62 Festival de San Sebastián: La isla mínima, Silent Heart, Una nueva amiga
Por David Garrido Bazán.
LA ISLA MINIMA – Las heridas del pasado y presente
Resulta interesante que en este año vayan a coincidir en muy poco tiempo en cartelera dos películas de esas que una vez que las has visto te dices a ti mismo “Pues claro, ¿y esto por qué no se habrá hecho antes?”. Nos referimos por supuesto a El Niño de Daniel Monzón, que ha sabido contar con brío e instructiva elegancia todo el proceso del narcotráfico en el Estrecho, ese triángulo mágico entre Marruecos, Gibraltar y España en el que todos éramos conscientes de lo que se movía pero nadie lo había plasmado con semejante eficacia. Lo mismo pasa con La isla interior, la soberbia nueva película de Alberto Rodríguez, un contundente y áspero thriller sobre adolescentes desaparecidas en la España de las Marismas del Guadalquivir en 1980 y los dos policías tan opuestos en ideología y métodos como determinados a la hora de resolver el difícil caso. El problema son los complejos: ves el argumento y piensas “Esto lo ha hecho Hollywood mil veces. ¿Por qué vamos a hacerlo nosotros?”. Y la respuesta a tan tonta pregunta es porque hay directores con un par, que piensan que podemos convertir un thriller en algo nuestro, propio, definido, reconocible. Punto. Así de sencillo, así de complicado.
Es de justicia alabar el magnífico trabajo de Alberto Rodríguez y su equipo a la hora de recrear esa España de 1980 que estrenaba incipiente democracia sin dejar de lado los fantasmas del franquismo. Estamos en plena transición, los modos van cambiando y los años de plomo acechan tras la cacareada transición. De aquellos polvos vienen estos lodos parece afirmar Rodríguez. Y algo de razón no le falta. Porque detrás de esta historia sórdida y primorosamente llevada con una ineludible aunque nunca evidente carga política acecha la casi imposible convivencia entre dos detectives condenados a entenderse más allá de sus diferencias. Acecha la sombra del cacique que no quiere dejar de serlo. Acecha el sufrimiento de un pueblo llano que quiere condiciones más justas o que sueña con dejar atrás el pueblo. Acecha una atmósfera tan malsana como asfixiante que es nuestro sur profundo. Por cada True Detective que lean en una crónica quiero que me den un euro. Me forro fijo.
Pues no. Por mucho que se empeñe el personal en sacarle extravagantes parecidos a una peli que empezó a forjarse mucho antes de que la leyenda de McConaughey y Harrelson empezara siquiera a filmarse, lo importante de La isla mínima es lo evidente que resulta para el espectador el hecho de que los pecados del pasado y las cosas no del todo bien resueltas reverberan en nuestro presente de forma tan inevitable como dolorosa. Allá donde Grupo 7 afinaba el tiro señalando las cosas que se hicieron en Sevilla para limpiar la ciudad de delincuentes en vísperas de esa Expo del 92 cuyos excesos nos resultan aún tan familiares, La isla mínima va aun más lejos: su mirada es la de una herida aún sangrante, ¿alguien ha nombrado Memories of Murder del coreano Bong Joon Ho? Pues si no es así, debería: es un referente mucho más preciso y acertado como radiografía de todo lo que no funciona en un país. Que es lo que en el fondo es La isla mínima, una de las películas más apasionantes de la cosecha del cine español de este año. Sin complejos. No dejemos sin mencionar el acertado tono del relato, su ritmo trepidante repleto de giros, los momentos de ese humor negro, tan nuestro, que dejan respirar de vez en cuando. Y por encima de todo dos apabullantes interpretaciones a cargo de Raúl Arévalo y Javier Gutiérrez de esas que quedan en el recuerdo.
Nos hemos quedado enfangados en la putrefacción oculta de esas marismas. Y así nos va, claro
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SILENT HEART – A VUELTAS CON LAS REUNIONES FAMILIARES
A veces la mejor forma de darle la vuelta a un tópico no es otra que zambullirse de lleno en él. Bille August parece haber tenido esto muy presente a la hora de afrontar una película como Silent Heart. Los que tenemos algo de callo en esto de los festivales sabemos que hay ciertas combinaciones que dan un resultado más o menos seguro. Por ejemplo, si a cualquier cronista se le dice que la primera película del día va a ser una producción danesa que trata de una reunión familiar sea por el motivo que sea, uno ya sabe que no va a ser precisamente la alegría de la huerta y que aquello no va a terminar precisamente bien, sino que saldrán reproches, oscuros secretos, infidelidades, envidias de hermanos e incluso algún pequeño brote de pederastia para darle algo de color al género. Podemos remontarnos al ejemplo clásico de Celebration de Vinterberg pero créanme si les digo que en los últimos años hemos visto muchos más aunque la mayor parte no llegaran a las salas comerciales. Algo huele a podrido en Dinamarca y les aseguro que no se trata precisamente del queso…
Con esta premisa bien clara, asomarse al Trueba –por cierto novedosa sede para los pases de prensa cuyas 166 butacas se llenan con pasmosa rapidez dejando algún acreditado fuera– a ver Silent Heart que habla de una familia que se reúne para celebrar una cena de navidad antes de tiempo porque la matriarca de la familia sufre de una enfermedad degenerativa irreversible y ha decidido de común acuerdo con sus allegados poner fin a sus días antes que empiece el calvario tomándose un bote de pastillas, no invitaba precisamente a pensamientos muy positivos. Y eso a pesar de las preciosas estampas de esa hermosa mansión junto a un idílico lago con las que se abre el filme. No nos pilaría desprevenidos.
