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La eternidad sin Gabo

Por José Luis Muñoz

Un escritor muere cuando ya no escribe. El hombre puede sobrevivirle unos cuantos años más. Pero ya no tiene alma. Es como el cazador de la extraordinaria película de Akira Kurosawa Dersu Uzala, que, cuando pierde la vista y debe vivir fuera de la taiga, en la civilización, sin poder cazar, lentamente muere.

Gabo se nos ha muerto, porque todos los que amamos su literatura nos sentimos en un día como hoy especialmente huérfanos, poco a poco. El Alzheimer devoró su cerebro hasta el punto de no saber que había escrito Cien años de soledad, una de las cumbres literarias del pasado siglo, ni de que había sido galardonado con el premio Nobel.

De su último destello de lucidez salió un libro llamado Historia de mis putas tristes, pero antes, durante muchos años, nos había ido dejando un buen número de obras maestras—El coronel no tiene quien le escriba, Crónica de una muerte anunciada, Los funerales de la mamá grande, El otoño del patriarca, El general en su laberinto—en las que acuñó el término de realismo mágico que no es otra cosa que el realismo inherente a esos territorios prodigiosos y desmesurados, en sus bondades y en sus bajezas, de América Latina que tan magistralmente reflejaba en su obra. En sus novelas había terratenientes desmesurados, coroneles golpistas, putas cariñosas, mujeres abnegadas en el cuidado de sus maridos, asesinos y víctimas que no podían escapar a su destino escrito.

Gabo confesaba que escribía muy lento, y que sufría con cada página que creaba con dolor para que otros obtuvieran placer de su esfuerzo. Y sus lectores, leyéndolas, le oían casi susurrar al oído esas historias fantásticas y trágicas, nacidas de la tragedia griega con aroma de trópico. Tallaba con minuciosidad de orfebre cada página que escribía. Por ello cultivaba la frase larga, encadenada a otras muchas, ornada con una adjetivación profusa que se hacía musical al oído, y mantenía, sin altibajos, a través de las páginas de sus novelas esa tensión narrativa que arrancaba de su primera frase y moría en la última palabra. Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.

Tras diez años de silencio, Gabo se ha reunido con sus fantasmas, sin despedirse de ese amigo que perdió en una trifulca, del que se distanció en lo ideológico y en los personal, para desgracia de ambos, el talentoso Mario Vargas Llosa, y que ahora es el único superviviente de ese boom latinoamericano de escritores que tan magistrales lecciones de literatura nos dieron a los españoles desde el otro lado del Atlántico porque manejaban un castellano mucho más rico y, sobre todo, mucho más sensual que el nuestro.

La vida de Gabriel García Márquez se fue apagando en silencio en su casa de México, entre el cariño de los suyos, con 87 años cumplidos hace muy poco, la edad de los patriarcas de sus espléndidas novelas que lo hacen eterno.

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