Deuda de honor (The Homesman) (2014), de Tommy Lee Jones
Por Miguel Martín Maestro.
Existen viajes por puro placer, otros por simple cabezonería. Alguno por convicción y otros para volver a casa. De Nebraska a Oregón hay la distancia que podría haber de Troya a Ítaca, sólo que Ulises y Penélope viajan juntos y no lo saben. Desde la escena inicial ya sabemos que vamos a explorar los duros territorios sin ley y sin reglas del continente por colonizar, un fantástico plano frontal nos va acercando la imagen de dos mulas que regresan a casa tirando de un arado conducido por Mary Bee Cundy (Hillary Swank). El cierre del plano nos coloca a las mulas y la mujer encerradas en un rectángulo de oscuridad con leves resquicios de luz a través de dos puertas que conducen del campo al campo, o de la nada a la nada, la estrechez del plano equivalente a la tozudez de unas mulas y de una mujer, mandona y decidida a la par que terca, su propósito, o se cumple o se cumple, pero con miras muy limitadas, las de sus propias convicciones e intransigencias.
Asumiendo la posición de un hombre, Mary Bee reivindica su papel en la comunidad, de otra forma, el viaje le sirve para escapar de una frustración, su imposibilidad de conseguir marido y ser madre en una zona donde las madres enloquecen una tras otra. Algo de locura colectiva invade este territorio salvaje e inhabitable, apenas una docena de casas en mitad de la nada, vecinos desperdigados y padeciendo frío y hambre, y para colmo, una epidemia de madres desquiciadas capaces de matar a sus hijos o de enajenarse viendo cómo mueren o cómo son incapaces de procrear. Un estado de naturaleza nada arcádico, gente desarraigada que, huyendo de la pobreza de su hogar han recalado en otro no mucho mejor. Mary Bee asume su papel, pero es consciente de que atravesar en solitario el oeste tirando de una carreta con tres mujeres enloquecidas destino a una comunidad protestante donde pueden ser cuidadas y recuperadas puede resultar misión imposible. Mary Bee es una pionera, pero también lo es para su propio sexo, es una mujer que toma la iniciativa en un mundo donde la mujer permanece sojuzgada y sometida al patriarcado.
Así aparece un personaje-contrapunto de la personalidad fuerte y decidida de la mujer, Briggs (Tommy Lee Jones), buscavidas, cobarde, fullero, sin compromiso, escasamente fiable, que salda su deuda aceptando acompañar a la mujer durante la travesía. En ese largo trayecto apenas habrá diálogo ni empatía entre ambos, no obstante, en un mundo tan hostil y en el que Mary Bee siente que su reloj biológico toca a su fin, cualquier hombre puede ser el marido necesario para sentir que una vida tiene sentido según sus convicciones. Rechazada varias veces, se siente en la necesidad vital de proponer matrimonio a este viejo vaquero. Aquí se produce el punto de inflexión definitivo de la película y el momento de mayor intensidad de una película muy correcta pero demasiado contenida, demasiado formal y cuya emoción queda limitada a breves destellos. Será el momento en que Briggs haya de posponer su locura personal, como el de todos los que salen en la historia, para concluir su compromiso. Un acto de responsabilidad y madurez personal, aunque sea fugaz.
Para Briggs culminar la misión es un acto de reivindicación personal que le dura lo que unos billetes de banco pierden su valor y su presencia, no es conveniente socialmente en una comunidad tan hipócrita como la que más, pero que mira por encima del hombro a personas que proceden del otro lado de la frontera. Ese río que, como los mares griegos, Briggs tiene que cruzar dos veces, una de ida y otra de vuelta, marca la diferencia social entre el mundo de los desclasados y el mundo de las clases sociales, el río determina hasta donde existen esclavos y a partir de dónde todos son esclavos, aunque sea de su propia miseria.
Deuda de honor no va a sorprender por ser novedosa, al revés, entraría dentro del concepto de cine “clásico”, de western convencional en lo formal, sin que ello denote algo negativo, es más, podría deducirse un hilo narrativo y visual en continuación con un Sin perdón de Eastwood, pero sin tanto tenebrismo, la breve aparición de James Spader podría reconducir al pistolero que encarnaba Ed Harris en aquélla, con los mismos toques psicóticos y solo a la espera de poder desarrollarlos, las mujeres enloquecidas y alguna de ellas con la cara marcada serían la evolución temporal de aquellas prostitutas vengadoras que contrataban al retirado forajido, los planos de la naturaleza, la banda sonora remarcando el espectáculo del paisaje sin los acordes de Niehaus, las puestas de sol y los cielos enrojecidos son homenaje a un género que forma parte del imaginario colectivo, el viaje vuelve a transformarse para Lee Jones en la parábola necesaria del autodescubrimiento, el viaje como necesidad y como logro personal, así fue en Los tres entierros… y así es en Deuda de honor.
Esta nave de los locos no naufraga, pero tampoco consigue emocionar hondamente, salvo el inicio de la historia, brutal, despiadado, retratando un mundo sin horizontes y sin perspectivas, y el giro inesperado previo al último tramo. Hay algo de exceso de cálculo en el ensamblaje de escenas y compendio de paisajes que conduce a la monotonía en la historia. La melancolía de un personaje, como el de Briggs, condenado a vagar eternamente por su terreno, el de una frontera que no va a ser capaz de traspasar y en la que, cualquier día, aparecerá colgado de un árbol o con un tiro en la espalda, melancolía y tristeza como la de tantos otros de los que aparecen durante la historia, ya sea el párroco John Lithgow, el petimetre James Spader o la mujer del pastor, Meryl Streep, que prefiere mantener su ignorancia y desconocer lo que es la vida real. El baile final, con una lápida tirada al río es epitafio de una vida, baila para no caerte, baila mientras no estés muerto, baila, baila, maldito.