George Sand, la ciudad y las mujeres
Por Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
Era tarde, el móvil ya marcaba las tres de la mañana y en la calle apenas había gente. Caminaba por Ronda Sant Antoni en dirección Plaça Univesitat; los bares comenzaban a echar las persianas y a retirar las mesas de las terrazas que habían permanecido vacías casi toda la noche. Barcelona estaba desértica, escuchaba mis propios pasos al pisar la acera, tan sólo eran interrumpidos por el repentino sonido metálico de las persianas al ser dejadas caer por los dueños de los locales. Las conversaciones entre los camareros, que se encaminaban hacia casa, fueron mi única compañía hasta llegar a Plaça Universitat; allí, la rectangular explanada, tantas veces ocupadas por manifestantes, entre no pocas veces me contaba yo misma, reclamando mejoras para un sistema educativo mermado, herido y elitizado por sus elevadas tasas, parecía haber cambiado de rostro. Las dos terrazas, siempre llenas de estudiantes y turistas, habían ya cerrado y la vieja universidad de alzaba pétrea, imponente, en la oscuridad que las débiles farolas no conseguían paliar. En Plaça Universitat encontre algunos pocos transeúntes, la mayoría de ellos jóvenes turistas que, provenientes de Plaça Catalunya, se dirigían hacia los hostales, que se encuentran entre la calle Tallers y las espaldas de la Universidad. El metro ya había dejado de funcionar, la estación estaba cerrada; sentado en las escaleras, un mendigo escondido entre largas barbas que escondían, acrecentándola, su edad, me pide un cigarrillo; le acerco uno, me pide fuego, se lo doy y me despido, él se queda allí, a la calurosa intemperie de una Barcelona de verano.
Decido coger un taxi, es la única manera de volver a casa; regresar caminando es una idea que ni siquiera contemplo, la distancia es demasiada y el cansancio comienza a notarse. No tardo en encontrar un taxi, un hombre de unos cuarenta años detiene el vehículo frente a mí, subo, lleva la radio encendida, suena música, intento seguir el ritmo y así evitar las cabezadas de sueño que suelen acompañarme en todos mis regresos a casa. Recostada parcialmente en el asiento del taxi, mientras con el pie sigo el rimo de la canción que suena, miro la calle; el taxi está parado en un semáforo, a nuestro lado tan solo hay un coche, una pareja regresa a casa.“Las calles están vacías”, me comenta de repente el taxista, “ni tan siquiera circula la guardia urbana, en toda la noche no he encontrado ni un solo coche patrulla” y tras una breve sonrisa irónica, añade: “y luego os dicen que tenéis que ser precavidas al salir a la calle…”. Le doy la razón, en todo mi trayecto hasta Plaça Universitat no he encontrado ninguna guardia, aunque tampoco me he sentido amenazada, en verdad, nunca he tenido miedo de regresar sola a casa, aunque el reloj marque altas horas de la madrugada. “Una vez más quienes nos gobiernan eluden sus responsabilidades y en cambio de poner remedio os dicen que es mejor que os resguardéis”, continúa el taxista, “nos tratan como menores de edad”, contesto, “con ese paternalismo que implica siempre control y dominio”. Tras dejar atrás Plaça Catalunya y las Ramblas, donde la ciudad vacía cambia de rostro para convertirse en aglomerado lugar de reunión de turistas en busca de fiesta y poco más, subimos por un Paseo de Gracia sin transeúntes ni tráfico. Pienso en las paternalístiscas recomendaciones del gobierno; recostada en el asiento del taxi, me viene a la cabeza la imagen de George Sand, de quien se cuenta que se escondía tras atuendos masculinos para poder transitar por Paris e introducirse en aquellos lugares y ambientes que las mujeres tenían prohibidos, al ser considerados peligrosos o moralmente poco decentes para una dama del XIX. Sand nunca se dejó amedrentar, sus novelas son una constante reivindicación de la libertad de la mujer a transitar por la ciudad, a participar en la sociedad con la misma autonomía e independencia que un hombre. Sand, sin embargo, era consciente de que sus ideas tardarían en cumplirse, por ello el disfraz masculino parecía ser su única alternativa: disfrazada de hombre, como también lo hará Flora Tristan, George Sand reivindica la ciudad en femenino, reivindica su espacio o, como diría el heterodoxo marxista Henri Lefebvre, el derecho a la ciudad para la mujer. Como George Sand, Flora Tristan y Delphine de Girardin propondrán un anti-flâneur, es decir, responderán a la todavía hoy insigne figura del flâneur con la imagen de la flâneuse, de la mujer que, equiparándose al hombre y apropiándose del espacio urbano, se eleva como sujeto discursivo en el debate social, cultural y político. Geroge Sand y Flora Tristan recurrirán al disfraz, mientras que Delphine de Girardin se esconderá, en cada uno de sus artículos, tras el sinónimo del vizconde de Launay. Escondidas tras la máscara masculina se abrirán paso, solamente adquiriendo la voz masculina serán escuchadas, sus artículos serán leídos y sus libros publicados. Una vez desvelado el misterio de su identidad, el camino abierto ya no podrá ser cerrado, los aplausos que habían recibido se apagarán ligeramente, pero ya no podrán ser retirados y así, el crítico literario Jules Janin, en uno de sus artículos publicados en La Mode, reconocerá que tras aquel joven que fuma con gracia se esconde George Sand, una “gran dama cuyo espíritu y espontaneidad humilla a todos”, refiriéndose a los hombres.
