“Amor malo y feroz”, de Larry Brown

Os ofrecemos uno de los relatos del libro -aún inédito- de Larry Brown, Amor malo y feroz, que publicará la editorial Bartleby (traducción de Luis Ingelmo).

En librerías: 4 de octubre de 2010
ISBN: 978-84-92799-20-6
287 páginas
PVP: 18,00 €

Desenamorarse

«Sheena, mi enamorada, y yo estábamos caminando. Era de noche, muy tarde. Las nubes habían tomado la forma de grandes hongos y nubecitas dulces y la noche era hermosa como ninguna, con la excepción de que se nos habían pinchado dos ruedas del coche unos cuantos kilómetros atrás y no teníamos ni idea de dónde estábamos ni a quién pedirle ayuda. Aparte de esta emergencia puntual, era evidente que algo no marchaba bien. Habíamos llegado al extremo de querer matarnos uno al otro, un tema del que ya he hablado en otra ocasión.
Sheena era todo amor, una verdadera gatita. La había querido durante años, desde que me había desecho de la señorita Sheila, y me sentía como si me hubieran arrebatado un trozo de mí mismo. Sheena no estaba tan colada por mí como yo lo estaba por ella. Era innegable. Había pensado en pegarle un tiro a ella y después pegarme otro a mí, pero eso no le habría reportado ningún beneficio a ninguno de los dos. Todo se resumiría en una breve noticia de periódico que unos extraños leerían y lamentarían para de inmediato pasar a la sección de los deportes. El amor se tuerce. Pasa a diario. No tienes que matarte por amor si puedes evitarlo, aunque a veces es difícil no hacerlo.
Si no hubiéramos pinchado podríamos habernos metido por el bosque, poner algo de Thin Lizzy, le habría dicho que aún estábamos a tiempo de arreglar las cosas. Que no era sólo que ella fuese mi amor, sino que era el amor de mi vida. Después, en la oscuridad, podríamos habernos dado un buen achuchón. Pero no me quería, al fin me había dado cuenta, así que decidí ser un verdadero cabrón con ella.
-Lo que te pasa es que no sabes escuchar a nadie -le dije.
-No, lo que pasa es que estoy hasta el coño de oírte -dijo ella.
-Que te den -dije.
-Bésame el culo -dijo.
-Pues bájate los pantalones -dije, a ver si colaba, pero no fue así y nos pusimos a caminar en direcciones opuestas.
No me explicaba cómo era posible que algo que había empezado tan bien tuviese que acabar así de mal. La palabra amor es mucha palabra y cubre un territorio enorme. Te puedes pasar la vida entera persiguiéndolo y acabar sin nada, siendo un viejo desdentado con la nariz grande y pelos en las orejas, todo el día amargado en el bar al acecho de alguien de tu edad pero con probabilidades de éxito cada vez menores. Llegada cierta edad ya se han acumulado demasiados goles en tu contra.
No sabía qué hacer, ni adónde ir. Estábamos a montones de kilómetros de cualquier ciudad, de alguien que pudiera habernos echado una mano con el equipo adecuado para arreglar un pinchazo o que hubiera enviado un camión para remolcarnos. Ya me veía caminando días enteros, durmiendo en la cuneta. Sin duda el primer tío que pasara la recogería a ella, pero no tenía tan claro que la primera mujer que pasara me recogiera a mí. Me volví para verla. Sheena empequeñecía poco a poco en la distancia, aunque aún distinguía aquel magnífico culo suyo bamboleándose. Seguro que lo bambolearía más en cuanto oyese que alguien pasaba por allí. Ni siquiera tendría que hacer dedo, con otras partes del cuerpo le bastaban para llamar la atención, pero yo no me veía a mí mismo sin ella para siempre. Había encontrado al fin a la mujer de mi vida, pero ella ya no quería saber nada de mí. Me lo había buscado yo solo, por haberme quedado levantado hasta las tantas escuchando Grandes éxitos musicales y friendo patatas a las dos de la mañana, por haber amontonado las bolsas de basura en el armario escobero, por haber dejado que me crecieran las uñas de los pies y rasparle las piernas de noche en la cama. Parecía que al principio de una relación todo iba