inminencia de las lágrimas con el recuerdo y con el continuo reto de enfrentarse día tras día con una realidad inimaginada, que guarda un archivo fotográfico de nuestra miseria, de nuestra culpa indirecta por omisión, un dolo previsible en la ausencia de acciones que eviten las catástrofes. Un testimonio que, al final de la película, alcanza todo su tremendo resultado cuando la cámara penetra en la bodega vaciada de un barco pirata, barcos en los que el pasaje clandestino también se clasifica por categorías que aumentan las posibilidades de supervivencia, la primera clase en la sobrecubierta, la segunda en cubierta y la tercera en la bodega, hacinados, sin aire, comida o agua, un auténtico transporte infernal que se cobra su precio en vidas. Los cuerpos se transforman en fardos, los equipos médicos tienen que valorar la urgencia de cada caso, las posibilidades de salvación de los más graves si son atendidos inmediatamente, escoger a quién atender antes o no para que alguno pueda sobrevivir. Al final del rescate es tan desolador el panorama de esa bodega llena de cuerpos como la imagen de la tripulación del barco militar, asolada por el resultado y la magnitud del esfuerzo. El bote vacío en medio del mar es la imagen de nuestro fracaso como sociedad, de nuestra imposibilidad manifiesta de haber conseguido trasladar una parte de nuestra opulencia pasada, pero también presente, a aquellos de cuyas riquezas nos hemos lucrado.
Todo esto se desarrolla ante el ritmo pausado de la isla, con un hilo conductor más o menos apreciable en la figura de un adolescente, Samuele, los quehaceres cotidianos, las misas, las procesiones, arreglar el dormitorio, prepararse un café y llamar a la radio para pedir una canción dedicada a los que tienen que salir al mar. Un mundo en el que el refugiado no interfiere, nada cambia para quien se sumerge en busca de erizos de mar, o para quien caza pájaros con un tirachinas o los busca de noche con la ayuda de una linterna. Los barcos entran y salen del puerto pendientes de las previsiones meteorológicas, adaptando su vida a los ritmos naturales que no esperan, algo que los que intentan entrar en territorio europeo no se plantean. Nadie va a preguntar al clandestino si se marea o no en un barco, pero vemos cómo son los ritos iniciáticos de Samuele, cuyo futuro es el de dedicarse a la vida del mar, cómo aprender, acostumbrarse a no marearse, hacer del balanceo un equivalente de vida mientras para otros es un riesgo que no debe repetirse. La cotidianeidad no se altera, pero los ritmos empiezan a resentir lo tradicional, se siguen escuchando las canciones sicilianas pero, al mismo tiempo, unos cantos africanos cargados de ironía acerca del trato recibido a la llegada. Hasta ahora hay armonía entre residentes y refugiados, ambos afrontan duras condiciones y los de Lampedusa saben lo que es sentirse abandonado, pero, ¿si esto perdura, cuánto durará esa armonía indiferente?
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