Ida (2013), de Pawel Pawlikowsi
Por Jordi Campeny.
Una película polaca, en blanco y negro, sin prácticamente movimientos de cámara –planos estáticos menos en las dos secuencias finales–, que narra el periplo de una novicia en los días previos a convertirse en monja en la Polonia de los sesenta, sin música extradiegética –sólo algunos temas de Coltrane y Bach que proceden de los mismos escenarios del filme– y la posibilidad de verla sólo en versión original, casi seguro que provoca la espantada masiva de muchos espectadores de cine más comercial y, al mismo tiempo, el babeo irracional de los paladares más exclusivos de los consumidores de cine de autor. Sin embargo, créanme, Ida, esta joya del director polaco Pawel Pawlikowski, va a satisfacer a los paladares más exigentes y refinados pero también puede llegar a rozar e hipnotizar a los espectadores que se sientan lejanos al universo autoral ajeno a la comercialidad.
Ida es maravillosamente distinta a lo que estamos acostumbrados a ver en nuestras carteleras. Ida es una isla. Es una pieza precisa, delicada, redonda y perfecta. Tiene el sabor y aroma del mejor cine clásico europeo. Resulta imposible no recordar al Bergman de Los comulgantes (1963), por ejemplo; o al Dreyer de Ordet (1955), o de Gertrud (1964), por los encuadres precisos y memorables que son puro arte; por los espacios, silencios y fotografía; por el aire que respiran sus planos; por los reflejos y miradas. Incluso uno se remitió al contemporáneo Haneke y su magistral La cinta blanca (2009). Todos estos directores y cintas están emparentados, y sus historias y personajes viven asfixiados bajo el peso de la fe y la religión. No es baladí que en Ida encontremos muchísimos planos con mucho aire por la parte de arriba, con sus personajes relegados a la parte inferior del encuadre; bien podría interpretarse eso como el silencio de Dios que los aplasta.
La película describe el periplo físico –de nuevo, una road movie– de dos mujeres contrapuestas. La novicia Ida y su tía, una antigua fiscal del Estado, alcohólica, cínica y abatida –maravillosas Agata Trzebuchowska y Agata Kulesza– recorren la Polonia de los años sesenta para encontrar sus raíces y darse de bruces con su pasado crudo y desgarrado, hijo del Holocausto. Por el camino encontrarán paisajes y personajes que harán tambalear sus convicciones y mover sus hilos más secretos. La contraposición de los dos personajes es magnífica, es puro antagonismo. Y, sin embargo, a medida que avanza el periplo, van hallándose más a sí mismas en la lejana mujer que tienen delante.
A pesar de su concreción en un espacio y un tiempo, la película habla, sencillamente, de la vida. De la vida marcada por un pasado atroz –cualquiera que éste sea, en realidad– y por un futuro imposible, que a veces uno no logra alcanzar, ni tan siquiera rozar. El presente puede ser una irrefutable condena. Ida y su tía cabalgan hacia el futuro para encontrar su pasado. Círculos. Y los círculos no tienen salida.
El filme es distinto hasta en su formato; utiliza el 4:3, con una pantalla cuadrada. Ésta, como todas las decisiones formales tomadas por Pawlikowski –de quien conviene acercarse desde ya a su filmografía anterior y estar muy atentos a la venidera–, responden a un motivo, tanto ético como estético. Nada es pura pose. Parece seguir la máxima que pronunció Hitchcock: “si en un plano aparece un clavo colgado en la pared y en ningún momento se nos explica qué hace ahí este clavo, el director debería acabar colgado de él”. Todo parece responder a algo en Ida; cada encuadre, cada silencio, cada bruma, cada espacio, cada cigarrillo humeante, cada ventana abierta.
Todo ello, envuelto en una soberbia fotografía, acaba configurando una película bellísima, hecha de instantes –pequeños y grandes a la vez–, sobria y elegante, que ahonda en la vida, otea la muerte y tiende al arte. En ochenta minutos escasos, Pawlikowski nos muestra este delicado viaje con el oficio, tacto e inteligencia del cine que se sabe bien hecho. También con cierta frialdad expositiva. Hasta que llegan las dos secuencias finales, en las que sí, por primera vez la cámara se mueve; en las que sí, por primera vez las notas extradiegéticas de un piano acompañan los últimos pasos, rutilantes y vencidos, de una Ida en irremediable desacuerdo con la vida volviendo a su casilla de salida y cerrando su círculo.