a las mil maravillas, pero enseguida os acababais conociendo uno al otro. Entonces descubrías que, a pesar de su aparente belleza externa, tenía una verruga asquerosa en el culo, o que había nacido con seis dedos en los pies y le habían cortado uno, lo cual te hacía pensar en cuestiones de herencia y descendencia. Te despertabas por la mañana antes que ella, te acercabas y le olías el aliento y entonces soltabas un Me cago en la puta, ¿se puede saber qué carajo comiste anoche? Cosas así rompían el encanto, y la opinión que te habías hecho de alguien cambiaba cuando le conocías en profundidad después de haber vivido juntos, cuando la veías por la mañana y te fijabas en que en la parte de atrás de los muslos tenía pequeñas vetas de grasa.
Aun así, quería salir corriendo en su busca, porque la quería tal cual era y porque nadie es perfecto, especialmente yo, pero en el instante en que una persona es consciente de que hay alguien perdidamente enamorado de ella, ésta automáticamente pierde el interés y se distancia, ya que el ansia que uno siente por otro es rara vez compartido en igual medida por los dos. Aquello me entristecía y me descolocaba, pero tenía que encontrar una solución, pues ella estaba desandando el camino por el que habíamos llegado, de vuelta hasta Oxford, parecía, si fuera preciso, y lo que yo necesitaba era que me montaran deprisa dos ruedas sin cámara, o al menos que les pusieran un parche a las pinchadas, y necesitaba un gato y una llave inglesa de cuatro brazos, pero no tenía nada de eso. Habíamos salido sin herramientas, no iba a ser más que acercarse hasta la licorería, habíamos comprado unas Budweiser y desde ese momento las cosas fueron cuesta abajo. Y sin frenos. Pensé A tomar vientos. Decidí que cortar el césped podía esperar hasta más tarde. Planes minúsculos e insignificantes.
Nos peleamos, por algo que ya se venía cociendo desde tiempo atrás, por una chavala con la que había estado hablando en un bar hacía unas noches, alguien que se había interesado por mi trabajo. Ya se lo había advertido, que eso era algo inevitable, y durante un tiempo pareció entenderlo. Incluso soportó sus llamadas durante un tiempo, aquellas mujeres que llamaban por teléfono a cualquier hora del día o de la noche.
Pero llegó un momento en que empezó a decir «Otra llamada para ti», me pasaba el teléfono mientras sonreía con los labios apretados y acercaba una silla para observarme y escuchar toda la conversación. Yo me encorvaba sobre el teléfono y en voz baja preguntaba quién era pegado al micrófono. Ella quería que nos cambiasen el número de teléfono. Yo no. Quería que lo quitaran del listín. Protesté. La gente tenía que ponerse en contacto conmigo para consultarme los detalles, para pedir presupuestos, le dije. También tienen que ponerse en contacto contigo para otros asuntos, o eso parece, dijo ella. La cosa fue a peor. Empezaron las peleas. Si queríamos hacer el amor, antes teníamos que hacer las paces, y es que eso es matador. Acabó con lo que sentíamos uno por otro, y una vez que te empieza a corroer te conviertes en un candidato excelente para terminar persiguiendo a alguien por la carretera, igual que me estaba sucediendo a mí aquella noche.
No paraba de caminar y yo salí tras ella. Intentaba acercarme lo suficiente como para que me oyera llamarla. Seguro que iba a sonar horriblemente mal, cuanto más lo pensaba más claro lo veía, además de que posiblemente me ignoraría, seguiría caminando, como si nada.
