Un romance de película: Eisenstein en México
Por: Gloria Serrano
¿Cómo ve el mundo un cineasta?, ¿en qué instantes del México actual se detendría la mirada de aquél que en 1925 dirigiera El acorazado Potemkin, película muda considerada una de las mejores de la cinematografía mundial? Me pregunto si este exponente de la vanguardia artística soviética se dejaría seducir por las jacarandas que en primavera inundan la Ciudad de México o si le resultaría inevitable dirigir su lente hacia los rostros descorazonados e impacientes de quienes han sido víctimas de la guerra contra el narcotráfico.
¿Qué zonas del territorio nacional visitaría, ahora, quien en vida fue un gran admirador de la contradictoria belleza que envuelve al “país de los aztecas”?, ¿de qué mentes se valdría hoy, como antes lo hizo de Upton Sinclair, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y Manuel y Lola Álvarez Bravo, para mostrar al mundo lo que ven sus ojos? Probablemente necesitaría del bagaje personal y profesional del fotógrafo Pedro Valtierra y quizás buscaría el ímpetu rebelde y la capacidad narrativa de cronistas como Fabrizio Mejía Madrid o Diego Enrique Osorno; tal vez le pediría a dos narradores anchos de vista, como Héctor de Mauleón o Guillermo Osorno, que caminaran a su lado y lo llevaran a recorrer las calles por las que se pasea toda nuestra grandeza y lo más cruel de nuestra miseria. ¿Qué llamaría su atención de la misma forma que en 1930 lo cautivaron los ambientes del Itsmo de Tehuantepec o de la península de Yucatán?
En 2015 se cumplen 85 años de la visita que el director Serguéi Mijailovich Eisenstein (1898-1948) hizo a México con el interés de realizar lo que en un inicio pretendía ser un documental de viaje y después se transformó en todo un proyecto de avanzada y una perfecta fusión de las corrientes artísticas mexicana y rusa, ambas fuertemente impregnadas de la ideología revolucionaria que en nuestro país dio fin al Porfiriato y, en Rusia, al antiguo imperio zarista. Más de un año duró el periplo de Eisenstein por diversos puntos de nuestra geografía, entre ellos Yucatán, donde permaneció alrededor de 7 semanas, filmando con atrevida sencillez las espléndidas vistas de Izamal, Celestún y Mérida; también visitó los sitios arqueológicos de Uxmal y Chichen Itzá, en busca de contextos que le permitieran conformar una enorme y fascinante pintura cinematográfica, al estilo del muralismo mexicano, que expusiera una cultura distinta de la mostrada por el cine hollywoodense que poco favorecía a un pueblo rico en historia y tradiciones.
Como experimentador insaciable que era, Eisenstein no buscaba respuestas, se formulaba preguntas. Ese fue su hilo conductor para proponer un lenguaje estético alternativo y alejado del acartonado academicismo de la época, a través del cual reflejó el antiguo esplendor de la cultura maya y su cosmogonía, los rasgos más significativos del folklore local, la delicadeza del arte popular autóctono, el exuberante panorama del sureste y, de paso, los contrastes de una nación en reconstrucción que atravesaba por un periodo de acelerados cambios políticos y sociales. Todo, desde la perspectiva de un manifiesto enamorado del paisaje mexicano que tampoco ocultaba su simpatía hacia los ideales comunistas.
Prólogo, Sandunga, Maguey, Fiesta, Soldadura y Epílogo, son los nombres que recibió cada uno de los seis episodios en que se dividió la inacabada obra de Eisenstein, intitulada “Qué viva México”. Un documental romanceado en el que espacios y temporalidades se mezclan igual que la realidad y la ficción de un país, los hieráticos cuerpos de sus habitantes y el simbolismo de sus rituales, las pirámides indígenas y los templos católicos, el relato histórico y la memoria subjetiva. Una metáfora fílmica de “lo mexicano” a partir de la visión personalísima y revolucionaria de su realizador, partidario del materialismo dialéctico, que murió sin ver terminado el filme.
