El apóstata (2015), de Federico Veiroj
Por Miguel Martín Maestro.
Hay pocas cosas más tristes que ir al cine y encontrarse en una sala completamente vacía. Egoístamente disfruto más en la soledad de una sala imaginando que es mi propia sala de cine, pero si fuera así siempre, el cine no existiría. Esa ha sido mi experiencia personal viendo El apóstata en una ciudad de provincias que suele colgarse muchas medallas al cabo del año presumiendo de cinefilia, pero que, al final, lo único que recolecta es el postureo de un festival que este año va a cumplir su 60ª edición sin conseguir que el cine forme parte del tejido estructural de la misma. Postureo oficial y postureo de los espectadores que se dejan atrapar por el oropel de los actos sociales pero que, a la hora de demostrar su amor al cine, le dan de lado el resto del año. Gustará o no, estará mejor o peor lograda, pero El apóstata forma parte de ese cine necesario para que el arte progrese, alejado de fórmulas convencionales, de formatos pseudotelevisivos llevados a la gran pantalla, una película que hace apostasía del lenguaje cinematográfico al uso y busca nuevas vías de expresión. Que una película premiada en San Sebastián, con participación española de calidad, con un director de cierto renombre en el mundo del “cine de autor”, a las 6 de la tarde de un sábado, sólo reúna a dos espectadores en una sala la semana de su estreno significa que esa ciudad no se merece un calificativo elogioso por su cinefilia.
A Federico Veiroj, el director uruguayo, ya se le conocía, Acné y, sobre todo, La vida útil, un canto a la preservación del cine y un adelanto de su progresiva muerte en salas y resurrección en otros formatos a través de un empleado de la filmoteca uruguaya que recordaba a los personajes de Kaurismaki, son sus películas anteriores, y además muy bien recibidas. Al productor Fernando Franco en España se le debería recordar con más afecto por parte del público por haber creado en 2013 La herida, pero no nos engañemos, hay una serie de políticos y de prensa que han hecho mucho daño a muchas cosas, entre ellas al cine español, y recuperar eso no parece tarea posible ni inmediata, por lo menos en la “España interior”. De Álvaro Ogalla nada sabía, y su presencia como actor en la película quizá sea uno de sus puntos débiles, no como coguionista, junto con Veiroj, de este esperpento, pero esperpento en el mejor sentido de la palabra, en el valleinclanesco, y no como sinónimo de mala película, porque no lo es.
El apóstata hunde sus raíces en lo más tradicional (y rancio) de la cultura popular española, o madrileño-manchega para ser más exactos, pero trasvasable a muchas otras zonas del país (sin ir más lejos la reciente Malpartida Fluxus Village de María Pérez se rodea de un universo de iconografía católica tan reconocible en este país y tan explícito en El apóstata). Su personaje central decide enfrentarse contra molinos de viento que terminan siendo gigantes. Su tono cómico no ensombrece el poso de realidad sobre el que sustenta la historia, en este país es imposible borrarse de la iglesia católica aunque no te guste, podrás apostatar, podrás invocar al maligno en un altar a ver si algún trasnochado obispo te excomulga (bueno, a lo mejor esto sólo lo puede hacer el papa, perdonen mi ignorancia de derecho canónico, una asignatura que formaba parte de la licenciatura de derecho por lo menos hasta 1990, demostrando así la separación estado-iglesia) aunque de regalo te puedes arriesgar también a una denuncia por ofender los sentimientos religiosos (ya sabemos que sólo se ofenden los sentimientos religiosos de los católicos en este país, nunca los de otras confesiones ni los inexistentes de los ateos, por ejemplo).