Me recordaba a aquella vez en que había visitado el Zoológico de Memphis, hacía años, antes de que me llegase la pubertad. Iba caminando con un globo atado a un palito en una mano y un cono de algodón dulce en la otra. Estaba yendo de un sitio a otro, y me acerqué hasta el foso de los osos, en donde había mucha gente congregada y mirando. Eran unos osos enormes, no sé si pardos o qué. Allí estaba sucediendo algo, eso estaba claro. Los osos estaban abajo en un gran foso lleno de rocas, con una charca artificial y una cueva artificial, viviendo una vida artificial. La gente apuntaba al foso y sonreía. Yo me abrí camino entre la multitud para ver qué pasaba. Algunos padres tenían a sus hijos encaramados al cuello, los sujetaban por las piernas. Había dos osos allá abajo en el foso, dos bolas peludas y enormes. Uno de ellos estaba de pie y el otro estaba tumbado sobre la espalda con las garras en el aire, moviendo la cabeza y mirando a la gente. Parecía un poco borracho.
Miré a los osos, miré a la gente y después volví a mirar a los osos. El que estaba de pie metió la nariz entre las piernas del que estaba tumbado sobre la espalda y aspiró con fuerza. El oso tumbado sobre la espalda levantó la cabeza, puso los labios en forma de O haciendo un túnel con la boca y gruñó ¡ROOOOOOOOOOOOOO! a todo volumen. El oso que estaba de pie giró el cuello, cargó su peso alternativamente en cada pie, volvió a meter la nariz entre las piernas del otro oso y, mientras el oso que estaba tumbado agitaba las garras delanteras y gruñía ¡OOOOROOOOOOO! ¡MOOROOOOOOO! ¡GROOOOOOOO!, aspiró con fuerza.
La gente sonreía y apuntaba, mientras el oso que estaba de pie meneaba la nariz, volvía a meterla entre las piernas del otro oso y de nuevo aspiraba con fuerza. El oso tumbado cerró los ojos, agitó la cabeza y gruñó ¡BROOOOOOOOOOOOOOOO! Después se levantó y lamió al otro oso un poco, ambos lo hicieron, y entonces lentamente se giraron juntos, se metieron en la cueva y desaparecieron. La multitud seguía mirando. Yo también. Pero los osos no salían. Sentía, aun ya entonces, hace tantos años, que algo extraño y misterioso estaba sucediendo, algo que no se nos iba a permitir observar. La multitud se disipó después de un rato, de uno en uno y en grupos de dos personas, después en grupos de tres y de cuatro, hasta que yo era el único que quedaba allí. Seguía con la vista fija en la oscura entrada de la cueva, pero ya no había nada más que ver excepto el aire negro en su interior y unas formas imprecisas que se movían allí dentro. Después de un rato yo también me fui, los dejé en paz.
De repente lo había recordado todo mientras perseguía a Sheena. Temía que algún extraño cogiese a Sheena, no quería ni pensar lo que le haría o intentaría hacerle. En estos tiempos que corren no es una buena idea ponerte a hacer dedo para que te coja un desconocido. Puede pasarte de todo. Prefería no tener que presenciar que le sucediera nada peor que yo mismo. Ya tenía suficiente conmigo, desde luego, aunque quería mejorar para ella, intentar rectificar mis errores si me lo permitía. Pero parecía que caminaba cada vez más deprisa, y no me estaba acercando a ella en absoluto. Me dolían las piernas, hacía calor, aunque había cerveza en el coche. Ella ya había pasado a su lado pero yo me estaba acercando. Por fin llegué a la altura del coche y paré para tomarme un respiro. Reparé en la neverita que estaba en el suelo y dije, Joder, ya que estamos aquí, aprovecharemos.
Los pinchazos habían ocurrido oportunamente justo a la sombra de un árbol, y no se estaba nada mal bajo aquellas ramas tan frondosas. Casi hacía fresco, y la cerveza estaba fría, de modo que cogí una y me senté a la orilla de la carretera, apoyado en el coche. Eso me daba tiempo de sobra para reflexionar. Se puede resolver prácticamente cualquier asunto si se dispone del tiempo oportuno para reflexionar. Es como un alto en el camino para obtener una perspectiva general. Abrí la cerveza y eché un buen trago frío, después encendí un pitillo, y entonces el mundo ya no me parecía ni la mitad de malo. Había algunos árboles más en la orilla de la carretera, se estaba bien a la sombra, incluso había algo más allá una pequeña acequia con ranas sentadas en los bordes. Todo rezumaba cierto sosiego. Pensé, Bueno, ¿y qué si ella acaba dejándome? ¿Va a ser el fin del mundo? No, no iba a ser el fin del mundo. El mundo no se iba a salir de su eje sólo porque a alguien le hubieran roto el corazón. El sol no iba a dejar de salir. Me pregunté a mí mismo si sería doloroso. Sí, sería doloroso. Dolería durante un número indeterminado de días o de semanas. Con un poco de suerte no me dolería durante toda la vida, aunque no había manera de anticipar cuánto tiempo pasaría antes de que encontrase a otra tan buena como ella. Cuando la hicieron rompieron el molde. Miré en dirección hacia ella. Ya no se la veía.
