El veredicto (2013), de Jan Verheyen
Por Miguel Martín Maestro.
Un rostro abatido, un aspecto descuidado, ropas ajadas, sin afeitar y desaliñado, una mano que tiembla y se acerca a la cara del personaje que permanece sentado en el quicio de una puerta. Algo grave o doloroso le pasa. Es la primera imagen de la película. La ruptura temporal nos lleva, a continuación, a una fiesta nocturna en una oficina diáfana, con grandes cristaleras en una planta elevada de un rascacielos con Amberes de fondo. La familia feliz en su ambiente de éxito social, el dueño de la empresa deshaciéndose en parabienes con su empleado modelo, presto a suceder en la dirección ante el retiro del que no deja de ser el segundo padre del protagonista. El primer bofetón lo recibimos cuando advertimos que el personaje de la primera escena y de la segunda son el mismo. O algo pasó o algo nos van a contar en el presente, pero en el horizonte de Luc planea la catástrofe, catástrofe que se va a desencadenar cuando, de vuelta de esa fiesta, un cruce de caminos inoportuno dejará a Luc en coma y con su hija muerta por un accidente y a su mujer asesinada por un ladrón violento.
A estas alturas he de reconocer que, seguramente por hastío personal y profesional, no me gustan y me aburren las películas de juicios. Tras varios miles de juicios reales a mis espaldas, la palabra “vista pública” es sinónimo de trabajo durante la mañana y la tarde, y no es el trabajo lo que me realiza, ni lo pretendo. Sin embargo, por casualidad, o por propósito, esta película plantea grandes interrogantes que sobrevuelan a diario el mundo del derecho penal, de la prensa seria y de la sensacionalista, de la masa irreflexiva que tan bien retrató Fritz Lang en Furia. Y no es el juicio lo que más me apasiona de esta película con momentos notables y otros mediocres, sino la dualidad y hasta “trialidad” sobre la que puede pensarse poniéndose en la piel del ingeniero Luc.
Para un profesional del derecho, o mejor, para un profesional del derecho que pise los tribunales, la cercanía de lo que ve en este proceso belga y la realidad ordinaria de los tribunales españoles es absoluta, con la diferencia de unas instalaciones envidiables, más allá de la diferente legislación u orden de intervenciones en el juicio (pongamos esto entre comillas porque muy pocas veces, por no decir nunca, veo en una película española ni un mínimo de rigor al reflejar en imágenes un juicio, seguramente por lo aburridos que son o poco cinematográficos), los errores, retrasos, colapsos, juicios paralelos, ministros incompetentes diciendo obviedades vacías, expertos legales obviados en los análisis de lo que ocurre a favor del comentario barato, obsceno, oportunista y sanguinolento, carreras catapultadas o enterradas en función de agradar al fiscal general en este caso, o al representante de la política judicial correspondiente, evidencian que la justicia funciona bien en muy pocas partes, si es que lo hace.
Se nos suele llenar la boca con grandes frases, estado de derecho, separación de poderes, independencia judicial, justicia, verdad, reparación, pero hay datos ciertos que, por más que miremos a otro lado, permanecen con nosotros. La justicia, aun consiguiendo ser ciega, tiende a incomodar, por lo menos, al 50 % de las personas que se ven ante ella, hay dos partes como mínimo en todo proceso contencioso, las dos no pueden ganar, así que, por lo menos una sale descontenta, lo que ya es un déficit de valoración sobre la misma, originario. Incluso puede darse el caso de que todos salgan descontentos, y son muy pocas las veces en que todo el mundo queda satisfecho. Al menos actuar como juez ante los ciudadanos y profesionales con cercanía, paciencia, confianza, puede proporcionar una imagen de juez menos severa, menos soberbia, menos inaccesible, pero ello no mejora la imagen del conjunto. Difícilmente los jueces belgas de esta película podrán ser considerados como accesibles, pues su pose y comportamiento en la vista es prepotente y obstinadamente alejado, pero no es sino un detalle pasajero, como la sobreactuación de los letrados en el acto de la vista, y el fiscal, algo que puede ocurrir en la vida real, pero casi nunca en todos ellos en un solo juicio. Son detalles anecdóticos, superfluos, lo importante de la película son las corrientes interiores, apenas dibujadas, expuestas, dejadas a la imaginación del espectador.
