Jorge Bustos, un ensayista nada complaciente
Por Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
“El ensayo no quiere buscar lo eterno en lo pasajero y destilarlo de esto, sino más bien eternizar lo pasajero”, escribía el filósofo de la escuela de Frankfurt Th. W. Adorno en El ensayo como forma, un breve y sistemático texto en el que sostenía que “el ensayo se ocupa de lo que hay de ciego en sus objetos. Le gustaría descerrajar con conceptos lo que entra en conceptos o que, por las contradicciones en que éstos se enredan, revelan que la red de su objetividad es un dispositivo meramente subjetivo”. El ensayo es para Adorno el género de la búsqueda y la reflexión, no busca una verdad absoluta, sino que en el progresar de su reflexión trata de “descerrajar” los conceptos, desenredar las contradicciones a la vez que intenta desembarazarse “de la idea de verdad”. Las palabras de Adorno no sólo redefinen el género ensayístico a partir de su origen montaignano, sino que se inscriben en su propuesta filosófica de una dialéctica negativa que, contradiciendo el esquema hegeliano, no concluye en una síntesis final, definida por Adorno como concepto mitificado que excluye toda posible crítica por su cosificación, sino que se define por una constante antítesis capaz de poner en discusión todo concepto y/o precepto. Asimismo, la definición de ensayo ofrecida por el autor de Dialéctica de la ilustración permite adentrarse en la heterodoxa propuesta que realiza Jorge Bustos con La granja humana (Ariel). “Vivimos en una sociedad adocenada y gregaria que estabula a sus individuos en una granja de pensamiento cada vez más uniforme, de forma que cada cual se vuelve indistinguible del vecino y ninguno vive mejor”, afirma en el prólogo, a modo de declaración de intenciones, Bustos quien se propone precisamente convocar una reflexión, a momentos polémica –sin caer, eso sí, nunca en el insustancial épate le bourgeios– e incómoda -¿acaso la literatura y la ensayística no deben sacudir y molestar al lector?- acerca del presente socio-político-cultural sin proponer –y aquí reside el principal valor de la obra- una única conclusión. Jorge Bustos huye de la verdad única de la misma forma que Derrida huía, aunque con menos éxito, de la metafísica: Bustos se encuadra en la filosofía dialéctica post-adorniana, aunque rehúye absolutamente del relativisimo que una determinada lectura, no siempre la más correcta, de la postmodernidad ha querido promover. En este sentido, Jorge Bustos se opone a la denominada muerte de los grandes relatos anunciada por Lyotard, para reafirmar su validez y su actualidad; sin embargo, erróneo sería encuadrarlo en uno de estos relatos puesto que, si bien él mismo se define como alguien próximo al liberalismo moderado –urge que los abanderados del liberalismo así como sus más férreos críticos lean La resistencia silenciosa de Jordi Gracia entorno a los intelectuales liberales de los años veinte, cuarenta y cincuenta-, no rehúye de la lectura y de la mirada crítica en tanto que método dialéctico que no trata de concretizarse en una opción a modo de universal o de absoluto, sino que busca –de ahí la referencia adorniana-una constante puesta en discusión.
Por ello, en La granja humana nadie sale indemne del análisis atento de Bustos, un análisis que se sustenta en dos pilares principales: el concepto de moral y el concepto de responsabilidad. En referencia a la moralidad, Bustos se apoya principalmente en la figura de Rousseau y, de hecho, La granja humana comienza con una cita que resume la apuesta teórica de Bustos: “quienes quieran tratar por separado la política y la moral nunca entenderán nada de ninguna de las dos”. Bustos recupera principalmente el Rousseau de Emilio y la educación, reivindicando el valor de la cultura y el conocimiento, condenando sin consideración alguna el sistema educativo, campo de batalla ideológico, en todos sus niveles, apelando, a través del Complejo de Telémaco, a una reconsideración de la figura de autoridad en tanto que guía esencial en el proceso formativo de todo individuo –la educación, afirma Bustos, es una forma de represión- a la vez que planteando una formación en la que las dotes y particularidades de cada individuo sean antepuestas a la uniformidad –demasiado próxima a la mediocridad- y homogeneidad imperante. A todo ello, en Bustos, que se inscribe en la gran tradición de columnistas de la primera mitad del XX, de Pla a Wenceslao Fernández Flores, pasando por Camba, entre otros, encontramos una defensa del canon –seguramente uno de los puntos a debatir, al menos en lo que se refiere a cuestiones filosófico-literarias- y un reconocimiento de los maestros en contra de algunas vacuas propuestas rupturistas que consideran – ay, los vanguardistas se retuercen en sus tumbas- que la ruptura es no sólo sinónimo de desprecio por lo precedente, tachado de “trasnochado”, sino también de desconocimiento: “Justificar las cosas por su aparente modernidad es siempre síntoma de pereza mental cuando no de ese nihilismo de analfabeto que lleva al hípster más o menos histéricos a ignorar la primera convicción del hombre culto: que todo ha pasado ya, que todo se ha dicho ya, que nada se crea sino que, como mucho, se transforma”.
