Giuseppe Scaraffia, el dandi de los grandes placeres
Por Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
“La actividad literaria relevante sólo se puede dar cuando se alterna del modo más estricto la acción y la escritura, al cultivar esas modestas formas que corresponden a su influencia en las comunidades más activas mejor que el ambicioso gesto universal del libro: a saber, las octavillas, los folletos, los artículos en revistas, los carteles”. Con estas anotaciones comienza Walter Benjamin su heterodoxa nouvelle Calle de dirección única, una obra a medio camino entre la narración experiencial y el ensayo filosófico a partir de breves escenas que, como los carteles que decoran la ciudad moderna, se iluminan durante el recorrido urbano por las calles. La actividad literaria así concebida por Benjamin es la única que podrá dar respuesta a la realidad del siglo XX, una realidad que, como indica el propio filósofo pocas líneas antes, se sostiene en una construcción de la vida que “se encuentra actualmente mucho más en poder de los hechos que de las convicciones” y, añade, “de unos hechos que casi nunca han servido de base de convicciones”. En estos hechos, fragmentarios, diminutos, perdidos ante la mirada naturalizada del individuo, incapaz ya de percibirlos, Benjamin encuentra la clave de lectura para realizar una crítica, desde la tradición marxista, al mercantilismo del siglo XX, para describir la renovación de las ciudades, aburguesadas, sometidas a la dictadura de la mercancía, de la reproducción y de la imagen como escaparate, pero también para elogiar el arte de la reproducción, el arte que ha perdido su aura, pero que se ha vuelto transversal, un arte que, como él mismo señalaba, se encuentra en las octavillas, en los carteles, en los artículos, incluso en los nuevos productos culturales, como el cine o la televisión –no olvidemos que Walter Benjamin escribió un breve artículo sobre Mickie Mouse como expresión imprescindible del nuevo contexto cultural de inicio del siglo XX.
Si bien podría discutirse, y una extensa bibliografía así lo avala, la equiparación del dandi con el flâneur, el Diccionario del Dandi, escrito por Giuseppe Scaraffia hace ya algunos años, pone el acento acerca de la necesidad de ir más allá del tópico que rodea, ya sea la figura del dandi como la del flâneur, subrayando como tras estas dos figuras se escondía una respuesta crítica, incluso filosófico-artística, a un tiempo, la modernidad, del que el dandi y el flâneur no se sentían partícipes: “el dandi se mide continuamente ante el espejo”, señala Scaraffia para, de inmediato, matizar: “sería equivocado dejarse distraer por la aparente frivolidad y la innegable afectación de la atracción”. En efecto, “el espejo del dandi permite seguir manteniendo la diferencia que separa el aquí y ahora, el presente, de cualquier utopía. El escepticismo del dandi es sino la amarga ciencia de tener fijada en sus ojos la Medusa del mundo y esa otra, a veces menos aterradora, de la muerte”. La belleza se vuelve melancólica, la belleza ya no es una mera exaltación, sino que la captación de la belleza es una captación irónica, aferrada a un tiempo pasado ya caducado: la belleza está en esta captación dialéctica de lo inmediato, de los placeres fugaces, instantáneos, desde la conciencia de su finitud. “La felicidad burguesa pretende aislar el placer del dolor, separar el yo de sí mismo, trazando una frontera artificial en el interior del ser”, afirma Scaraffia, para quien el dandi, el flâneur, es aquel que trata de reconstruir la unidad de un todo, aquel que, como Baudelaire, busca las correspondencias bajo el predominio de lo singular. No hay felicidad sin dolor, no hay placer sin la conciencia de su finitud: la felicidad, “privada del dolor y reducida a la simple alegría, pierde todo su sabor y, sobre todo, esa continuidad que la convertía en algo valioso, la única capaz de abrigar en sí a todo el individuo”. Años después de haber escrito Diccionario del dandi, Giuseppe Scaraffia regresa con Los grandes placeres (Periférica), un libro difícilmente definible –si es que la literatura debe ser definida- y que puede ser entendido, por un lado, como un diccionario portátil, en diálogo con el memorable Diccionario de la literatura portátil de Enrique Vila-Matas y, por el otro, como un diario intelectual que, entre la narración y la reflexión estética, dialoga con Calle de dirección única. Con la obra de Benjamin comparte las escenas, la fragmentación y la puesta en luz de pequeños detalles –de pequeños placeres- a partir de los cuales Scaraffia, al igual que Benjamin, plantea una lectura filosófica de la modernidad y, en concreto, una lectura acerca del rol de individuo literalmente perdido y vaciado de su propio yo en el mundo de la homogeneidad, de lo mercantilmente valioso, en el mundo en el que el valor y su grandeza desplaza lo efímero y, sin embargo, significativo.