Los tribunales han reconocido que no se puede exigir a la iglesia católica que te borre de sus archivos en base a la ley de protección de datos. Todos somos iguales ante la ley pero algunos siempre han sido más iguales que otros, también pueden segregar alumnos por sexo y seguir disfrutando de subvenciones públicas, o despedir a profesores de religión que pagamos todos en función de su vida privada. Consecuencias del concordato, y de una clase judicial donde predomina el conservadurismo y el status quo, la iglesia sigue gozando de privilegios inatacables, y de esos privilegios el personaje de Gonzalo Tamayo (Álvaro Ogalla) quiere desprenderse. En una vida de poco control, apalancado en una adolescencia perpetua que le invita a repetir una y otra vez unos estudios de filosofía o de lenguas clásicas, indefinido en materia de afectos, oprimido por sus padres y la familia, en permanente engaño sobre su inteligencia y sus resultados académicos, atrapado por una relación afectiva sexual intermitente con su prima (Marta Larralde) y el deseo hacia su vecina (Bárbara Lennie), la ausencia de relaciones reales, sólo a través de cartas con un amigo, la idea de apostatar se convierte en Gonzalo en un objetivo vital, en una cruzada de negación hacia algo que le molesta sobremanera, un acto de rebeldía personal para afirmarse como ente autónomo sin renunciar a parte del bagaje religioso, ser pero no estar.
Quizás la interpretación un tanto etérea del propio guionista, Álvaro Ogalla, con esa cara de permanente desubicación, no ayude al mantenimiento de una línea de continua progresión en la historia, de indudable mala leche y de retorcimiento formal aplaudible, pero también hay tiempos muertos que rompen la contundencia del mensaje de fondo dotándole de cierta ironía que hace dudar de las verdaderas intenciones del apóstata. Llevar a imágenes los sueños tiene su riesgo indudable, imaginarte a tus padres desnudos en una reunión nudista en la que todo el mundo parece murmurar de ti terminando pareciendo una recreación salvaje del paraíso, o a un obispo ubicuo que te lanza una reprimenda desde los balcones de su residencia tiene su punto morboso y divertido, pero produce cierto bajón en lo que se nos cuenta, esa cadencia irregular del ritmo del relato es el principal defecto de la propuesta, una irregularidad que puede venir provocada por ciertos diálogos o frases muy académicas y escasamente reconocibles en una conversación “terrenal”.
Un ser individualista, egoísta, caprichoso, desordenado, cuyo ideal de apostasía se convierte en la forma de reivindicarse. Llegando tarde a casi todos los sitios será la iniciativa de otros, en este caso de otra, la que le coloque una sonrisa en la cara. Tan fácil como complicado, la vida de Gonzalo se transforma por el amor, o la esperanza de un amor que parece llegar en la mirada de una convincente Bárbara Lennie como oscuro objeto del deseo. Conseguido ese deseo sin mover un músculo para lograrlo, la vida de Gonzalo se acelera y conseguirá su propósito por la vía de hecho, su aparente indecisión se transforma en determinación, muchas veces la única manera de convencer al poderoso. Razonar con quien vive del dogma, de la fe y de los hechos indemostrables es algo imposible, siglos de experiencia colocan a cualquier mortal en clara desventaja, por eso hay que romper, cortar por lo sano olvidando normas y procedimientos, rompe y rasga proporciona más satisfacción que años de espera. Darte la vuelta, pegar un portazo y echar a correr en busca de la vida, esa que has desaprovechado, quien sabe porqué razones, durante varios lustros, negándote a madurar.
Divertida, hiriente, ácida, iconoclasta, pero a ratos también mortecina y desinflada, El apóstata tiene muchas virtudes y algunos defectos, pero lo principal es que tiene riesgo y el riesgo hay que aplaudirlo en un país tan complaciente consigo mismo. No me parece un producto perfecto, pero por momentos llega al notable alto aunque en otros apenas roce el aprobado, como la vida del propio Gonzalo, acostumbrado a suspender y que finalmente saca nota. Dejando reposar la película el recuerdo mejora, hay que dejar respirar la película, acostumbrados al juicio rápido e inmediato, y resulta que pasados un par de días a la memoria vuelven las frases acertadas, las situaciones complicadas y absurdas, lo patético del núcleo familiar cuanto más grande se hace éste, la maledicencia propia del género humano y apenas si uno recuerda algún momento de impasse, o la interpretación manifiestamente mejorable del protagonista o ese niño necesario para que Gonzalo y la vecina puedan intimar pero que poco aporta, salvados por los momentos de brillo propio de las dos mujeres que le acompañan, sobre todo de Bárbara Lennie. Lo dicho, hay que animarse a ver este cine.