San Baudelio de Berlanga, joya dispersa del arte mozárabe español
—Que no.
—Que sí madre, que sí.
Que yo los vi.
Cuatro elefantes
a la sombra de una palma.
Los elefantes, gigantes.
—¿Y la palma?
—Pequeñita.
—¿Y qué más?
¿Un quiosco de malaquita?
—Y una ermita.
—Una patraña,
Tu ermita y tus elefantes.
Ya sería una cabaña
con ovejas trashumantes.
—No, más bien una mezquita,
Tan chiquitita.
La palma
me llevó el alma.
—Fue solo un sueño, hijo mío.
—Que no, que estaban allí,
Yo los vi,
los elefantes.
Ya no están y estaban antes.
(Y se los llevó un judío,
perfil de maravedí).
Una larga historia, y penosa también, es la del expolio del conjunto pictórico de la ermita de San Baudelio de Berlanga, como con gran acierto describió el poeta Gerardo Diego en una sutil forma de mostrar su contrariedad al recordar el vergonzoso episodio de este descalabro artístico.
Ubicada en un páramo recóndito al suroeste de Soria, la ermita se erige como una muestra más de la cara oscura del coleccionismo -una de las razones primordiales por las que nacieron los grandes museos- y como lacra evidente que muestra el desdén y falta de respeto por la conservación del acervo cultural de un país.
Estos delitos de pillaje contra el patrimonio histórico y arqueológico, perpetrados por aquellas personas sin escrúpulos, es una práctica que nada tiene que ver con un fin estético –en pocos casos puede que lo sea- sino con un desmedido ánimo de lucro que revierte en un daño irreparable.
Una joya mozárabe sin parangón
Y de este tipo de tropelías o “patrañas”, como denunció el poeta de la generación del 27, no se ha salvado este tesoro castellano.
Es importante describirlo someramente por ser único en nuestro legado histórico-artístico, tanto por su singular estructura constructiva de traza mozárabe, como por sus hermosas y delicadas pinturas murales de estilo románico que un día cubrieron casi en su totalidad el interior del recinto sagrado y que hoy se pueden contemplar diseminadas por una amplia geografía.
San Baudelio de Berlanga es de una gran belleza e interés que no escapa ni a cultos ni a profanos, parece que fuera iglesia y mezquita al mismo tiempo, un lugar especial y muy diferente respecto al resto de los edificios altomedievales españoles, que esconde ciertas incógnitas respecto a su uso y datación.
Aunque sin exactitud alguna, podría cifrarse ésta en el tercer cuarto del siglo XI respecto a su construcción y un poco más tarde, en torno a 1125, con la definitiva repoblación de Alfonso I de Aragón, en cuanto a la decoración mural.
Si bien el exterior es humilde y austero –de dos volúmenes se compone el espacio, de planta cuadrada para la nave y un cubo de menores proporciones para el ábside- denota una sobriedad que contrasta con el complejo marco arquitectónico y la originalidad en la ornamentación del interior.
De clara influencia oriental, una hermosa palmera central cuyo tronco, de un metro de diámetro en forma de gran columna, se eleva cinco metros en altura para abrirse en ocho arcos de herradura peraltados que sustentan la bóveda.
Y, de esta manera, a modo de árbol de la vida que une lo terrenal con lo celestial, entra en pleno sincretismo con las dos tipologías de pinturas englobadas en “pinturas altas” y “pinturas bajas” que representan respectivamente escenas religiosas y paganas.
Historia de un expolio consumado
Fue en los años 20 cuando, y a pesar de haber sido declarado Monumento Histórico en 1917, se llevó a cabo el irremediable suceso del saqueo y porqué no decirlo, profanación, por parte del judío León Leví, que compró los murales a sus legítimos propietarios, un grupo de vecinos de Casillas de Berlanga, quienes utilizaban el recinto como refugio de ovejas.
Y, aunque en un primer momento hubo oposición a la transacción con un pleito que duró cuatro años en el que Leví fue encarcelado y absuelto, el Tribunal Supremo autorizó finalmente la venta de los frescos que fueron arrancados de su emplazamiento.
