‘Petrarca para viajeros’
Por Ricardo Martínez Llorca
Petrarca para viajeros
Clara Obligado
Pre-textos
Valencia, 2016
148 páginas
Ser superficial equivale a caer en lo más profundo. Así es como el alma se convierte en la mirada y la pasión, sin la cual vivir es una porquería, en una melena roja al viento. Sobre la punta de un alfiler que es un segundo en el tiempo, discurre todo lo que hay que salvar del incendio de cada día. Con esa fina punta transparente basta para justificar cien años de existencia. Lo demás, es materia que se transformará en humo y luego en el mismo vacío que ocupa el espacio entre planetas, o en humus para los cardos y las amapolas.
A partir de un segundo, en el que se cruzan dos miradas, Clara Obligado construye esta novela breve, que termina por ser redonda a pesar de seguir varias acciones en paralelo. En ese segundo, un argentino de paso por Europa, recorriendo el continente con la mochila al hombro, durmiendo en albergues y dejándose invitar, cruza la mirada con una mujer pelirroja, en viaje de luna de miel y ya fatigada de su marido. El intercambio de miradas tiene lugar, como no podía ser de otra manera, en una estación de tren. Porque el viaje sigue siendo el viaje en tren o el viaje a pie. El avión o los vehículos que circulan por la carretera sirven para desplazarse, no para viajar.
Es el momento de las grandes decisiones. Y mientras el argentino sigue su plan, visitando a su abuela en París, que será quien le muestre los versos de Petrarca, la mujer escapa casi sin darse cuenta de su marido y adopta un nombre supuesto. El seudónimo sólo puede ser Laura, el mismo nombre de la mujer que amaba Petrarca, a quien dedicó sus mejores versos. Al principio de la novela coincidimos con un tercer personaje, un guardagujas jubilado que mastica su melancolía mientras acaricia a su perro. El guardagujas, de quien nos gustaría saber más, asistió a los viajes en que se masacraban familias, desgajándolas, durante la Segunda Guerra Mundial, trabajando mientras veía cómo destinaban a los mayores de diez años a Matahusen. Pero ese personaje cumple su función como contrapunto: nos dicta que no todo en Europa es belleza, y que su mujer, su amor, ya falleció, como ha fallecido Europa, que navega a la deriva, sin tabla de náufrago. Pues tanto el muchacho como la mujer se guían por un cierto esteticismo.
La historia de la mujer ocupa más espacio que la del argentino. Ambos, eso sí, deciden viajar al sur. El joven siempre pensando en unos versos de Petrarca y posponiendo el momento en que se pondrá a dibujar. Pues en lugar de una cámara de fotos carga con carboncillos y sanguina. Cada uno por su cuenta, con apenas equipaje, marchan hacia el sur de diferente manera. Él, tras pasar por Mathausen en compañía de un mochilero alemán, de tren en tren. Ella atravesando fronteras como si se tratara de una inmigrante clandestina. Él pobremente. Ella atraída por la riqueza, hasta tal punto que uno entiende que existe una ambigua, muy ambigua prostitución en sus encuentros con hombres a los que permite que la inviten a comer, a buenos hoteles e incluso a una fiesta en un yate de la que despertará con resaca, sin equipaje y camino de Corfú.
Mientras tanto, Clara Obligado ha atendido a los mitos del sur de Europa, a los estereotipos, con la intención, se sospecha, de destruirlos: la belleza de Italia, donde se supone que uno encontrará el amor de su vida, o la de las islas griegas, ya decadente. Y también el ánimo gris y agresivo que se les supone a los que sobreviven sobre la piel de Albania. El final se desencadena con rapidez y gracias a la generosidad de la pobreza, la trama y el espíritu de la trama cobra sentido. Porque apenas aparece de manera fugaz, pero frente a la lucha y la dignidad de la pobreza, el resto es una farsa.