De Homero a James Joyce, de Ulises a Leopold
Por Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
Son las “palabras”, las “palabras desplazadas y mutiladas” con las que una vez se escribieron los mitos lo único que perdura de aquel tiempo en que los héroes todavía eran reales, de aquel tiempo en que los dioses dirigían el destino de una historia donde la ficción se convertía en realidad. Las palabras mutiladas son las palabras con las que Flaminio Rufo relata su viaje hacia la Ciudad de los Inmortales, palabras, las de Rufo, que se mezclan con las que un día escribió Homero, el poeta que hizo del viaje de Ulises un eterno viajar; ya no es posible escribir sobre el viaje sin escuchar al joven itaquense surcar las olas del Mediterráneo. Mircea Eliade era cauto al afirmar que el mito “es una realidad cultural extremadamente compleja”, que “puede ser abordada e interpretada desde perspectivas múltiples y complementarias”, perspectivas que no pueden ser reflejadas, por parte de quien escribe, en el siguiente artículo, pues no hay artículo posible capaz de contener la inagotabilidad del mito, del mito arcaico que revelaba que el mundo, así como el hombre y la vida, poseían un origen y una historia sobrenaturales, y del mito moderno que, como indica Eliade, “satisface las nostalgias secretas del hombre moderno que, sabiéndose caído y limitado, intenta revelarse como un personaje excepcional, como un héroe”.
Todo relato de viaje es el relato de una Odisea, todo viajante se enfrenta al héroe homérico, a ese predecesor de cuya sombra es imposible huir; todo nuevo puerto es una nueva Ítaca donde aguarda una nueva Penélope; todo relato de viaje es el relato de quien escribe después de Homero, de quien decide enfrentarse al gran poeta griego, el poeta que escribió los primeros poemas inmortales de la literatura profana. El ciego poeta compuso los versos que convirtieron el viaje de Ulises en el primer viaje, en el viaje significativo y ejemplar sobre el cual los futuros viajantes trazaron su recorrido; para Dante, subraya Curtius, habían existido solamente dos viajes reales, anteriores al suyo, el de Eneas en el libro 6 de la epopeya virgiliana y el de San Pablo, narrado en Corinitios 2, 12,2. Sin embargo, la memoria de Dante es débil e injusta con Homero, pues él fue autor indirecto de los versos de Virgilio, de los versos que el autor latino compuso bajo la influencia, más o menos angustiosa, de su precedente griego; en efecto, señala el crítico Gudemann, como Ulises relata sus aventuras a los Feacios, así Eneas relata las propias a la reina Dido: “los juegos fúnebres, un viaje a los infiernos, la descripción de un escudo, un desfile de héroes, duelos, toda la máquina divina, asambleas de los dioses e intervención personal de los mismo en la lucha: todo ello tiene su paralelo en Virgilio”. A diferencia de Dante, Voltaire reconoce la primacía de Homero, definiéndolo como “la mejor creación de Virgilio”, una primacía que el poeta florentino parece no querer explicitar y que, sin embargo, no puede dejar de reconocer indirectamente en su texto, consciente de que su viaje a los ínferos era posterior al viaje de Ulises en el libro XI de la Odisea, donde Homero relata la llegada del héroe al sitio que Circe le había indicado; allí, a las orillas del Érebo, Ulises contempla, como más tarde lo hará Dante, las almas de los fallecidos: “mujeres jóvenes, mancebos, ancianos que en otro tiempo padecieron muchos males, tiernas doncellas con el ánimo angustiado por reciente pesar, y muchos varones que habían muerto en la guerra”. El “pálido terror” que se adueñó de Ulises no le hizo huir, sino permanecer a las orillas del rio, donde pudo reencontrarse con Elpénor, cuyo cuerpo no había sido enterrado, y con Tiresias y con Anticlea, su madre. Ulises se detiene en la morada de Hades así como se detiene Dante en su recorrido por los ínferos donde, en compañía de Virgilio, ha sido conducido por Caronte. En los ínferos, Dante encontrará a Ulises, el héroe, que antes había detenido su viaje para hablar con las almas de los fallecidos, ahora será interpelado por Virgilio, a él relatará su historia: “Quando mi dipartí da Circe (…) né dolcezza di figlio, né la pietá del vecchio padre, ne’l debito amore lo qual dovea Penelope far lieta, vincer potero dentro a me l’ardore ch’i’ ebbi a divenir del mondo esperto, e de li vizi umani e del valore”. Condenado por el orgullo y la obstinación, por las ansias de dominio, el Ulises dantesco ya no es el Ulises descrito por Homero, el héroe de la sagacidad, del valor y la temeridad ante el peligro; el héroe que encuentra Dante no es el héroe de los versos griegos donde “la prudencia nunca desmedida del itaqués”, afirma Nestle, es el arma contra “todos los peligros”. El Ulises dantesco es el Ulises de la tradición post-homérica, el Ulises desfigurado por Virgilio, por el poeta latino que, ahora, interroga al héroe que él mismo volvió a escribir. Virgilio, no Dante, es quien interroga a Ulises en el canto veintiséis del Infierno; Dante, sostiene Bloom, “no le habla a Ulises porque, en cierto sentido, él es Ulises”; para Bloom, Dante encuentra en el mito de Ulises su reflejo, encuentra en el héroe griego las ansias de conocimiento que él mismo siente ante lo inexplorado; como el héroe itaquense, también Dante desafía los límites para adentrarse en los abismos de los cuales nadie regresa; si el héroe de Homero surca los mares hasta alcazar el Hades, desafiando el canto embriagador de las sirenas, Dante desafía su tiempo realizando un viaje a ese más allá del cual, al fin y al cabo, él mismo se convierte en juez-creador.
