Libros y casetas: una Feria donde entramos todos
Por Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
Podría empezar la crónica diciéndoles que muchos de los nombres que repicaban los altoparlantes de la feria me eran absolutamente desconocidos -“ya no basta ver programas televisivos de carácter informativo para reconocer a muchos de los firmantes, ahora tienes que ser un experto en concursos de cocina, programas entorno a gente con problemas de conducta y estar al día de todo cuánto sucede en el mundo de youtubers”, me comentaba alguien de gran erudición- y podría concluirla contándoles cómo un grupo de gente se agolpaba entorno a un blanquecino y fantasmal Nicolás –lo de pequeño se lo reservo al personaje del gran Goscinny– que, con la misma cínica sorna con la que alardea en platós, se enorgullecía de recibir inexplicables e inmerecidos aplausos y reconocimientos. Podría también convertir esta crónica en el enésimo listado de recomendaciones o en el patíbulo donde, con gritos de pose indignada, condenar a todo aquello que en forma de libro no responde, lo pretenda o no, a la exclusiva y meritoria definición de literatura. Convertida la crónica en patíbulo y yo disfrazada de Savonarola, podría divertirme en mandar –figuradamente se entiende- a la hoguera los libros merchandising y condenar sin arrepentimiento alguno a aquellos autores que sustentan su éxito en la espectacularización de su enfermedad y en un hipócrita discurso, con tintes coloridos, del “todo saldrá bien” y del “quiérete a ti mismo y a los demás”. Y como esto del patíbulo es divertido, podría proseguir condenando, como dijo hace algunos años una conocida autora, a todos los “infiltrados” que ocupan el sitio de los verdaderos escritores y rematando –ya les he dicho que esto del patíbulo es un verdadero gaudio– aludir a la escena tan real como surrealista en la que una autora, cuyo valor literario es tan cuestionable como su autoría, se quejaba por el triunfo de la mala literatura. Ya se sabe, “en el país de los ciegos, el tuerto es el rey”. Sin embargo, trataré de emular –ya que está tan de moda reescribirle, traducirle o amputarle… todavía más- al mismísimo Cervantes en la introducción de El Don Quijote de la Mancha afirmando, con la mayor claridad y coherencia, que no escribiré nada de lo que he anunciado.
Anunciados los propósitos del no-escribir, ¿ahora qué? Se preguntaba el maestro Macedonio, “¿por dónde andará ahora el lector?” y esto mismo me pregunto yo, ¿sigue usted ahí? Y es que lo verdaderamente difícil es retener al lector, en concreto al lector exigente, aquel que no se deja engañar por modas o meras campañas publicitarias, aquel que ante la farsa cierra el libro y lo abandona, sin escrúpulos ni remordimientos, pues sabe que nada hay de más inútil que leer algo que no merece. Este lector es quien debe ser el verdadero protagonista de esta crónica porque es a él, en verdad, a quien esperan, tras sus casetas, los editores, orgullosos por todos aquellos libros que, con unos esfuerzos económicos y humanos que las cifras no consiguen reflejar en su totalidad, han editado a lo largo de este curso que ya termina. El lector ve en aquellos libros colmadas sus expectativas y el editor ve recomepensado el trabajo realizado. La caseta del grupo Contexto –Libros del Asteroide, Periférica, Nordica, Impedimenta, Sexto Piso– es la evidencia de que no hay nadie más sabio que el buen lector y que la ética y el compromiso en la labor editorial es recompensada: las ventas han aumentado este año y los lectores se agolpan en este amplio mostrador conversando con los editores que allí, fieles escuderos de sus libros, aconsejan a los que vienen a por nuevas lecturas. Allí está Diego Moreno: sus libros despiertan el entusiasmo de cuantos allí se agolpan, clásicos contemporáneos y autores actuales, libros ilustrados o novelas más tradicionalmente editadas, prosa y poesía; no hay límites para el lector ávido de literatura, para ese lector que no consigue alejarse de la caseta sin llevarse consigo la Metamórfosis de Kafka recién reeditada por Nórdica, Selva Negra de Valérie Mréjen, editada por Periférica bajo la batuta de la inteligente y de gusto refinado Paca Flores, Matemos al tío de Rohan O’Grady, traducida espléndidamente por Raquel Vicedo para Impedimenta (nunca estaremos demasiado agradecidos por la espléndida labor que realiza Enrique Redel), Memoria por correspondencia de Emma Reyes, un indispensable, o Gótico de carpintero de William Gaddis (Sexto Piso). Unas casetas más allá, está Donatella Iannuzzi, quien ve en la Feria una extraordinaria posibilidad de entablar diálogo con los lectores, “hablar con ellos de tú a tú”. Imposible quedarse con uno sólo de los Gallo Nero: Ainara o Tour de France son una de sus más recientes publicaciones, aunque mi mirada se dirige irremediablemente hacia Manual de Saint Germain de Pres de Boris Vian, un libro cuyas páginas ya gastadas está en mi estantería junto a las memorias de la librera Adrianne Monnier.
Recorro arriba y abajo el inmenso pasillo flanqueado por las casetas: Rosa Montero, Javier Marías o Lorenzo Silva no dejan de firmar ni un segundo; los lectores se les acercan, con su última novela, pero también con libros anteriores. Muchos de los lectores atesoran en sus bibliotecas todas las obras de estos autores, “¿Cuándo volverá Chamorro?”, pregunta un lector a Silva, mientras una madre y una hija comparten su experiencia –compartida- lectora con Rosa Montero. “Marías, Reverte, Montero o Silva son autores que merecen nuestro máximo reconocimiento”, me comenta Jesús Marchamalo, que firma en Nórdica su espléndido relato Kafka y el sombrero, “siempre acuden a la feria, su compromiso con los lectores es absoluto, admirable”. Marchamalo se queda firmando mientras prosigo mi recorrido. Entre las primeras filas está la caseta de Berkana, allí está la editorial Dos Bigotes, junto a otras editoriales especializadas en literatura LGTBI. Se acerca mucha gente, es reconfortante ver como los prejuicios se van desmoronando y el respeto va ganando espacio. La sociedad va por delante de sus instituciones, basta pensar en los “chistes” y los latiguillos que hace apenas dos años soltaba el ya jubilado monarca en una caduca ostentación de virilidad.
Camino, saludo a Rosa Ribas que, de estante en estante, sin perder la sonrisa, firma Miss Fifty y su recomendable novela Pensión Leonardo; me encuentro con Patricio Pron, que dialoga con una joven que, entusiasmada, le habla de El libro tachado. Lo ha leído con entusiasmo, con el mismo entusiasmo con el cual le pide una dedicatoria. “Allí está la de la tele” grita una mujer señalando hacia una caseta en la que firma alguien que se dedica hacer cupcakes; tiene una larga fila la autora/cocinera en cuestión, pero parece carecer de nombre. Paso por algunas casetas donde no hay firmas y si las hay son pocas. “Nosotros no firmamos”, me dice un autor entre risas, sin rabia. Su orgullo lo deposita en el libro y es que mejor enorgullecerse de su propia obra que de la dimensión de la cola. Como el edificio descrito por Peréc, la feria es un conjunto de vecinos y apartamentos, cada uno con sus características, cada uno con sus invitados y sus huéspedes, pero destinados a convivir en armonía, a pesar del cizañero de turno. Hay apartamentos que apetece más visitar, otros que tan sólo se observan a la distancia y otros que se esquivan; apartamentos y casetas y libros. La feria es una gran fiesta de la lectura y una metáfora de una sociedad plural, donde todos entramos y nadie sobra. La cuestión simplemente es elegir.