“Hay diferentes modos de amueblar el vacío”, escribe Scaraffia en su introducción, en la que se resume la poética de libro: “el vacío que hemos de amueblar para no nos absorba es mucho más extenso que cualquier pared, y cada cual se esfuerza cada segundo de su vida en amueblarlo”, continúa el autor, quien plantea Los grandes placeres como una respuesta a un vacío existencial al que todo individuo debe enfrentarse, sino quiere permanecer engañado tras el ilusorio velo de Maya. Si Freud ya alertaba, en sus disquisiciones entorno al placer y al deseo, de que el placer nunca puede ser completo, puesto que su completitud anularía el deseo, cuya satisfacción es precisamente la consciencia de la imposibilidad de su plena satisfacción, Scaraffia parece alertarnos, como ya lo hacía en Diccionario del Dandi, de que el placer reside en la conciencia del vacío: de la misma manera que el dandi, así como el flâneur, son conscientes de que la felicidad reside en la consciencia melancólica del dolor, de la inevitabilidad de su presencia, el placer reside en un vacío de que debe ser rellenado, aunque nunca podrá ser anulado. “El último medio para resistir el peso aniquilador y amenazador del vacío es el suicidio, que aspira a derrotar al adversario en el tiempo”, pero el suicidio, más que un medio, es una deserción. “El suicidio es la versión sacra de la prisa profana que nos empuja en una carrera contra el tiempo perdida sin remedio de antemano”, prosigue Scaraffia cuya obra puede ser definido como un remedio contra el suicidio, un remedio contra el mal y la deserción. Se trata de un remedio que no asegura paraísos perdidos, no hay condescendencia, sino una llamada a hallar el placer en lo nimio, en lo pequeño, en aquello que escapa de toda mercantilización, en aquello que no puede ser cuantificado sino en su fatuidad. Giuseppe Scaraffia ya no teoriza sobre el dandi, en Los grandes placeres Scaraffia se convierte en un dandi, en un flâneur cuya práctica no se limita –como dijimos nunca se limitó- a un mero caminar por las calles, se trata de una práctica de la mirada y del intelecto, una práctica que se realiza maleta en mano: “¡Nada más que lo necesario, ya sabéis que allí no se encuentra nada!” exclamaba Bernhardt. En la maleta está lo necesario para rellenar ese vacío incolmable, en la maleta está lo que no se ve, lo que a lo mejor nunca nadie verá; hablamos de maletas y hablamos de Antonio Machado y de Walter Benjamin, de maletas perdidas, ¿qué había en ellas? Si bien no hay respuesta para ello, las maletas definen a Machado y a Benjamin, porque “cada maleta es un autorretrato y una confesión”. Los grandes placeres es la maleta de Giuseppe Scaraffia, es su autorretrato y su confesión, a la vez que una reivindicación de esos pequeños grandes placeres que, como la más valiosa de las maletas, nunca debemos abandonar, pues ellos, como dirían los clásicos, son el dulzor que nos permite soportar la amargura. No hay un pendular, como decía Schopenhauer, entre el placer y el dolor, ambos conviven y lo hacen en esa maleta que tan pronto deja de ser un lastre para convertirse en nuestro más fiel retrato.