Dante encuentra en Ulises su reflejo, encuentra en el mito la posibilidad de explicar su propia hazaña. El mito arcaico era el lenguaje a través del cual el Mundo se revelaba al hombre, el mundo le hablaba al hombre y, como indica Mircea Eliade, “para comprender ese lenguaje”, el hombre “necesitaba conocer los mitos y descifrar los símbolos”; el mito era lenguaje de un mundo orgánico, de un cosmos articulado y significativo; Ulises es el héroe de ese mundo cerrado, donde el destino ya está escrito, pues tarde o temprano regresará a Ítaca. Dante encuentra en el héroe homérico el reflejo de sí mismo, de ese poeta exiliado de su Florencia natal a la que, sin embargo, regresará. Si Dante encuentra en el mito de Ulises su reflejo, Joyce encontrará en la transfiguración del mismo mito el reflejo de Leopold Bloom, el héroe moderno que divaga sin rumbo por las calles de Dublin. Los dioses ya no trazan el recorrido del héroe, la furia de Éolo no lo aleja de su Ítaca ni Minerva vela por él; el deambular de Leopold es el deambular del hombre moderno, aquel que ya no tiene un destino escrito, es el héroe que ha perdido todas las certezas y desconfía de una trascendencia ausente. Leopold Bloom es el héroe problemático de Lukács, es el mito homérico transfigurado, el mito al cual ninguna Penélope espera como fiel y paciente esposa. Si la Penélope de Homero es una esposa casta y prudente, la de Joyce es una mujer infiel que aguarda la llegada de Boylan, su amante. La Penélope de Leopold es Molly, una mujer que se opone a las convenciones sociales por las cuales “no se puede besar a un hombre sin ir primero y casarse con él”, una mujer que rechaza a su marido y desea que “algún hombre cualquiera me cogiese alguna vez cuando él no está aquí y me besase entre sus brazos”. Molly es la transfiguración de Penélope, del mito de la esposa fiel así como Leopold es la transfiguración de Ulises, del mito del héroe valoroso y prudente a la vez, del héroe que, aun deseando retornar a Ítaca, se deja seducir por los cantos de las sirenas y no por la coja Gerty McDowell. El divagar de Leopold por las calles de Dublin es la odisea moderna, es la odisea reescrita por Joyce, la misma que Robert Musil vuelve a escribir, ambientándola esta vez en las calles de Kracania, calles recorridas por Ulrich, héroe moderno como Leopold. Ulrich es el héroe cuyas hazañas ya no tienen sentido, el héroe que se deja seducir por la Acción Paralela, por un grupo político sin programa dirigido por Diotima y que tiene como principal finalidad celebrar el aniversario de una monarquía decadente, cuyo monarca está ausente. El mito sirve a Musil para mostrar el sinsentido de un mundo sin unidad, de un mundo donde los significados ya no son aprehensibles, donde la lógica uniformidad se ha desarticulado. El mito homérico perdura en las páginas de Joyce y de Musil, pero perdura transfigurado, Ulises se ha desfigurado así como Penélope, quienes, sin dejar de ser los héroes homéricos, se han convertido en otros.
“Yo he sido Homero, en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto” concluye Flaminio Rufo, personaje creado por Borges, que relata su viaje hacia la Ciudad de los Inmortales, ciudad situada más allá de la montaña “que dio nombre al Océano” y en cuya cumbre “habitan los sátiros, nación de hombres ferales y rústicos, inclinados a la lujuria”. El mito homérico reaparece en las páginas de Borges, el viaje del itaquense es ahora el viaje de Flaminio Rufo, un viaje en el que los ecos homéricos se intercalan con los dantescos, pues la cumbre de la montaña no hace más que recordar los círculos infernales que el poeta florentino describió en su Commedia. En la odisea borgesiana, un hombre de la tribu se convierte, para Flaminio Rufo, en Argos, el fiel perro de Ulises, de quien “la Parca de la negra muerte se apoderó (…) después que tornara a ver a Odiseo al vigésimo año”. Borges reescribe el mito homérico, lo reescribe a partir de los ecos dantescos así como reescribe, en la Casa de Asterión, el mito del minotauro después de que Kafka ya lo hubiera hecho. El mito retorna, en verdad nunca se ha ausentado, regresa convertido en otro; de la misma manera, Ulises vuelve desfigurado, con otro rostro y otras voces, ya no es el Ulises de Homero, ahora es también el de Dante y el de Musil. Así como Fausto pertenece a Goethe y a Thomas Mann, Ulises pertenece a Joyce y a Borges, forma parte de todo nuevo viajante, ya no es posible viajar sin transformar el trayecto en una odisea. Dante se vio reflejado en Ulises, Flaminio Rufo en Homero; recientemente Samuel Ribas, protagonista de Dublinesca, vió en el hombre del Mackintosh su reflejo, en ese hombre que era un mensajero de la muerte, como también lo eran el gondolero veneciano de Thomas Mann y el joven Tadzio, todas figuras de Caronte. El mito homérico sigue, por tanto, surcando el tiempo, Ulises todavía no ha llegado a su puerto final, desde la Odisea hasta Dublinesca, su viaje parece no tener fin.