A través del coleccionista norteamericano Mr. Dereppe, cuyo agente era el judío, las obras fueron a parar a varios museos de Estados Unidos, no sin antes recalar en Londres para ser trasladadas a lienzo y cruzar el Atlántico para su recepción en paraderos como Boston, Nueva York, Cincinnati e Indianápolis.
El largo periplo de las 23 pinturas
23 magníficas pinturas, con una técnica mixta al fresco y al temple y con un intenso programa iconográfico tomado del Nuevo Testamento a la vez que de imágenes de bestiarios y decoración geométrica, es el número exacto que fueron arrancadas de sus paredes originales.
Algunas de ellas, las que menos, aún se pueden contemplar in situ -siendo restauradas en 1965-, las demás fueron a parar a Boston -que adquirió dos de ellas en 1927- y el resto se vendió a H.G.C. Clowes y M. Martindale para ser parte posteriormente de colecciones norteamericanas a través de donaciones.
De esta forma, en la actualidad las obras pueden ser contempladas descontextualizadas del marco para el que fueron creadas, localizadas en cinco museos: Museum of Fine Arts, Boston, The Metropolitan Museum of Art –The Cloisters–, Nueva York, Cincinnati Art Museum, Indianapolis Museum of Art y el Museo del Prado.
El retorno de seis pinturas al Museo del Prado
Un poco más cerca de Soria, pero aún a doscientos Kilómetros de distancia de su espacio genuino, se encuentran en el Museo del Prado de Madrid, desde 1957, seis de los lienzos procedentes del Metropolitan de Nueva York, en calidad de “depósito temporal indefinido” según reza el letrero por si quedara alguna duda, y no sin antes realizar un trueque por el ábside románico de la Iglesia de San Martin de Fuentidueña (Segovia) que se exhibe, piedra a piedra, en el Cloister de Nueva York.
Fruto de la negociación apuntada, los seis fragmentos de las obras se pueden admirar en el Museo del Prado que corresponden a la serie cinegética de la parte baja de los muros: Cacería del ciervo, Cacería de liebres, Soldado o montero, Elefante, Oso y Cortina.
Resistirse a lo evidente
Es tarea complicada contemplar la ermita de San Baudelio de Berlanga sin considerar su conjunto pictórico como un todo indivisible, sin posibilidad de disociar sus pinturas fuera del entorno para el que fueron concebidas y donde adquieren su máxima relevancia y significación como documento histórico que debería haber permanecido intacto.
Fragmentando la composición pictórica del interior de la joya mozárabe en una suerte de puzle sin sentido, como si se tratara de una absurda e incongruente bilocación, las paredes desnudas, desprovistas de su policromía, hablan y se resisten a desaparecer dejando su impronta, aferrándose a su memoria, permaneciendo expectantes como sombras espectrales de lo que allí hubo pintado alguna vez.
Y es esa impronta, desvaídos colores de los paneles arrancados, la que nos indica que en ese lugar exacto se alzó un día, hace más de un siglo, un tesoro artístico de gran consideración.
Sin embargo, y como otras piezas museísticas, la dispersión de los frescos, aunque en excelente estado, ya no pueden verse ni en el entorno paisajístico de esos inhóspitos eriales sorianos que la acogieron como un microcosmos pictórico ni en su originario contexto.
Y para poder ser conscientes de lo expuesto, a través de dos imágenes, una infografía de lo que fue y una fotografía de lo que hoy es la ermita castellana, se puede apreciar la barbarie a la que me refiero.
Como siempre, me ha gustado mucho el artículo que María Pérez ha escrito sobre San Baudelio de Berlanda.
Es un pieza única y maravillosa, Patrimonio debería intentar rescatar las pinturas que peretenecen a la Ermita y hacer las gestiones necesarias para adec uar el acceso de autobuses al recinto, que en la actualidad está muy mal y muy peligroso.