Goodnight Mommy (2014), de Severin Fiala y Veronika Franz
Por Miguel Martín Maestro.
Me encantaría leer algún estudio sociológico que relacionara sociedad y cine en Austria. No puede ser, y ya lo he escrito alguna vez, que todo el cine austriaco que se llega a ver contenga un alto grado de violencia, de extrañamiento, de represión, de religiosidad perversa que machaca al individuo, de alienación familiar. No es lógico que uno de los países con mayor índice de bienestar de la Europa Occidental refleje en su cine una sociedad carente de atractivo y directamente repulsiva. Con Haneke a la cabeza, pero secundado por otros cineastas igualmente potentes como Seidl o Hausner, esta película austriaca transita el mismo sendero malsano, el mismo recorrido de violencia familiar, la misma incertidumbre desasosegante de sus precedentes, y lo hace con maestría, con un tono que se mantiene y que, así tenía que ser, decae cuando obtenemos la respuesta, pero que hasta ese momento permite disfrutar de una de las películas más aberrantemente violenta de lo últimamente visto, violencia justificada, pero violencia extrema y cruel, violencia que procede de donde no podemos imaginar tal perversidad.
El bosque como elemento catalizador de mentes perturbadas y complejas, un bosque que rodea una casa de ensueño al borde de un lago, un bosque que, como complemento, en el lado opuesto presenta un campo de maíz. Árboles densos y maíz crecido ambientan las primeras escenas de la película cuando Lukas y Elías, aunque preferentemente durante gran parte de la película sólo oigamos el nombre de Lukas, vagan solitariamente sin presencia de adultos, dos gemelos inseparables, dos gemelos que se miran y se hablan poco, miradas de complicidad y conocimiento sin palabras, los niños del maíz y del bosque, dos elementos concurrentes y recurrentes en las películas de terror, desde el blockbuster más taquillero al subproducto de serie Z, pero la calidad no la da el tema, sino la forma y el fondo, y de ambos anda sobrada esta película. Niños que se mueven en una casa vacía hasta que aparece la máscara. Una máscara oculta una identidad pero también representa la metamorfosis, debajo de la máscara, del vendaje, unos ojos y una boca quedan visibles, pero no el rostro. Bajo la máscara de una operación traumática está la madre de Elías y Lukas, pero el paso de los días incrementa la sensación de ambos niños de que esa persona que está ahora en casa con ellos no es su madre.
O no es su madre, o no corresponde al recuerdo de esa madre. Brochazos de paranoia o brotes de realidad, fogonazos de ausencia de cariño recíproco y la permanente sospecha de un recuerdo reciente y muy doloroso. Lo cierto es que la situación va encaminándose poco a poco hacia un estallido peligroso. Cuando los menores temen por su integridad y emprenden la huida para ser devueltos por el cura con el que se han refugiado entendemos que hay algo más en la historia, el terror hacia esa presencia que entienden extraña puede ser debido a algo que se nos escapa pero que corre por la psique de la mujer y de los pequeños. La religión empieza a cobrar un peso determinante más como superstición que como creencia, el deseo religioso se coloca en un primer plano para conseguir un objetivo, desenmascarar al impostor o confirmar su identidad. La cruz católica se muestra más como símbolo amenazante que como símbolo de redención o de paz, una cruz conjura a los hermanos, una cruz presidirá los sacrificios y una cruz se refleja en un cielo ficticio conseguido en la habitación mediante lámparas nocturnas que proyectan sombras de estrellas.
No es sino al final de la película cuando todas las piezas encajan y los temores se confirman, efectivamente hay impostura y ocultación pero no en lo presentado sino en lo ocultado hasta entonces. Al ver lo externo desconocemos lo interior y nos dejamos atrapar por lo aparente, ante dos niños, cualquier adulto se transforma en sospechoso. Desaparecida la máscara, aquello que siempre estuvo visible es ocultado, ojos y boca, lo más reconocible en un rostro que puede haber mutado como consecuencia de un accidente que se cita pero que no se concreta. Ojos y boca que no se quieren ver para no enfrentarse a la realidad. Lo bueno y lo malo del ser humano lucharán durante una noche infernal purificada por el fuego. Cruces y fuego, la idílica mansión burguesa a punto de derrumbarse por una separación matrimonial, queda en la encrucijada del enfrentamiento entre lo secular y lo divino. La amenaza del fuego siempre presente y la obsesión de la madre, o presunta madre, por retirar de las pertenencias del hijo todo aquello que pueda generar fuego, las pistas están sembradas en el relato, hace falta recogerlas aunque, lo normal, es que esas semillas germinen después de pensar sobre lo visto, porque mientras asistimos al desarrollo bastante tenemos con aceptar lo que vemos y no desviar la mirada.
A lo inquietante de la historia le complementa un exquisito tratamiento visual del interior y del exterior de la casa, la amenaza en un pasillo vacío o en un conjunto de puertas interiores cerradas sistemáticamente con llave. Las fotografías a gran tamaño que cubren las paredes de la casa recogen la silueta de una mujer que comprendemos que es la madre, esas fotografías están todas ellas borrosas, difuminadas, apenas existe comparación objetiva para los menores de la fisonomía anterior y la posterior, algo a lo que se une la desaparición de los álbumes fotográficos de una gran cantidad de fotografías, todas aquellas en las que aparecía el padre, padre que es mentado una sola vez por uno de los niños como equivalente a libertad, a alegría, a que se les dejaba hacer cosas que ahora aparecen, sorpresivamente, prohibidas. Ha cambiado el “marco legal”, la madre pasa a ejercer una autoridad que, previamente, había sido más laxa, más permisiva. Todo se conjuga para que los menores aumenten sus sospechas.
En el juego de cruces se representan dos realidades, por un lado el catolicismo imperante en la sociedad austriaca, pero por otro la falta de confianza en esa cruz, una cruz bamboleante nos presenta al cura que traiciona una confianza de los menores, a una cruz se entregan los menores para ser ayudados sin respuesta, una cruz que se sostiene sin equilibrio y se mueve de un lado a otro, y una Cruz Roja, la de la ONG, es incapaz de ayudar a quien pide auxilio por ser incapaz de interpretar las señales, las cruces como inservibles en definitiva. Por último, prevenir al espectador, su tramo final es extremadamente duro, extremadamente perverso, sádico, doloroso, prepárense para asistir a una representación derivada de Funny Games, no hay misericordia, no hay vuelta atrás, si empieza una tortura hay que terminarla hasta las últimas consecuencias, sin fueras de campo, sin elipsis. Las pesadillas terminan convirtiéndose en realidad cuando una mente enferma las lleva a cabo, ahora solo falta que descubran quién y dónde está la mente enferma y dónde la redención y la felicidad.