Probablemente como resultado de haberse iniciado en las artes escénicas antes que en las visuales, Eisenstein se convirtió en un maestro del montaje. El suyo, fue sin duda un cine renovador que apeló a la reinterpretación constante del momento que le tocó vivir y que en el caso de México, se convirtió en uno de los elementos imprescindibles para ilustrar el concepto de mexicanidad. Los guiones originales, magníficas fotografías, algunos apuntes, testimonios hemerográficos y casi 200 mil pies de celuloide, son las piezas de un rompecabezas que su asistente, Grigori Alexándrov, se encargó de armar en 1979 bajo el nombre original; no obstante que ya antes se habían hecho otras composiciones como Thunder over Mexico (1933), Eisenstein in Mexico y The Death Day (1934) y Time in the sun (1956).
Como el resto de su filmografía, ¡Qué viva México! es un esmerado juego de representaciones basado en la combinación de planos y la disposición selectiva y ordenada de sucesos, a fin de crear un tiempo cinematográfico que produce un efecto emotivo o de shock en el espectador; lo que él mismo denominó “montaje de atracciones”. Trajes de Tehuana y campos sembrados de henequén, cráneos y cruces, sombreros de palma y rebozos, toreros y aficionados a los toros, risas y llantos, escenarios desoladores y festividades comunitarias, danzantes y peregrinos, conquistadores y conquistados. Un ajiaco que por su complejidad en significados no es fácil digerir, más si se le compara con el cine comercial norteamericano; aunque en el fondo, bien nos puede remitir a la simplicidad de los grabados de José Guadalupe Posada o a la iconografía tan familiar del fotógrafo Gabriel Figueroa. Escritor, teórico y dibujante con múltiples intereses, Eisenstein fue una suerte de Leonardo Da Vinci para el séptimo arte que tuvo, entre otras peculiaridades, el profesar por México la mejor clase de amor: el intelectual, humano y estético.
Hay ciertos lugares donde el paso del tiempo y el surgimiento de nuevas tecnologías, no son impedimento para continuar sorprendiendo a los visitantes; Yucatán es uno de ellos. La Fototeca Pedro Guerra de la Universidad Autónoma de Yucatán, resguarda una colección de 59 imágenes, entre negativos y positivos, captadas por el fotógrafo yucateco Raúl Cámara Zavala que dan cuenta del paso de Eisenstein por la península y que fueron localizadas azarosamente cuando el curador, novelista, historiador del arte y también cineasta, Olivier Debroise (1952-2008), se encontraba recopilando información para la realización de la cinta Un banquete en Tetlapayac (2000), que tomaría como punto de partida la estancia de Eisenstein en México. Gracias al apoyo de la Mtra. Rosa Casanova, en ese entonces responsable del Sistema Nacional de Fototecas (SINAFO), y del Antropólogo Edward Montañez Pérez, coordinador de la Fototeca Pedro Guerra, fue posible conservar, catalogar y dar a conocer esta valiosa colección.
Sin duda el hoy es distinto, pero hubo un ayer y un México que se tutearon con el arte, que fueron como el verano para las golondrinas. Inspiración desenfrenada para exiliados, intelectuales, artistas y creadores de diversas disciplinas, que vieron en los rincones de esta patria la posibilidad de realizar sus sueños más surrealistas. Henri Cartier-Bresson, Tina Modotti, Leonora Carrington, André Breton, Gabriel García Márquez y Remedios Varo, son algunos nombres de los que llegaron y se sintieron amados. Grandes cronopios que no dijeron adiós, que se supieron eternizar en su obra y mantener intacto el romance para seguir seduciendo. Amantes como Eisenstein, de quien siempre habrá algo que decir más allá del esteticismo y más allá de la fidelidad a un ideario político que compartió con otros hombres y mujeres de su tiempo. En esta ocasión, lo aquí expresado queda como una modesta y breve hojeada al acervo que este polifacético genio obsequió al país que, cinematográficamente, habitó su pensamiento y de facto, se enraizó en su corazón.
@gloriaserranos
Fototeca Pedro Guerra, Universidad Autónoma de Yucatán: