El país de las maravillas (2014), de Alice Rohrwacher
Por Miguel Martín Maestro.
Multipremiada película, con galardón notable en el pasado festival de Cannes (premio especial del Jurado) y en el festival de cine europeo de Sevilla. La segunda película de la directora italiana juega con el pasado, presente y futuro de su país, con el pasado, presente y futuro de Europa, con la pérdida de identidad cultural generalizada, con el abandono de las raíces, con la imposibilidad de enfrentarse al “sino de los tiempos”. En una región indeterminada de la Italia contemporánea, una familia sobrevive contra viento y marea pretendiendo mantener su esencia agrícola en plena efervescencia invasora del turismo, más amenaza que presencia presente. El país de las maravillas del título está muy alejado de la realidad de las imágenes, la historia no es complaciente ni amable, una familia con raíces germánicas e italianas (bárbaros y romanos juntos creando una nueva estructura de convivencia con muchos puntos de conflicto), dedicada día y noche a la fabricación de miel con métodos estrictamente naturales y con la esperanza de mantener la explotación pese a la contaminación que amenaza sus colmenas. No hay maravilla en esta vida, salvo en la imaginación, en lo que esa vida podría ser si no hubiera que trabajar de sol a sol en el campo, controlar el destilado de la miel, rellenar los botes, vaciar colmenas… Gelsomina y sus tres hermanas son uno más de la explotación agrícola, obligadas a trabajar antes de tiempo, sometidas a un régimen tiránico por su padre, presto a perder los nervios ante cualquier contratiempo, expuestas a responsabilidades mayores de las que la edad debería exigirles.
En El país de las maravillas el choque cultural entre lo profundo del mundo agrícola autárquico y destinado a desaparecer, la amenaza del desarrollo turístico potenciado por el sistema político como equivalente a trabajo y capital (cómo suena a cercano esto) y el canto de sirenas que provoca la televisión es sinónimo de desadaptación, a no saber acostumbrarse a que hoy día, la libertad individual es relativa, sometida a las reglas de un mercado que atenaza hasta sin estar presente. Un canal regional que pretende premiar a la explotación agrícola más cercana a la tradición etrusca, aunque para ello haya que tratar como mamarrachos a los habitantes, a los telespectadores y a los que dan la cara en el programa, significa un cambio de realidad para Gelsomina, la hija mayor del matrimonio. Gelsomina cree que ganando ese concurso obtendrán el dinero suficiente para pagar las deudas, mantener los animales y seguir viviendo en ese mundo rural y alejado de los demás, pero además la presentadora se transforma en el modelo físico de mujer que Gelsomina aspira a ser. Estamos en el mundo que disfrutamos en imágenes con Le Quattro Volte, película fundacional de un retomado género de vuelta al espacio originario de la mayoría de la población, el olvidado mundo rural y agrario transformado y abandonado por la irrupción de los grandes monopolios de la industria alimentaria y turística que hacen inviables las pequeñas explotaciones familiares que pretenden seguir los métodos tradicionales de obtención de recursos.
Alejados de la sociedad de consumo, el consumo también termina haciendo mella en la familia que Wolfgang controla de manera absoluta. Gelsomina crece, su paso a mujer le hace cuestionar el porqué de ese control, de esa esclavitud, empieza a tener iniciativas propias y deseos propios, su propio mundo de maravilla alejado del de su padre, quien sufre un tremendo impacto al comprobar que a su hija le encantaría vivir en Milán en vez de en la casa destartalada de campo en la que todos se mezclan sin apenas intimidad. Ya no es la niña dócil y complaciente, se está convirtiendo en otra mujer con voz propia y diferente, como su madre o su tía Cocco. El ritmo pausado de la historia va introduciendo los perceptibles, pero sutiles, cambios en el comportamiento de Gelsomina, en un mundo en que los adultos han renunciado a la maravilla, la niña-mujer comienza a sentir la necesidad de ser ella misma por encima de controles autoritarios injustificados. Alice Rohrwacher compone un personaje femenino lleno de humanidad y deseosa de ser sorprendida por la vida. La llegada de un niño problemático procedente de Alemania, acogido por la familia a cambio de dinero y que representa la frustración de Wolfgang por no haber tenido ningún hijo varón, aporta a Gelsomina otra perspectiva, admitiendo a Martin como uno más. La maravilla existe sin necesidad de comunicación verbal, Martin, del que no conocemos su problema, que no habla y rechaza cualquier contacto físico, conecta con Gelsomina como una igual, ambos son únicos y diferentes respecto al mundo que les rodea, como también Gelsomina aprende y envidia la feminidad corpórea de Monica Bellucci como presentadora de ese programa televisivo cutre y demodé, en el que la niña ve la posibilidad de soñar y de conseguir algo diferente.
Los ojos de Gelsomina no están empañados por la decepción del mundo adulto, Gelsomina no advierte la desesperanza de padres, tía y de la propia presentadora, bella pero en esa fase en que en cualquier momento una mujer pierde la posibilidad de vivir televisivamente de su imagen, la desesperanza apagada frente a la espera deseada, da lo mismo ganar o perder el concurso porque Gelsomina se reserva el momento más bello del programa. Dos niños y una abeja en las sombras de una cueva son capaces de destrozar toda la creación rutinaria y llena de fealdad de un programa cateto y sin sentido, la belleza, la maravilla de las cosas hechas desde la sensibilidad, desde el respeto a lo tradicional y a la naturaleza, Gelsomina y Martin no encajan en ese mundo, necesitan un mundo aparte, ni tan siquiera compartido, a Gelsomina le basta la sonrisa de la Bellucci y un pasador para el pelo que ella le entrega, es su maravilla personal, la realidad es demasiado fea como para no adornarla a nuestro gusto.
Pero la película reserva un final grandioso, y no por lo que cuenta, ya que el desenlace es el lógico en este mundo de ganadores y perdedores, es el cómo se cuenta y el porqué se cuenta, las elipsis fílmicas, el mundo de los sueños de dos sombras jugando y saltando reflejadas inicialmente en el techo de la cueva, mientras Gelsomina y Martin duermen acurrucados en plena naturaleza, Gelsomina y Martin juntos de la única manera posible en que pueden comunicarse, en otra dimensión diferente propia de un realismo mágico embriagador, una familia que se despide de su entorno y de su sueño imposible durmiendo todos juntos sobre una cama en medio del campo y esa misma cama con el somier sin cubrir en el plano siguiente, o la casa que hemos visto durante la película a continuación vacía, tapiada, como ese proceso de deconstrucción que Portabella sometía a la casa de García Lorca. El mundo del sueño y de la maravilla ha desaparecido, como el camello que abandona la escena y hace mutis por el foro, Wolfgang cree que Gelsomina sigue siendo la niña que se entusiasmaba con la idea de recibir un camello como regalo por su esfuerzo, Gelsomina se ha hecho mujer y ha comprendido que los sueños se pierden con el tiempo, lo importante es conseguir comportarse como uno mismo aun sin saber si se alcanzará la maravilla o no, pero al menos buscarla. La contribución artística de la fotografía a ese final antológico corre a cargo de Helene Louvart, una de las habituales en el último cine europeo, cuya obra más reconocida en esta década sería su participación en Pina de Wim Wenders.