Con ese bosquejo se corre el peligro de que la masa de espectadores se ciña a la literalidad de la trama y se embobe con el juicio y su resultado, pero la duda moral planteada es otra y muy importante. Identificado el presunto autor del asesinato de la esposa de Luc, un error de procedimiento provoca la nulidad del proceso y el archivo de la investigación por el homicidio. En la mente del protagonista salta un fusible, creyente en la justicia, creyente en el estado democrático, en la división de poderes, es imposible aceptar que un asesino ande suelto por la calle y que para el sistema el asesinato de su esposa no exista por un error de procedimiento. La solución meditada por el personaje es la de matar al presunto asesino y dejarse juzgar por un tribunal de jurado, es decir, por quince ciudadanos belgas, sus pares, someterse a la justicia del pueblo y que ésta valore si su acción merece castigo o no.
El entramado y armazón de filosofía jurídica que sirve de argamasa a la historia es lo más interesante de la propuesta, el director se cuida mucho de no hacer repulsivo a ninguno de los intervinientes en el juicio, los dos abogados y el fiscal, cada uno con sus miserias internas o sus ambiciones personales, son colocados en un plano de igualdad absoluta en sus alocuciones. Y de verdad que nunca oí tres alegatos finales en conclusiones como los de esta película, razonando con maestría las tres verdades que subyacen en todo juicio mediático. La abogada de la acusación particular, tras glosar la infancia del asesino asesinado, indica uno de los grandes males de nuestra sociedad de la comunicación, el juicio a la víctima, como si por el hecho de ser malvado careciera de derechos, como si la ley no sirviera lo mismo para todos los ciudadanos cualquiera que sea su comportamiento anterior, y esto no ha de sorprendernos, lo vemos a diario, la estigmatización del condenado o del mero sospechoso con una simple repetición de una fotografía al lado de una noticia truculenta de la que ya no va a poder separarse en la vida, el fiscal alegando al imperio de la ley, a la imposibilidad de asumir la venganza como forma de reparación, al riesgo de convertir una democracia en dictadura si admitimos que en alguna ocasión es legítimo no aceptar el resultado de un proceso, sea éste el que sea, y decidimos hacer justicia por uno mismo, aunque eso deja el vacío de ¿cómo se repara el error del sistema?, y el letrado defensor alegando al impulso irresistible, que sabemos que no es cierto, y al desamparo que el sistema ha provocado a su defendido, si pagamos impuestos y cedemos el monopolio de la violencia al Estado, lo menos que puede esperarse es que el Estado sea capaz de responder cuando la violencia es externa y se vuelve contra el individuo, porque no hay mente humana capaz de aceptar que, oficialmente, una muerte violenta ha dejado de serlo porque un error judicial impide la investigación.
Este es el gran valor de la película, hacernos reflexionar sobre la figura del error judicial, presentarnos las razones por las que esos errores pueden ocurrir, razonar que un error no puede dar lugar a una sucesión de errores reparadores, y también plantearnos la duda moral acerca de si es aceptable o no la actuación de Luc. El juego de las masas es de sobra conocido, basta plantear el asunto en un reality (parece que la televisión belga tampoco se salva de la degradación general de lo que debería ser un servicio público esencial y no mera propaganda y mal gusto) y presentar como hechos consumados circunstancias no probadas, el asesino asesinado es una escoria eliminable y el marido vengador un héroe injustamente tratado. Personalmente me siento muy confortado con el discurso del fiscal de la película, huérfano de consideraciones personales, ajustado a la ley y al espíritu de un contrato social que no puede romperse a las primeras de cambio, hay unos hechos incontestables y confesados por nuestro protagonista, ajústense a los hechos y dejen a los profesionales que sean capaces de valorar las dolorosísimas circunstancias personales en las que Luc comete esos hechos, el estado también sabe ser generoso con las personas que se equivocan, pero no demos patente de corso a cualquiera para reparar una injusticia con otra.
Me gusta de la película el tratamiento del personaje principal una vez ocurrido el drama, su desesperación, su ira, su rabia, su determinación, y su absoluta derrota desde el principio hasta el fin de la película. La imagen inicial es desoladora, pero la última no le va a la zaga, no ha conseguido nada matando al asesino, y lo sabe desde que idea el plan homicida, quizás soñó con obtener un descanso tras la comisión del hecho, pero el pasado es un jodido compañero difícil de eliminar, sobre todo si lo negativo se cierne sobre uno. Una película notable en algunos momentos, irregular en definitiva, que ofrece un espacio de reflexión interesante sobre el que no sé si estamos dispuestos a pensar para atajar muchos de los desmanes actuales en los procesos penales paralelos. En definitiva, ¿alguien sabe lo que haría en esta situación?
Gran crítica y reseña cinematográfica, como de costumbre, Miguel. Y, además, un magnífico ensayo sobre la justicia y la sociedad de hoy. Gracias por añadir al cine (que ya en sí es mucho) pensamiento personal y análisis de la sociedad y el individuo. Además, da gusto leer un texto tan bien escrito.