La Diagonal se extiende en su inmensidad en un silencio abismal; es posible cruzarla sin dificultad, no hay coches que entorpezcan el paso; tengo la tentación se salir del vehículo, situarme en el centro de la avenida y caminar, emulando la escena de aquella película que, sin embargo, es mejor olvidar. Desde ahí podría regresar caminando a casa, la distancia es relativamente corta. Si lo hiciera, seguro que alguno lo consideraría una imprudencia: “una joven caminando sola en una solitaria calle a esas horas de la noche, ¡una insensatez!”. Si me pasara algo, no tardarían en justificar, aunque sea parcialmente, el hecho delictivo con mi “imprudencia”, sin embargo si hiciera como George Sand y me escondiera tras un disfraz masculino, nadie diría nada. No sólo nadie consideraría una imprudencia mi decisión de regresar sola a casa, sino que, en el caso de que me sucediera algo, inmediatamente se comentaría la falta de efectivos policiales, la ciudad si control. A pocos metros del portal de casa, el taxista me comenta: “¿Has visto? Ni un solo coche patrulla, ni nada. Y aquí todavía es una zona tranquila, en el centro los turistas hacen lo que quieren, se desmadran y nadie hace nada para impedirlo” y, tras un suspiro añade, “luego se quejan de cómo está la ciudad, pero sin no ponen medidas, las quejas son absurdas”. Está indignado, me cuenta que más de una vez algún turista, pasado de copas, le ha destrozado la tapicería con vómitos; “algunos se te lanzan encima de la capota si te niegas en llevarlos por su estado etílico”, me explica, “incluso, en una ocasión, un inglés desnudo trató de entrar así, en pelotas, en el coche”. “Para ellos todo está permitido”, le comento mientras espero el cambio, “si para ellos, pero para nosotros no y para vosotras todavía es peor”, añade a modo de saludo. En el portal de casa, el silencio lo invade todo. Llamo el ascensor, viviendo en un quinto lo considero simplemente de sentido común no subir a pie. No dejo de pensar en los comentarios del taxista y, a la vez, la imagen de la autora de Un invierno en Mallorca sigue más viva que nunca: la veo caminando por la ciudad, vestida como un hombre, pero disfrutando de aquella libertad e independencia que, por entonces, estaba negada a la mujer. Era el siglo XIX y, sin embargo, parece que desde entonces muy poco ha cambiado: no nos aconsejan el disfraz, pero sí de tomar unas precauciones que limitan y coartan nuestro derecho a la ciudad, unas precauciones que serían innecesarias no sólo con un mayor control en las ciudades -en las que se controla y se vigila sólo lo que interesa a algunos- sino con una renovada educación que mira a la igualdad. Con sus incisivos textos, George Sand, Flora Tristan y Delphine de Girardin denunciaron la situación de reclusión de la mujer, reclamaron su independencia y su autonomía de movimiento y de decisión y consiguieron, como decía Jules Janin, ridiculizar a una cegada sociedad masculina. Hoy, la lectura de aquellas tres mujeres se hace más necesaria que nunca, porque todavía hoy sus denuncias y reivindicaciones no se han agotado, porque todavía hoy es necesario proseguir con el recorrido, urbano y social, por ellas comenzado, eso sí, esta vez sin disfraces.
Me gusta mucho la reflexión que la autora del artículo hace respecto de la mujer actual en relación con la ciudad, así como la comparativa que lleva a cabo con la mujer de hace dos siglos… El artículo entero es magnífico, salvo quizá el párrafo intermedio que aparece duplicado… Gracias. Un saludo.
Muchas gracias por tu comentario y muchas gracias por advertir la duplicidad del párrafo. Lo acabo de corregir. Gracias una vez más por tu lectura y tu comentario. Un saludo