La dialéctica del placer: “JUSTINE”, de Lawrence Durrell
Por Ignacio González Orozco.
Todo hombre mata lo que ama; los cobardes con un beso y los valientes con la espada. Así lo expresó el gran Oscar Wilde en su Balada de la cárcel de Reading. Suele ser un desenlace anunciado para quien entiende el amor como un título de propiedad, y tal vez responda a la fuerza abisal del instinto. Esa pulsión de dominio se entrega fácilmente a la destrucción; nunca saciada con el gozo del ser amado, pretende desmenuzarlo en pequeños retazos para destruir su integridad anímica –que a la postre será siempre un baluarte ante nuestro capricho– y así poder manipularlo a su antojo. Es entonces cuando el amor pierde la belleza de lo trágico para sumirse en las sevicias del crimen.
Contra este ligamen a lo más oscuro de nuestra naturaleza animal se rebela Darley, el protagonista de Justine. Se trata de un novelista frustrado que de continuo busca nuevas experiencias estéticas en una carrera sin meta ni otro norte que la sensualidad. Su pesquisa tiene lugar en la Alejandría de la década de 1930, una ciudad habitada por gentes de cinco etnias –árabes (musulmanes y coptos), griegos, armenios, judíos y británicos– y visitada por tripulaciones de todos los mares; la urbe cantada por Kavafis, penetrada de lascivia, que evoca otra mítica Alejandría, la de Pierre Louÿs y su Afrodita (donde el amor se trataba socialmente como una actividad sagrada tanto en público como en privado, por igual cuando era prenda de amistad u objeto de transacción comercial, puesto que amar “es un mero lenguaje epidérmico”). Allí, Darley forma parte de los “representantes de las esferas más humildes de la sociedad, como la prostitución y las artes”, no sabemos si por la precariedad en que debían vivir la mayoría de los miembros de ambos gremios o como equiparación maliciosa entre los hábitos buscones de unos y otros, dispuestos siempre a venderse al mejor postor.
Justine fue la primera de las novelas que integran el Cuarteto de Alejandría; a ella siguieron Balthazar (1958), Mountolive (1958) y Clea (1960). Juntas componen la opera magna de Lawrence Durrell, quien conocía bien los ambientes descritos en la narración que nos ocupa. Hijo del colonialismo británico ––nació en Julundur (India) en 1912–, cursó la enseñanza secundaria en Inglaterra pero no llegó a ingresar en la universidad. La mayor parte de su vida transcurrió a orillas del Mediterráneo, entre Corfú, Rodas, Chipre, Egipto y el sur de Francia, lugares donde residió en sucesivas etapas hasta su muerte en Sommières (Languedoc) en 1990. Poeta, comediógrafo y novelista, como narrador se reconocía deudo de Joseph Conrad, James Joyce, Marcel Proust y André Gide.
Sirviéndose de la técnica de la pluralidad de perspectivas, Durrell ahorma sus reflexiones al intenso relato de Justine, narrado con prosa de orfebre, poética y sugestiva, perita por igual en la descripción de los estados de ánimo de los personajes, los escenarios de la acción y ciertas condiciones ambientales –el calor, el ruido, los olores…– que confieren admirable realismo a las sucesivas escenas de la novela. Por todo ello se recomienda una lectura reposada, sin prisas, degustando el sentido de las palabras para sumirse en la compleja cavilación de Darley.