Al concepto de moral, vinculado al de formación y de cultura, se asocia el concepto de responsabilidad, concepto que Bustos, en parte en diálogo con la propuesta de ejemplaridad pública – por favor, se deje ya de reducir dicha propuesta filosófica a un listado de nombres con buenos comportamientos- de Javier Gomá Lanzón, aplica a todos los estamentos de la sociedad: en sus textos dedicados a la corrupción, Bustos apela tanto a la responsabilidad de los políticos como a la de los electores, a quienes acusa de haber sido demasiado tolerantes en época de bonanzas. Lo positivo de la crisis, afirma en un determinado momento, es que ha subido el listón de intolerancia con respecto de la corrupción, un listón que no debe bajar en el caso –casi una utopía- de que regresen los años de bonanza. Jorge Bustos, con una visión político-ilustrada próxima a la del Platón de La República– sostiene -otro punto que no deja indiferente- que la ciudadanía tiene los políticos que merece y, podríamos añadir, también el periodismo que merece: la responsabilidad, y aquí está, al menos en opinión de quien escribe, uno de los puntales del libro, reside en la exigencia, una exigencia hacia uno mismo y hacia el otro. ¿Cómo quejarse de la vacua palabrería del tertuliano gracias al cual el share aumenta espectacularmente? ¿Cómo quejarse de la corrupción si después se termina por votar a quienes coleccionan imputaciones? O –y aquí Bustos apunta sin miramientos- ¿cómo condenar la corrupción cuando uno mismo trata de encontrar los vericuetos para evitar el IVA, los recibos o desgravar de la renta? No son cuestiones cómodas, Bustos nos ofrece un reflejo en el que cuesta reconocerse. Y a diferencia de las vacuas y polarizadas tertulias televisivas, Jorge Bustos huye de la simple palabrabrería: el “diálogo como camino hacia el conocimiento: una utopía entrañable. Diálogo como pedagogía para la reinserción: una pérdida de tiempo y un riesgo a cierto de idiotizarse en solo un día”. Ya Diderot demostraba cuan idiotizable a la par que manipulable puede convertirse el diálogo; de ahí que Bustos no plantee un diálogo, sino una reflexión dialéctica a través de las fábulas, de Esopo a Monterroso. Y la elección de las fábulas como punto de partida para cada reflexión no es en absoluto aleatoria: por una parte reconduce a la tradición clásica del dilectare et prodesse y, por la otra, las fábulas se convierten en imagen metafórica del proyecto del libro. Bustos, como indica Lucrecio, no se aparta de la razón, utiliza las fábulas “a la manera que cuando un intenta el médico a los niños dar el ajenjo ingrato, se prepara untándoles los bordes de la copa con dulce y pura miel”; con las fábulas el autor endulza la lectura, casi en una captatio benevolentiae, a la vez que demuestra, en su análisis posterior, que las propias fábulas requieren una relectura crítica, poniendo en discusión la moraleja por todos asumida. En La granja humana, no hay conclusiones, sino un reclamo a la reflexión y a la (auto) crítica, un llamamiento a una dialéctica sustentada en los conceptos y la lógica, alejada de lo fácil, de lo seductor y de lo falaz. Jorge Bustos nos plantea preguntas, nos ofrece un retrato, pero sin indicarnos exactamente cómo debe ser interpretado. La granja humana es, a fin de cuentas, un gran interrogante al que el lector debe enfrentarse y no debe llamarnos la atención la ausencia de una verdad última puesto que todo ensayo que se precie y quiera merecer su nombre sabe que no puede ser más que un eterno interrogante reflexivo. Ya lo decía Montaigne, Essay no quiere decir otra cosa que: Que sai je?