Pero si algo es el director de Las mejores intenciones es perro viejo. Y hete aquí que Bille August es más que consciente que nosotros somos conscientes de la que nos espera. O sea que conoce de antemano nuestras expectativas, que casi se confirman al ver en pantalla a la inevitable Paprika Steen, una fija en estas lides. Así que se dedica a desmontarlas. No tanto como para que el “género” no sea reconocible, pero sí lo suficiente como para que el cronista avezado –y el espectador normal de paso, que siempre viene bien– se disponga a disfrutar como un enano de esta estimulante mezcla de drama y comedia en la que dos hermanas, una inestable hasta el paroxismo y otra controladora e irritante hasta decir basta, más sus respectivas parejas y el hijo adolescente de la segunda, se dedican a pasar esas últimas horas en compañía de sus padres debatiéndose entre respetar la voluntad de suicidarse de la señora o tratar de disuadirla con el comprensible fin de disfrutar más tiempo de su compañía o resolver asuntos pendientes antes de que sea demasiado tarde.
Semejante material incendiario, que daría para un dramón en toda regla, se configura en manos del hábil August en una película que sortea con suavidad las trampas emocionales y se recrea en inteligentes puntos de giro de un guión que tiene tiempo para dar unas cuantas vueltas. Todo muy disfrutable, aderezado con ese novio menos tarambana de lo que parece que aporta algunos de los momentos más divertidos –véase la escena del porro comunal– de un filme cuya temática no tiene nada de divertida. La película avanza serpenteante por ese laberinto irresoluble que son las relaciones familiares y aunque no sea especialmente original, August se aplica en poner en imágenes un guión de Christian Torpe que en realidad es todo lo opuesto a lo que indicaría su apellido que además resuelve de forma elegante. No es poco.
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UNA NUEVA AMIGA – El Ozon juguetón de siempre
François Ozon se siente en San Sebastián como en su casa. No solo porque ganara en el 2012 una merecidísima Concha de Oro con la soberbia En la casa o el año pasado trajera a Perlas la interesante aunque algo menor Joven y Bonita sino porque su espíritu libertario y algo juguetón con los géneros le va como anillo al dedo a un festival como el Zinemaldia que sin dejar de ser riguroso carece de la solemnidad de un Cannes o Berlín. Este año presenta a concurso Une nouvelle amie (Una nueva amiga) película de lo que lo ideal sería verla sin haber visto un tráiler y sin seguir leyendo estas líneas. No, no es un aviso de spoiler: lo que les voy a contar a continuación sucede en los primeros veinte minutos del filme y lo importante es lo que viene después de eso. Pero a los que nos ha cogido desprevenidos hoy en el Kursaal nos ha dejado algo patidifusos. Avisados están si no quieren continuar a partir de este punto, pero creo que no les servirá de nada: acabarán por enterarse de una forma o de otra.
¿Listos? Pues vamos a ello: Como si de una versión gala de la celebradísima escena de UP se tratara –si tengo que decirles a qué escena me refiero no sé qué hacen leyendo estas crónicas, la verdad– Ozon se aplica en los primeros minutos a contarnos la amistad desde la infancia a la madurez de Claire y Laure, que se interrumpe bruscamente cuando la segunda, tras dar a luz una preciosa niña, fallece dejando a Claire en la obligación moral de velar por la pequeña y el viudo, un Romain Duris… que a las primeras de cambio el espectador descubre ataviado con las ropas de su difunta esposa mientras da el biberón a su niña porque eso tranquiliza a la pequeña. O eso le cuenta él a Claire, que lo descubre en pleno acto de travestismo, que es más, mucho más de lo que podría parecer a simple vista. Y de ahí –recuerden, solo llevamos veinte minutos de película– para arriba: a ver cómo se manejan con la nueva situación según el viudo le va cogiendo más y más el tranquillo a eso de convertirse en mujer y Claire consigue esa nueva amiga a la que hace referencia el título. “La novia soy yo” que decía Jack Lemmon en Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot) del añorado Billy Wilder ¿recuerdan? Pues eso mismo, valga la herejía.
A menudo se ha dicho que el cine de François Ozon guardaba no pocos puntos de contacto con el de Pedro Almodóvar. Pues quédense con esa idea, porque a partir de ahora y en relación con esta película en concreto lo van a leer y escuchar de forma constante. Porque más allá de su visión del travestismo –en realidad el personaje de Romain Duris está bastante distante de los travestis que aparecen en las películas del manchego: es una diferencia sutil pero esencial– lo cierto es que Ozon no se recata lo más mínimo en fusilar más o menos abiertamente elementos más que reconocibles de Hable con ella, una de sus películas más logradas. Y lo hace siendo plenamente consciente. Vuelvo a pedir un euro por cada crónica que hablando de Une nouvelle amie cite al divino Pedro. Me pienso forrar. A todo esto la película propiamente dicha no está nada mal: por encima del chiste fácil y el shock inicial hay trabajos de interpretación muy serios tanto por parte de un convincente Romain Duris como una entregada Anais Demoustier que consiguen el milagro de hacer creíble esa historia en el fondo tan afín a todo el cine de Ozon –la manipulación, el engaño, la ensoñación con una vida distinta…– de esa improbable relación repleta de trampas, recovecos y redescubrimientos. Dista de ser el Ozon más redondo, por supuesto. Pero su película es tan juguetona y simpática como en el fondo bastante irrelevante y confusa en su bienintencionada resolución. Puede que la vida no se parezca a lo que Ozon retrata. Pero quizás debería.