Whiplash (2014), de Damien Chazelle
Por Miguel Martín Maestro.
O el triunfo del fascismo económico.
El arte por el arte o el arte para qué, ¿puedo sentirme confortado visionando una película bien hecha cuyo mensaje me repugna? Hay ritmo, y mucho, un endiablado montaje, dos actores en estado superlativo, o mejor dicho, uno superlativo, J. K. Simmons y otro que le da la réplica sin ser apabullado y manteniendo el tipo, Milles Teller, una banda sonora espectacular llena de standards de la historia del jazz, pero, y dejando aparte situaciones de puro efectismo hollywoodense para prolongar la acción hasta lo inaguantable y, por qué no decirlo, hasta lo increíble, como el episodio del concurso musical tras el accidente automovilístico, ¿qué hacemos con el mensaje? Es una película absolutamente tramposa que se sostiene en el ritmo y en la falsa intriga del camino al éxito.
Esta película ambientada en un cuartel no nos hubiera sorprendido, es lo que se espera en la instrucción de hombres destinados a matar y no ser muertos, la humillación, la despersonalización, el egoísmo. Cuando ambientamos la historia en un conservatorio el resultado me repugna, el sargento de hierro que encarna el profesor y director es un instructor militar disfrazado, pero no me convence como profesor musical, el personaje será cinematográficamente atractivo, pero su presencia es repulsiva, como la del alumno que se alegra del mal ajeno. No se crea un genio, ni se le domestica, en una orquesta puede haber egos personales insoportables, pero un director no puede primar al individuo sobre el conjunto porque éste se resiente, la idea de que un genio se crea en un conservatorio en vez de por la genética es un claro fallo de guión, a fuerza de ensayo uno se puede convertir en virtuoso, pero no en genio de la música. La historia del ascenso, ocaso y renacimiento del baterista que encarna el joven actor Milles Teller es la típica y arquetípica glosa y loa al “self made men”, todo por la gloria y el reconocimiento, la perfección y lograr ser el número uno, no disfrutar de nada, ni tan siquiera de la música porque tu objetivo es ser el mejor aunque no emociones.
La película está cocinada en los laboratorios de la escuela de Chicago, no extrañaría su proyección en los “casual days” empresariales como modelo de empleado ejemplar, incluso alguna facultad de económicas podría hacer un cine forum cuyo coloquio dejaría a las claras el materialismo, no dialéctico, de la estudiantada. En el camino a la perfección sacrifiquemos todo, nada importa más que reventar las manos a fuerza de tocar la batería, no hay vida personal que pueda hacer sombra a lo único importante, el estudio y el ensayo, pisar al rival hasta que no se levante, ganar humillando aunque no se convenza, aprovechar la oportunidad aunque sea injusta. No puedo sentir más desagrado personal que el producido por la visión de esta película en una sala llena que aplaude el final, el espectador ajeno a la moralidad de la obra y atrapado por el artefacto sensorial. El fuego de artificio abre la boca pero se olvida que lleva pólvora en su interior, estamos ante el retrato de dos auténticos hijos de puta a los que se pone como ejemplo de lo que hay que hacer para ser un “triunfador”, la sangre de sus manos no me duele porque es la de los demás, no las del intérprete de la pantalla. A mí que no me esperen.
Calificación: 4