Seguí bebiendo cerveza y fumando cigarrillos un rato. No era un mal modo de dejar que pasara el tiempo. No estaba seguro de qué hacer con el coche (era de ella). No quería dejarlo allí sin más. Podía haber vándalos por los alrededores, tíos al margen de la ley que podrían quitarle las ruedas y afanar el equipo de música, o largarse con la batería. Tampoco quería quedarme allí plantado vigilándolo toda la noche. Así que me puse a revisar su estado. Los dos pinchazos habían sido en el lado del conductor. De pronto me asaltó una idea: ¿Por qué no conducirlo tal cual estaba, pero muy despacio? Era una idea tan buena que no me explicaba cómo no se me había ocurrido antes. Había leído en alguna parte que se podía conducir con una rueda pinchada durante veinticinco kilómetros si se hacía muy despacio. Aunque tuviera dos pinchadas, podría conducir más deprisa que la velocidad a la que Sheena caminaba, y entonces lograría por fin alcanzarla. De modo que me monté en el coche y coloqué la cerveza entre las piernas. Giré la llave del contacto y arrancó a la primera. Se notaba un poco desequilibrado de mi lado, eso era todo. Seguro que el aspecto era de risa, y recé para que nadie se aproximase por detrás y se pusiera a tocarme la bocina.
Torcí despacio al entrar en la carretera, para comprobar su tacto. Botaba un poco. De repente temí que las ruedas pudieran estropearse, así que saqué otra cerveza para ahuyentar esos pensamientos.
Quise ver lo deprisa que iba una vez que había conseguido enderezar la dirección y poner rumbo al encuentro con Sheena, pero aún seguía en primera y el velocímetro no hacía más que dar saltos entre 0 y 10 km/h. Supuse que Sheena estaría caminando a unos 4 ó 5 km/h. Me pregunté: ¿Podré cambiar a segunda? Lo hice. Las ruedas empezaron a golpear el asfalto un poco más deprisa. La aguja subió hasta casi 15 km/h. Sonreí. Era sólo cuestión de un momento antes de que la alcanzase.
Encendí la radio y traté de buscar algo de música. Me puse las gafas de sol. Sentía como si de verdad estuviera progresando.
La última vez que me había montado en el coche de Sheena había visto dos o tres porros en una cajetilla vacía de Marlboro dentro de la guantera. La abrí y la cajetilla de Marlboro todavía seguía allí. Cogí el volante con los codos y miré dentro de la cajetilla y, claro, aún estaban allí los dos porros. Saqué uno y el otro lo dejé en su sitio. Las cosas me estaban saliendo a pedir de boca. Era domingo por la tarde y Army Archard repasaba la lista de los 100 grandes éxitos de 1967. Encendí el porro, el coche iba dando botes mientras yo mantenía el humo dentro tanto como podía y bebía la cerveza sin quitarle ojo a la carretera. Después de un rato ya estaba alucinando por lo bien que me estaba saliendo todo. Sonaban Jimi Hendrix y Janis Joplin y Elvis Presley y The Doors y Cream y Grand Funk Railroad y Creedence Clearwater Revival y Percy Sledge, uauá uauá ua. Me puse a cantar en alto y a mover los hombros al compás, y cuando el porro se iba terminando le di caladas más cortas para sacarle tanto como diera de sí. Army metía baza de vez en cuando, hacía comentarios sobre lo buenas que eran las cosas y lo afortunados que habíamos sido de vivir en esa época. Yo estaba de acuerdo al cien por cien. Ojalá me hubiera largado a San Francisco y hubiera llevado flores en el pelo. Ojalá hubiera sido hippy en vez de haber