La inclasificable narrativa de David Markson
Los libros del estadunidense son incómodos, reacios a la clasificación, verdaderas experiencias que producen a sus lectores a medida que los lectores caen en ellas.
¿Cómo es posible que después de la novela La desaparición de Georges Perec, por ejemplo, o las novelas de Carlo Emilio Gadda, o después de Cómo escribí algunos de mis libros, del imprescindible Raymond Roussel, se siguieran escribiendo novelas convencionales como las de Isabel Allende o Carlos Ruiz Zafón? Por supuesto, se trata de una pregunta retórica, ya que la respuesta la encontramos en la industria editorial: leer 500 páginas “experimentales” sobre “nada” no es más que control ideológico de la población; mantiene el gusto estable, condescendiente y fácilmente clasificable de las mesas de novedades, que cada vez más recuerdan a carreras de caballos. Sin embargo, los buenos libros —los libros que producen un tipo de lector que no existía hasta la aparición de dicho libro— son por lo general libros experimentales por una razón muy simple: la literatura es experimental. Dicho de otro modo, la literatura es aquello que pasa gracias al libro, que le pasa al autor y también a sus lectores.
Uno de los ejemplos más contundentes de esta pequeña definición de lo literario es el portento de obra que forjó David Markson, nacido en Albany en 1927 y fallecido apenas en 2010. Escritor prácticamente desconocido fuera de su país, sigue siendo, por así decirlo, excesivamente literario: es fácil de leer, es un regocijo, es casi como uno de esos autores citables que por lo regulan encontramos en el polo opuesto de “lo literario”. Y es que citar es un procedimiento muy utilizado en la construcción de la narrativa de Markson: “Señor Coleridge, no llore. Si el opio realmente le hace bien, y debe consumirlo, ¿por qué no va y lo consigue? Preguntó la madre de Wilkie Collins”. O bien: “Sin acción, la quiere el Escritor. Es decir, sin sucesión de eventos. Es decir, sin que se indique el paso del tiempo. Y que así y todo se llegue a algún lado”. O, por último: “Catulo, que amaba a una mujer a quien llamó Lesbia pero cuyo verdadero nombre puede haber sido Clodia. Propercio, que amaba a una mujer a quien llamó Cintia pero cuyo verdadero nombre puede haber sido Hostia. Ambos, hace 2 mil años enteros”.
Sus “novelas” están hechas de citas de este tipo, notas de lector, citas indirectas, paráfrasis, que urden una retícula que funge como crítica literaria o de arte, chisme cultural, posibles epígrafes para libros que nadie escribirá; puede funcionar como un manual para escritores, una conversación entre muertos, un manual de usuario para lectores apócrifos, etc. Sus libros resisten toda clasificación, y las citas o comentarios se reúnen ante la cansada ausencia del novelista.
Entre varios, fue amigo de Malcom Lowry, a quien le dedicó un libro maravilloso, así como de Conrad Aiken y de Jack Kerouac. O debiéramos decirlo al revés: ellos tuvieron la suerte de tener un amigo como él. David Foster Wallace, autor que no tardará en pasar a ser un icono pop (si no lo es ya con su reciente incursión en el mundo del cine), dijo que la obra de Markson era “el punto más alto que podamos encontrar en la ficción experimental de Estados Unidos”. Junto a William Gaddis, seguramente lo es. Y, afortunadamente para el lector latinoamericano, su obra comenzó a ser traducida en Argentina por Laura Wittner, gracias al ojo editor que tiene el escritor argentino Luis Chitarroni, que ha desenterrado más de algún tesoro perdido o develado autores como el referido.
“Ahora me aboco a un Experimento muy frecuente entre los Autores Modernos; consiste en escribir acerca de Nada”, reza la cita de Swift que abre Esto no es una novela de Markson, publicada por La Bestia Equilátera. Su tino para elegir el epígrafe resume el proyecto literario —escribir sobre nada, escribir citando— del estadunidense, proyecto que llevaba más de 1 siglo en marcha, y que como su anterior cascarón —la novela convencional— ha entrado en su fase entrópica, de no retorno.
Algunos de sus títulos más reconocidos son: Going Down (1970), Wittgenstein’s Mistress (1988), con la cual se hizo más conocido y fue aclamado por la crítica, y la trilogía compuesta por Reader’s Block (1996), This is not a novel (2001) y The last novel (2007). Aquí, el guiño de la última novela puede leerse como correlato en lengua inglesa al Adriana Buenos Aires de Felisberto Hernández, también llamada “la última novela mala” (para tranquilidad de los estetas, el gesto se completó con el Museo de la novela de la eterna, también conocida como “la primera novela buena”. Cosas que se aprenden citando).
Muy buena nota. Solo una corrección (si puede llamarse así), el autor de Adriana Buenos Aires y Museo de la novela de la Eterna es el gran MACEDONIO Fernández, no Felisberto Fernández.