Eden (2014), de Mia Hansen-Love
Por Jordi Campeny.
El tiempo como protagonista; o mejor dicho, su transcurso. Los seres humanos transitamos a través de él y todos subimos, rozamos la gloria –con suerte– y, tarde o temprano, caemos. Varias veces. Nada nuevo. Nuestro insignificante periplo por el mundo consta de anodinas secuencias desprovistas -en su mayoría- de estridencias. La vida pasa sin aparentemente pasar nada; y mientras no pasa nada va pasando todo. El cine se encarga a veces de mostrar los rutilantes y temblorosos pasos por la vida de seres desprovistos de excepcionalidad. Uno siente especial predilección por estas propuestas. Hay varias; y no tenemos que remontarnos muy atrás para encontrar un monumento a este tiempo que inexorablemente se nos va: nada más y nada menos, y salvando las distancias, que la película más relevante de la temporada pasada: Boyhood (Richard Linklater).
Eden, última película de la maravillosa directora francesa Mia Hansen-Love, cuya filmografía debería ser de visionado obligatorio para cualquier amante del cine, pero sobre todo, de la vida, también constituye una especie de tapiz empapado de realidad en el que el inclemente paso del tiempo se erige, de nuevo, como el gran protagonista.
Hansen-Love debutó en 2007 con Tout est pardonné; dos años más tarde emocionó en Cannes con la delicada, conmovedora y luminosa Le père de mes enfants; y con Un amour de jeunesse (2011) tocó el cielo, regalándonos un leve relámpago de verdad en el que transcurría, sin aspavientos, la vida, y donde nos convencía, con muchísima sutilidad, de que el desamor nos hace libres. Todas ellas sencillas, tiernas, cristalinas, honestas. Todas ellas rehuyendo la retórica barata, la melaza, cualquier atisbo de pomposidad. Todas ellas historias sobre sentimientos sin un gramo de sentimentalismo. Todas ellas retratos sobre la pérdida de la inocencia con un lejano regusto a Nouvelle Vague. Inmarchitables.
También en este Eden se pierde la inocencia, y la mirada desapasionada pero certera de Hansen-Love sigue siendo la misma, aunque pisa territorios nuevos, emplea otros registros y nos ofrece una historia más personal, la de su hermano Sven, coautor del guión.
París, años 90, escena musical “garage”, eclosión de la electrónica y de grupos célebres como Daft Punk. Paul, joven DJ, intentando alcanzar sus sueños, lográndolo a medias, atravesando la década y una noche parisina que parecía no tener fin. Retrato generacional de una época, de una forma de vivir. Y de perder. La miel del éxito y la caída.
La directora sigue los pasos de Paul, desde principios de los noventa hasta la actualidad, mostrándonos –de forma estudiadísimamente aleatoria– sus noches y algunos retazos de sus días. Los amigos incrementan con el paso de los años; algunos se quedan, otros se van. Las chicas son de paso; las drogas permanecen siempre. Hay cumbres –una sesión en el PS1, local muy hipster del MOMA neoyorquino en el barrio de Queens–, y hay pavorosas caídas contra el suelo. Hay de todo y no hay nada, en realidad: la vida anodina de un DJ cualquiera que, con perseverancia y pasión, logra rozar unas mínimas cotas de reconocimiento para después zambullirse de nuevo en el magma pegajoso de la mediocridad. Eden, a pesar del ruido y la furia de sus decibelios, es, sobre todo, una instantánea del vacío que hay detrás y después de las noches de gloria.
Eden es un fresco; y fluye con pasmosa naturalidad. Hansen-Love logra que no notemos el complejo y estudiado guión que la sostiene. Eden es un impagable recorrido por los latidos musicales de la electrónica de los noventa, por la noche parisina, por el hedonismo juvenil. Eden es también la crónica del declive. Es música (mucha música, que va puntuando estados de ánimo y momentos vitales: véase el momentoVeridis Quo, de Daft Punk); y también es silencio. En un momento de su primera parte, un personaje define así uno de los temas que está a punto de sonar en una emisora radiofónica: este tema se halla justo en el punto intermedio entre la euforia y la melancolía. En esta misma encrucijada se sitúa Eden. Uno sería incapaz de definirlo mejor.
Dos horas y cuarto de bellísimo, elegante y desapasionado recorrido a través del tiempo; tiempo casi siempre anodino que cada vez va dejando más cosas atrás. Y es que, ya se sabe: vivir, o crecer, es aprender a ir perdiendo.