estado recogiendo algodón. De repente ya no me parecía mal que Sheena me fuese a dejar, e intuí que había sido algo inevitable. Éramos dos personas muy distintas. Veníamos de ambientes distintos y nuestros intereses no eran parecidos. Lo raro era que hubiéramos aguantado tanto tiempo juntos. El amor adquiría multitud de formas y a veces lo que se asemejaba al amor en realidad no era en absoluto amor, tan sólo un capricho pasajero disfrazado. Te dolía cuando sucedía así, y te dejaba para el arrastre durante una temporada, pero tarde o temprano te reponías y encarabas el mundo y veías que era peliagudo encontrar el amor y que a veces se hacía preciso indagar. El amor no iba a plantarse justo delante de ti y a soltarte una bofetada. No se te iba a echar a las rodillas de camino por la calle. El amor no iba a saltar desde un segundo piso para caer encima de ti.
Seguí conduciendo, dando pequeños botes, mientras la aguja temblaba entre 10 y 15 km/h. Las ruedas hacían bop, bop, bop y la goma se retorcía bajo las llantas, provocando que el coche se meneara suavemente. Iba a conseguirlo, eso seguro. Todo aquello no era sino un contratiempo pasajero.
Army Archard seguía poniendo los grandes éxitos de 1967. Yo seguía bebiendo las cervezas. Había bastantes más en la neverita. Tenía cigarrillos de sobra. Divisé una figura que iba caminando por la cuneta, que aumentaba de tamaño según me iba acercando. Yo llevaba el ritmo de la música dando golpecitos con una mano sobre el volante y con las deportivas sobre la alfombrilla. Seguro que a Sheena le extrañaría verme llegar botando en su coche. Entonces me percaté de que aquella noche iba a dormir solo, de que no me rodearía con los brazos ni me abrazaría durante la noche, de que jamás volvería a abrazarme.
Jamás, volvería, a abrazarme.
Pegué un frenazo justo a su lado. Ella dejó de andar y se volvió para mirarme. Estuvimos mirándonos uno al otro durante casi un minuto. Pude haberle dicho un montón de cosas, pude haberle prometido el oro y el moro aunque después no lo hubiera cumplido, lo que fuera con tal de que subiera de nuevo al coche. Pero todo lo que le dije fue:
-¿Quieres que te lleve?
Se montó sin decir ni una palabra. Cerró la puerta y se puso de rodillas sobre el asiento, con aquellas maravillosas piernas suyas recogidas, envuelta en un moreno intenso, con una musculatura del copón, la culturista ganadora de catorce trofeos. Yo era flacucho, tosía por las mañanas, tenía gases la mayoría de los días. Tenía los ojos pegados a los míos, me miraba fijamente con aquel azul intenso y bellísimo. Entonces se me abalanzó. Se me abalanzó y me rodeó con los brazos y me estrechó (era capaz de levantar noventa kilos) con fuerza. Pegó los labios contra los míos, apretó firmemente la boca contra la mía y me empujó contra la puerta del coche, podía oírla resoplando por la nariz. Me estaba succionando el aire mientras me besaba con todas sus fuerzas. Mi lado del coche estaba más bajo que el suyo y la tenía encima de mí, me escaló por el regazo, un rato me manoseaba y otro me abrazaba mientras me retenía contra la puerta. De repente ésta se abrió y yo caí de espaldas sobre la carretera, a excepción de los pies, que aún seguían dentro del coche, y Sheena gateó y se echó encima de mí, me besó, me apretó el cogote contra el asfalto y me estrujó las orejas entre las manos, jadeaba, me estaba perdonando, me estaba cubriendo con su amor, tanto amor que tapaba el sol, allí tumbados junto a una rueda pinchada y los bajos herrumbrosos del coche en plena carretera, donde cualquiera que pasara por allí en busca de un verdadero testimonio de amor podría presenciarlo yendo al volante, sin disimulos, expuesto ante la mirada del mundo entero.
Entonces fue cuando pararon los polis, dos, con cara de pocos amigos y gafas de sol, y supe mientras se me revolvían las tripas que nuestro final feliz estaba a punto de dar un giro fatal».

