PERROS EN EL CAMINO, de Pedro Ugarte
Perros en el camino
Pedro Ugarte
Algaida, 2015
Por Ignacio González Orozco.
Pedro Ugarte (Bilbao, 1962) cuenta ya con una dilatada trayectoria literaria, ensanchada a efectos de público por su habitual presencia en medios de comunicación y redes sociales. Su novela más reciente, aparecida en 2015, se titula Perros en el camino y es la historia de un grupo de aprendices de escritor con diferentes grados de fortuna en su empeño. Tras la común vocación literaria, los apegos, lazos y sentimientos contradictorios tendidos entre unos y otros mediarán una tragedia que marcará de por vida a todos, aunque el desenlace, henchido de esperanza, parece reconciliar a la buena literatura con los finales felices que a menudo se le resisten en la mente de los autores.
Ugarte es un escritor apasionado. Combina su trabajo en una institución pública con el oficio de escribir y figura –presumo– entre quienes se acuestan de mal yogur si no han podido rellenar unas holandesas, aunque sea a deshoras, por culpa de las veleidades de la jornada diaria. Con Perros en el camino ofrece una visión agridulce de ese arte que practica, y que en su trato se asemeja al amor cuando nos da a probar veneno por licor suave (valga la cita de Lope); un ejercicio ingrato de persecución de quimeras con frecuencia agobiantes, cuando no angustiosas, sin rasgos claros más allá de una prurito de difícil conceptualización y una tendencia incómoda al narcisismo. Ugarte sentencia que la literatura “es una pasión inútil” y así lo deja caer, sin más, manteniendo al lector en la duda de si esa inutilidad –dados los tiempos que corren– es de tipo económico, con lo cual sería esta la más llevadera de todas sus desventajas. En el fondo, la literatura –aparte de mucha técnica y diferentes aportes de ingenio– es pasión, y como dijo Hegel, nada grande se ha hecho en la historia sin el concurso de las pasiones.
Tiene acierto el narrador al describir el sacrificio y el dolor del acto de escribir, aunque se trate de un pesar asumido voluntariamente. Debido a ello, el escritor es un mártir de sí mismo, así que no debiera mostrarse tan quejica (peor es ser mártir de otro, o su explotado… aunque esta categoría también se da en el mundo de las letras). Si todo compromiso nos perfila y delimita, con el subsiguiente temor al ridículo, el castigo o el simple yerro, ¿cómo no iba a hacerlo el ejercicio literario?
Como ocurría en novelas anteriores de Ugarte, es marca de la casa que la acción aparezca trufada de reflexiones de todo asunto, y Perros en el camino no abandona esa línea sentenciosa: ya se ha dicho, las hay sobre la propia literatura y los escritores (que a veces parecen la antítesis emocional de la anterior), junto con muchas otras relativas a las relaciones interpersonales y las costumbres y valores sociales. Cualquier detalle de la historia puede servir como percutor para disparar tales comentarios, en los que se aprecian los mismos principios morales y políticos ya conocidos por cuantos han seguido al autor en prensa y redes sociales. Sin embargo, no se trata de meras excusas para la proclama (aunque se note la fruición con que cultiva Ugarte esta suerte de anotaciones intercaladas), pues quedan perfectamente integradas en la trama. Así pues, se estará de acuerdo o no con los aforismos escondidos tras las cavilaciones de quien firma la novela, pero lo que nadie puede negar es que su prosa se refuerza con sus diversos elementos, en un todo recio en su estructura y admirable –por bello– en sus hechuras.
Hablando de formas, cabe decir que Ugarte merece el grado de experto en la construcción novelística. Su lenguaje es cuidado; su párrafo, sonoro. Le preocupa el equilibrio interno de la adjetivación y la perspectiva novedosa del matiz que esta pueda aportar, porque en todo momento está buscando la imagen. Y se luce en el ejercicio de la descripción, saltando de continuo de los rasgos físicos evidentes a la percepción sentimental de las semblanzas más ocultas. Pocas prosas hallará el lector tan cuidadas –y logradas, porque el excesivo mimo conduce en otros autores a la pesadez o el amaneramiento– en las letras hispanas de nuestros días.
En suma, una excelente novela de un narrador maduro y valioso, que atraerá a quienes todavía piensan que una buena historia tiene la obligación de estar bien escrita, como creía Cortázar, y que también invita al lector a una meditación polémica –o a la plena aquiescencia, según el gusto de cada cual– con sus apreciaciones acerca de esa vida que compartimos todos pero por suerte o desgracia ninguno entendemos del mismo modo.