La ciudad articulada: La ciudad del espectáculo
Por Anna María Iglesia
@AnnaMIglesia
Llegué a Barcelona cuando Can Vies ya había sido convertido en un montón de escombros, cuando todavía las continuas protestas en defensa de aquel edificio reconvertido en lugar de encuentro, de solidaridad y de activismo social y cultural eran gritos sordos ante la maquinaria institucional del derrumbe. Llegué a Barcelona entre criminalizadoras portadas de periódicos temerosos de perder los favores del poder; llegué a Barcelona cuando ya era demasiado tarde para cambiar opinión, cuando el daño estaba hecho. De nada sirvió que al día siguiente, cuando todavía estaba deshaciendo un equipaje que ya muchos me recomendaban volver a hacer, el alcalde anunciara que se detenía el derrumbe y comenzaban las negociaciones. Ya no había nada que detener, ahora tocaba reconstruir y así lo hicieron: Sants comenzó a poner en pie, una vez más, a Can Vies. Piedra tras piedra, ladrillo tras ladrillo, era necesario volver a levantar aquellos muros que, como pocos, habían dado sentido a la palabra “barrio”, a la palabra “ciudad”: espacio de todos, espacio colectivo, espacio de libre acceso, espacio de la comunidad, para el disfrute y para solventar las pequeñas y grandes batallas comunales; Can Vies daba sentido al barrio, convertía a los individuos que lo frecuentaban en vecinos, en ciudadanos. La ciudad de los grandes hoteles, de torres faloformes y de fórums vacíos de ciudadanía había sido el megalómano sueño de alcaldes que nunca supieron lo que es una ciudad; pero es evidente, no es fácil reconocer el tejido urbano desde coches oficiales ignorantes que es la desesperada búsqueda de un lugar de aparcamiento y desde despachos insonorizados al rebullir de las calles, pero abiertos a las tentadoras y tendenciosas ofertas de empresarios en busca de una marca para patrocinar.
Hacía tiempo que Barcelona se había convertido en marca de sueños inexistentes y de pesadillas arrinconadas; el fórum, ese juguete especulativo en manos de un Nerón del cemento, se impuso sobre el barrio del Besós, a la izquierda del río, convertido inesperadamente en frontera natural que separaba la gran construcción de la ciudad ingrata, inexistente, entorno al metro de Sant Roc. El río de aguas turbias como el propio ritmo urbano de aquellas calles era la segunda frontera; la primera la trazaba el Carrer Sant Ramón de Penyafort, una amplia avenida tras la cual se expande el barrio de la mina, un barrio construido en 1969 para realojar a los habitantes de las áreas chabolistas instaladas en torno a una Barcelona que, pocos años después, comenzaría a ser el escenario para la actuación de la urbanización privada, primero con Narcís Serra y su intento de llevar a cabo –con su amigo y socio Roca Junynet– el Plan de la Ribera; después vinieron las Olimpiadas 1992, y el deporte llenó una vez más los bolsillos de urbanistas, arquitectos y especuladores inmobiliarios; Barcelona ya se había convertido en una imagen para compra-venta, ahora llegaba el momento de explotarla: la remodelación parcial del Raval con la construcción del CCCB y del Macba, muros de contención que empujaron algunas calles hacia atrás a los nuevos habitantes del barrio, la mayoría de ellos inmigrantes de países árabes y provenientes de China; la construcción de la Rambla del Raval –del que José Luis Guerín fue observador, haciendo de En construcción el más honesto testimonio de aquellos días- que obligó al desalojo de sus vecinos, que se vieron expulsados de sus casas, abatidas para construir nuevos y modernos apartamentos en los que los vecinos de siempre no tenían cabía; la remodelación completa del Borne, reconvertido en un barrio del elitismo underground, para los “Bo-Bo” (Bourgeoise-boheme) barceloneses y como el ejercicio hace músculo, la especulación urbanista se musculó, convirtiendo Barcelona en una ciudad de muros y trincheras, donde el espectáculo arrinconó la cotidianidad y sus problemáticas.
Se trataba de lustrar la ciudad -“posa’t guapa Barcelona”, decía el lema- de un embellecimiento facial, superficial, un maquillaje que cubría las imperfecciones, pero que nunca llegaba a curarlas. Las heridas siguen abiertas, siguen sangrando, a pesar del autobombo mediático de la ciudad. Hace algunos días, un amigo me envío por mail el link del nuevo video propagandístico de la ciudad: un paraíso terrenal de terrazas llenas, de sonrisas y disfrute, de calles limpias y sin tráfico, de tiendas y de comercios, de espectáculo. La enésima campaña promocional dirigida al turismo y a las inversiones extranjeras, la enésima campaña que olvida a quienes habitan cada día la ciudad, quienes la conforman: no importa que no hayan parvularios públicos suficientes, no importa que los centros de atención primaria tengan horarios cada vez más reducidos, no importan las colas en los hospitales ni el cierre de plantas, no importa la insalubridad a la que se condena más de un barrio, no importa nada de aquello que no sale en la foto, en el anuncio. Como decía hace algunos días Lucía Lijtamaer, los barceloneses “conocen todas las campañas al dedillo, las tienen delante de las narices desde finales de los ochenta: Barcelona, ponte guapa. Barcelona, la mejor tienda del mundo. Barcelona, inspira”; las conocemos, las recordamos, pero ya no nos las creemos.