– Sobre el autor

Larry Brown (1951-2004) atrajo en 1988 la atención tanto de la crítica como del público con la publicación de su galardonada primera colección de cuentos, Facing the Music (Premio Literario 1989 del Mississippi Institute of Arts and Letters). Su primera novela, Dirty Work (1989), se ganó el clamor de la crítica de su país y fue calificado como un poderoso trabajo de gran honestidad obteniendo, además, el Premio Literario 1990 del Mississippi Institute of Arts and Letters y el Premio al Autor Anual de la Mississippi Library Association. Después de Amor malo y feroz, publicado originalmente en 1990, vendrían las novelas Joe (1991, Premio 1992 de Ficción del Southern Book Critics Circle), Father and Son (1996, Premio 1997 de Ficción del Southern Book Critics Circle), Fay (2000), The Rabbit Factory (2003) y la póstuma The Miracle of Catfish (2007).


– Nota editorial

«Amor malo y feroz reúne diez relatos notables. Su temática abarca el sexo, la bebida, el miedo, la mala suerte y las obsesiones bajo diversas formas; son relatos directos y no aptos para los pusilánimes o los que se escandalicen con facilidad, y están entrelazados bajo el trasfondo común de la redención y la esperanza, un trasfondo iluminado por la obsesión que diferencia al hombre de la bestia: la necesidad de comunicarse. Diez relatos con sus diez antihéroes: todos ellos viven en el Mississippi más profundo, les gusta conducir por carreteras secundarias en sus camionetas con neveritas llenas de cerveza, sus matrimonios no son precisamente ideales, frecuentan los bares locales. Son hombres parcos en palabras que se ven impulsados a expresarse. Diez relatos irreverentes, brutales y repletos de humor».

– Sobre la obra narrativa de Larry Brown la crítica norteamericana ha escrito:

«Larry Brown es un escritor genuinamente estadounidense» — The Washington Post

«¡Malo, feroz y maravilloso! Una fantástica colección de relatos sobre gente real, sobre la vida de verdad» — The Atlanta Journal-Constitution

“Desde el principio [Brown] estaba dispuesto a indagar en las profundidades del dolor humano sin pestañear” – Shannon Ravenel, editora de Larry Brown en The New York Times

“Al ser oriundo de Oxford, Misisipi, la comparación más frecuente de Brown es con Faulkner. Sin embargo, su prosa es directa y simple y, en ese sentido, sería preferible compararlo a Carver o a Hemingway” – The New York Times

“Su versión del estilo minimalista está avalado por su carga de experiencia vital y real: nos hace sentir mucho más de lo que las palabras solas nos dicen” – Madison Smartt Bell

“Escriba lo que escriba, lo leeré” – Harry Crews

“Un poco como si fueran objetos con los que uno se ha topado en una jungla, estos relatos poseen un espíritu de reafirmación, […] son humanos, compasivos y absorbentes” – Harry Crews para Los Angeles Times

“Hombres solitarios, mujeriegos y bebedores pueblan las páginas de esta virtuosa colección de relatos” – Reed Business Inc.


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