¿Quién es la mujer que da título a esta maravillosa obra? Su ficha rezaría así: casada; con un pasado oscuro; arropada de una turbadora sensualidad; infiel y dada a la práctica intensa del amor carnal. Pero Durrell rechaza las categorizaciones más al uso, saltándose las tapias de la moral imperante: ”Queremos meter todo en los moldes de la psicología o la filosofía. Al fin y al cabo a Justine no se la puede justificar ni disculpar. Justine es, es admirablemente, y tenemos que aceptarla tal cual, como el pecado original. Llamarla ninfomaníaca o aplicarle los principios freudianos es vaciarla de su sustancia mítica… de lo único que realmente es. Como todos los seres amorales, está en el límite de la Diosa. Si nuestro mundo fuera un mundo de verdad, habría templos donde Justine podría refugiarse y encontrar la paz que busca. Templos donde podría superar esa herencia que ha recibido; no esos malditos monasterios llenos de jovencitos católicos granujientos que han convertido sus órganos sexuales en asiento de bicicleta.” Por mucho que se condene a Justine desde los valores de las tres grandes religiones monoteístas, no carece ella de un código de conducta, en cuyo vértice supremo ondea la bandera de la satisfacción plena del cuerpo, propio y ajeno. Sujeto y objeto se funden así en una dialéctica del placer que hace del egoísmo filantropía, y viceversa.
El sexo aparece en Justine como motor último del mundo, dicho sea en términos aristotélicos. El prejuicio que las morales religiosas consagran, execra a quien se entrega a un peregrinaje de cuerpos en busca de una perfección a la que jamás accederá, pero que podrá ir conjeturando a fuerza de sumar vivencias. Por ello, esta novela también es una reivindicación de lo que en su tiempo se llamó libertinaje, y que más tarde fue acuñado por los mass media como amor libre. Así lo explicó Durrell: ”la gente solo ve en nosotros el mujeriego despreciable que rige nuestros actos, pero ignora la sed de belleza que corre por debajo”. Afortunadamente, el cemento de la moralidad oficial solo cuaja en el plano de las apariencias y los cuerpos y las mentes sobreviven a su peso ora con la infracción, callada pero reconfortante, ora con el ensueño, que a veces no supone placer menudo. “La cópula es el lirismo del populacho”, afirmaba Baudelaire y nos recuerda Durrell, y así la vida acaba imponiéndose a una artificiosidad que a la postre se desvela como otra tecnología más de control social.
Durrell caracteriza al sexo femenino con rasgos dionisíacos y trágicos. Así, por su peculiar naturaleza, con una mujer “solo se pueden hacer tres cosas (…) Quererla, sufrirla o hacer literatura”. Ergo la fémina es un drama en sí misma, y también un prodigio estético. Por otra parte, cada mujer supone para el hombre una aventura, una vocación y un mundo; si Sartre señaló que al escoger nuestras acciones estábamos eligiendo un modelo de ser humano, compromiso implícito que conduce a la angustia, Durrell afirma sin rubor: ”Siempre resulta amargo abandonar la vida de antes por una nueva, y toda mujer es una nueva vida, compacta, autónoma y sui generis.” Así, cada nuevo amorío representa una promesa de prolongación de la vida contra su carcoma, la rutina… aunque muy pocas promesas lleven en sí mismas la certidumbre de su cumplimiento.
La vertiente trágica del amor también se manifiesta en que un amante “proyecta su sombra sobre el otro, impidiendo su crecimiento, de manera que aquel que queda en la sombra está siempre atormentado por el deseo de escapar, de sentirse libre para crecer”. Porque ese amor idealizado, pura sentimentalidad, fusión de almas y tantas otras bobadas que se dicen por ahí, simple cliché ideológico, exige un eclipse de la personalidad. En cambio, el amor meramente carnal ofrece, al menos en teoría, mayores posibilidades para escapar a cualquier fascinación letal a pesar de la intensa querencia que también genera. Su menor riesgo estriba en el carácter saludablemente efímero del placer sexual; aunque quede su evocación y esta invite a un nuevo gozo, ese prurito puede estimular otras dotes del espíritu. Quizá sea cierto entonces que a una mujer o se la ama o se la toma como acicate intelectual, literario en este caso.
Estupendo texto para el arranque del cuarteto mágico.
Una pregunta: no sé por qué dejé a un lado el quinteto de Avignon…¿qué puede decirme de él?
Un saludo
J