Debía ser el 2005 cuando fui por primera vez al Liceu –en mi vida fui solamente dos veces, y las dos veces invitada por una amiga que tenía abonos-; recuerdo los nervios, el no saber cómo vestirme para acudir a ese panteón de la música clásica restringido a la alta y “buena” sociedad catalana. En mi casa nadie había ido al Liceu, cada navidad, ante el precio de las entradas, mis padres decidían cambiar de regalo, “tanto dinero para un par de horas de concierto es esperpéntico”, solía decir mi madre, quien, sentada en uno de los dos sofás de la sala, transcurría las tardes de domingo junto a la ya vieja cadena musical, de cuyos altavoces sonaban –al menos por entonces- las sinfonías de Bach. Recuerdo haber entrado en el Liceu con la sensación de que no tardarían a echarme, me sentía como Lucien de Rubembré al acceder a la exclusiva sociedad parisina donde los jóvenes de provincias no tenían cabida. Recuerdo haber pasado todo el concierto contemplando el Liceu, admirando la majestuosidad de sus balcones, algunos todavía hoy reservados a grandes familias, más de tradición y de bolsillo que de cualquier otra cosa. Nunca entendí de música clásica, en verdad, nunca entendí de música, mi atrofiado oído es incapaz de seguir el ritmo del más sencillo de los acordes; no recuerdo el concierto de aquella noche, lo único que recuerdo es sentirme inmersa en una novela del diecinueve, todo me parecía decimonónicamente novelesco. Al terminar el concierto y salir a la rambla, los lustrosos coches de algunos de los asistentes ya estaban en la puerta, otros preferían regresar en taxi. Yo me encaminaría hasta Plaza Catalunya para regresar en metro, todavía tenía tiempo antes del cierre; no había caminado más de cuatro metros, cuando a mi izquierda, en la esquina del Liceu con el carrer de Sant Pau, unas jóvenes prostitutas esperaban a sus clientes: los mismos que se vanagloriaban de su ánimo filantrópico por haber colaborado en la reconstrucción de Liceu, los mismos que ondeaban la bandera de la moralidad en las elecciones políticas, aquellos que, cuan refinados dandis, exhibían su esteticismo de pose, se detenían frente a aquellas jóvenes que, tras una breve negociación, subían a los lustros coches para desaparecer en la invisible hipocresía de clase.
Hoy, en el 2014, apenas quedan prostitutas en las Ramblas, todas ellas han sido expulsadas, arrinconadas; en la ciudad del espectáculo, lo importante es que la realidad no se vea. Entre el carrer de Sant Pau y el carrer de San Josep Oriol, en aquellas estrechas calles, las prostitutas han encontrado su refugio; lo sabemos, todos lo saben, pero su rostro, su nombre, su imagen, nunca saldrá en la foto. Y como ellas, tampoco se verán los viejos apartamentos sobrepoblados del Raval, aquellos viejos edificios donde los hilos de la corriente eléctrica, deshilachados y al aire, esperan en cualquier momento un corto circuito. Nada de ello aparecerá en las fotos, como tampoco quieren, quisieron, que saliera en la foto Can Vies, un centro autogestionado por los vecino que ponía en evidencia el desinterés del ayuntamiento por sus conciudadanos y por sus necesidades. Lo incómodo no puede salir en la foto, lo real debe ser invisibilizado entre muros de contención o derruido, pero nunca resuelto; en el urbanismo de marca y promoción, lo real y sus problemáticas es barrido bajo la alfombra, bajo una lustrosa y artificialmente modélica alfombra. Regresé a Barcelona y volví a pisar esta alfombra, regresé a Barcelona y encontré que los márgenes de esta avasalladora alfombra se extendían cada vez más en el mapa; ya no era el centro, ya no era la zona del puerto, ahora las garras comenzaban a arañar también los otros barrios. Y mientras, las heridas sangraban, mientras la desigual parcelación se hacía más evidente, un nuevo video de autobombo para proporcionar la ciudad inexistente. Regresé a Barcelona y volví a pisar la impuesta alfombra bajo la cual se esconden y se niegan los cadáveres que la ciudad del espectáculo deja tras de sí.