Ana Maria Matute, un recuerdo demasiado postergado
Por Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
“Nací cuando mis padres ya no se querían”, así empieza Paraíso Inhabitado, una de las novelas más destacadas de Ana María Matute. Desde que su autora falleciera hace poco más de un año, el 25 de Junio de 2014, estas primeras palabras, en cierta manera tan tolstoianas, de Paraíso Inhabitado se han convertido en un liet motiv para el recuerdo de una autora que, sin embargo, como su Rey Gudú, fue olvidada durante muchos años. Nadie dudó en rendirle homenaje a lo largo de ese mes de Junio del 2014, como tampoco nadie dudó en aplaudir la decisión de concederle en el 2011 el Premio Cervantes, un reconocimiento que le llegó tras años de injustificado silencio por parte de la crítica literaria más académica y canónica, aquella crítica que hoy sin embargo no duda en reivindicarla en las aulas universitarias, en los congresos y publicaciones, la misma crítica que pareció olvidarse de ella a finales de 1976, tras haber sido propuesta para el Premio Nobel. El Premio Planeta por Pequeño Teatro en 1954, el Premio Nacional de la crítica por Los hijos muertos en 1959 o el Premio Nadal, cuya primera ganadora fue su admirada Carmen Laforet, por Primera Memoria en 1959 iluminaron la trayectoria de una autora cuya presencia en los círculos intelectuales y literarios de Barcelona, antes, y posteriormente, de Madrid era indiscutible –era frecuente encontrarla en el Café Gijón, lugar de tertulia que la autora no tardó en desmitificar, como bien se observa en el ensayo de Marcos Ordóñez Ronda de Gijón, describiéndolo como un “pequeño mundo muy casposo, lleno de envidias, de resentimientos. Como un casino de pueblo, lleno de viejos”. El 1976 supuso un punto y a parte: la Matute entró en un largo periodo de silencio literario, un silencio sólo interrumpido en 1984 con su relato Sólo un pie descalzo, un silencio que perduró hasta 1996, año en el que publicó Olvidado Rey Gudú, una novela en la que Ana María Matute estuvo trabajando a lo largo de diversos años. Carmen Balcells fue quien sacó a la Matute de esa tierra de penumbra y de ese tiempo de silencio en el que la autora se había abismado; se cuenta que, cansada de esperar ese manuscrito que nunca llegaba, Balcells se llevó a su casa a la Matute impidiéndole salir de su casa de Barcelona hasta que el manuscrito hubiera sido definitivamente terminado. Bastaron pocos días y Olvidado Rey Gudú supuso el regreso a las estanterías de las librerías de Ana María Matute, una autora cuyo laureado pasado literario había sido olvidado durante casi veinte años y cuya obra, en concreto sus cuentos, habían sido relegados, por no decir menospreciados, tras la etiqueta de literatura infantil.
“Desde aquel primer cuento inventado a los cinco años hasta este último”, afirmaba Matute en su discurso de aceptación del Premio Cervantes, “compruebo con satisfacción que por fin el cuento ha ingresado entre los géneros respetados de nuestra literatura”: en el país de Cervantes, ese mismo país donde la primera frase de El Quijote es tan repetida como poco leída es la obra, el cuento había sido considerado un género menor. La inscripción a la tradición de la fábula, el reconocimiento de los hermanos Grimm como referentes ineludibles y su reivindicación, nada romántica, sino más bien política y socialmente comprometida, de la imaginación, enterró durante tiempo el prestigio literario de la Matute, a quien determinada crítica, todavía vanguardísticamente obsesionada por la innovación estilística, la experimentación y el hermetismo –Joyce, en 1922, consideraba que uno de los méritos de su Ulisses era no ser comprensible para la mayoría de los lectores-, la consideraba como una autora de limitado interés literario. Los lectores, muchas veces los verdaderos maestros de la crítica, fueron quien reivindicaron la figura de la Matute y no es casualidad que hoy sean muchos los autores que, nacidos después de los setenta, consideran a la autora catalana como una de sus principales referencias literarias. Autores que, ante todo, fueron lectores, lectores que se formaron alejados de los cánones y de los dogmas academicistas, lejos de ese mundo casposo y de envidias al que aludía la propia Matute. Los lectores y escritores que, antes de toda moda y de todo reconocimiento gregario, reconocían y aplaudían la obra de la Matute fueron los verdaderos artífices de la recuperación, editorial y sobre todo del prestigio simbólico, de esta autora que en 1996, tras el éxito de Olvidado Rey Gudú, fue nombrada académica de las letras.
Los últimos quince años de la vida de Ana María Matute fueron años de reconocimiento público; quienes callaron durante décadas, no desperdiciaron ocasión alguna para las adulaciones, nadie asumió la indiferencia mostrada durante largo tiempo y todo el mundo parecía interrogarse, con sorpresa e indignación, acerca del injustificadamente tardío reconocimiento. Una vez más, como tantas otras veces en este país donde antes que recordar más vale reinventar, algunos jugaron a la impostura. Hoy ya nadie duda, y si lo duda bien en silencio que se mantiene, del valor literario de Ana Maria Matute y del lugar de privilegio que ocupa en las letras españolas, unas letras en las que el género del cuento volvió a convertirse –baste observar hoy el auge de dicho género entre los autores más jóvenes- como un género principal porque, como demostró el propio Borges, el cuento habla de tú a tú con la novela, el cuento no es el hermano pequeño de la novela. Y sí, hoy la Matute ha sido reivindicada, pero ¿se ha aprendido algo de toda esta historia de olvido y postergado reconocimiento? Hace pocas semanas el editor de Visor no titubeaba al afirmar que mientras en narrativa las letras españolas del siglo XX tienen dos grandes autoras, como son la Carmen Martín Gaite y Ana María Matute, no “hay una poeta importante ni en el 98, ni en el 27, ni en los 50, ni hoy”. Y si negar la existencia y el valor de toda una serie de poetas, recuperadas hoy en el proyecto web Cien de Cien, a lo largo de más de un siglo no hubiera sido suficiente, el editor añadía: “hay muchas que están bien, como Elena Medel, pero no se la puede considerar, por una Medel hay cinco hombres equivalentes”. ¿Motivos que justifiquen una tal afirmación? Ninguno. Podría hacerse una lectura feminista de todo el asunto y, sin duda, no se erraría, pero no es cuestión, o al menos no es la intención de este artículo, de trasladar el debate a una cuestión de género. Más bien, si algún objetivo tiene este artículo, más allá de recordar a la Matute, es preguntar y preguntarse durante cuánto tiempo la lógica del olvido y de la infravaloración va a seguir impregnando esa crítica literaria más basada en el canon y el prestigio institucional que en la apreciación literaria. Mientras algunos siguen dirigiendo sus miradas hacia los años setenta, considerados ya como el paraíso perdido de la gran narrativa española del siglo XX, el presente avanza y nuevos autores se incorporan. Sin embargo los laureles siguen coronando las mismas cabezas. ¿Hay que esperar el reconocimiento de alguna academia, tan politizada como nunca ingenua en sus decisiones, para reconocer las obras y sus autores? ¿Esperaremos una vez más que el cabello de los autores se vuelva canoso antes de reconocerles su mérito? ¿Seguiremos preocupados por los huesos y por los nombres escritos a fuego en manuales, cursos y sillas de académicas antes que observar los textos, leerlos y darse finalmente cuenta de que el valor literario no reside en los laureles públicos sino en la grandeza del texto? Ana Maria Matute no sólo nos dejó legado literario, sino también una lección de la que, esperemos, tarde o temprano tomemos buena nota.