Bret Harte y Edith Wharton, dos relatos
Por Mauricio López Osorio
A veces, surgen imágenes de bibliotecas plasmadas en la mirada de un lector. En un navío extraviado en el pacífico, en una expedición a África de dos escritores latinoamericanos, en un asidero de olores penetrantes, en buhardillas francesas a punto de derrumbarse, en la travesía de un lector por los castillos de arena del Medio Oriente, suelen desaparecer casi todas las pertenencias. Salvo páginas sueltas, todo se pierde en caminos pedregosos, océanos serpenteados por corrientes de arena y habitaciones de paso. Si hay lectura, no hay fatiga, parece ser el mensaje de los viajeros. Quisieran leerlo todo. Y cuando se habla de gente que quiso leerlo todo, se hace inevitable mencionar a Borges, a Cortázar, a Canetti. Es difícil desprenderse de la famosa imagen de Borges, acercándose, volcado sobre el papel, fijando sus ojos en unas páginas casi ilegibles. Las palabras se convierten en trazos líquidos, las páginas se humedecen y el deseo de seguir leyendo continúa. Para un hombre que ha pasado casi toda una vida buceando en las profundidades de infinitos libros, sin duda es una experiencia desconcertante. El lector que ha despertado y generado mapas de lecturas y laberintos como El Factor Borges, Nuevas tesis sobre el cuento, Borges y Paracelso, Borges on the couch, etc, ve de cerca la posibilidad de no volver a leer. La desazón se transmuta y los lectores del escritor que se está quedando ciego, se preguntan por la biblioteca desconocida de Borges, esa que no es posible conocer al instalarse en un estudio, en una cocina literaria o en un bunker donde descansan obras inéditas. El escritor guarda silencio. Conocemos una multitud de autores gracias a él, pero la pregunta por los libros de los que nunca habló, sigue abierta.
Hacia finales del año pasado, en una de las múltiples conmemoraciones, coloquios y charlas que se dieron en torno a Roberto Bolaño, en una mesa presidida por Rubén Arias, Rodrigo Fresán e Ignacio Echevarría, resurgía la pregunta, ¿De qué autores no hablaba Bolaño? ¿Cuál era la biblioteca secreta del escritor chileno? La pregunta sobre esa biblioteca desconocida, arrojaría luz sobre diferentes aspectos de la obra de Bolaño y por supuesto, valdría la pena dirigirla a escritores como Vila-Matas, Piglia, Marías, Pitol, y al mismo Fresán, todos ellos lectores antes que escritores. Hasta hace poco, a través de distintas lecturas, conocía de algunas divisiones de escritores y de algunos círculos de intelectuales que marcaron una época y a distintas generaciones, pero no había reparado en esa notable división que, hacia mediados del siglo veinte, planteaba Philip Rahv: Pieles Rojas y Rostros Pálidos. El escritor pobre, el trabajador de temporadas cortas, el marginado y el desahuciado, se granjeaba el nombre de piel roja. Al escritor acomodado, al acogido por las clases altas de Nueva Inglaterra, se le confería el honor de ser llamado rostro pálido. La clasificación no demeritaba las escritura de uno y otro bando, pero sí permitía cruzarse con nombres poco recurrentes que, en poco tiempo, pasarían de casi un total anonimato a una erupción en las voces de muchos.
Así como hay bibliotecas a las que no tendremos acceso y otras por las que habrá que esperar demasiados años todavía (por mencionar un ejemplo, la biblioteca Elías Canetti, que entre poemas, ensayos y fragmentos sueltos contiene más de cien cajas de obras inéditas que sólo verán luz hasta después de 2020) hay otras que permanecen abiertas toda la noche. Breves reencuentros, puesta literaria de la editorial Navona que “propone devolver a la actualidad obras de grandes autores perdidas en el tiempo o poco conocidas”, es uno de esos regalos invaluables que nos acerca a una biblioteca deslumbrante. Obras de las que había escuchado hablar con suprema devoción (El sacrilegio de Alan Kent, de Erskine Caldwell, El Gominola y Primero de Mayo de Scott Fitzgerald, Cuentos californianos de Bret Harte y las tres nouvelles de Edith Wharton Fiebre romana, Almas rezagadas, Tras Holbein) y a las que nunca había conseguido aproximarme físicamente, finalmente aparecieron, gracias a este tropiezo con la colección de textos de la editorial Navona. De los libros encontrados, hay dos relatos que me parecen excepcionalmente escritos, La suerte de Roaring Camp, del piel roja Bret Harte y Tras Holbein, de la rostro pálido Edith Wharton.
Sandy Bar. Poker Flat. Un bromista que convence a un estrado judicial del por qué robar las pertenencias de un forastero es un acto inocente y demencialmente creativo. Un misógino empedernido que intenta elaborar un denuncia universal contra ‘el sexo no filosófico’. Un nombre que todos pronuncian, que bien podría ser un pueblo, un hotel nostálgico, un artefacto capaz de arrojar ideas y sentimientos desmesuradamente, y que nadie puede precisar de qué se trata. Un jugador que, ante los rostros abstraídos por la beodez, delante de los marginados de Poker Flat, detiene el juego un instante y dice con una mirada acuosa: “La suerte -continuó el jugador pensativamente- es una cosa muy curiosa. Lo único que sabes con certeza es que cambiará. Y lo que te hace buen jugador es saber cuándo va a cambiar”. Todo ello hace parte de Cuentos californianos y del clima que ronda alrededor de La suerte de Roaring Camp. Mujer acariciada por todos los hombres de un pueblo adicto al juego y a la bebida, objeto de conversaciones recurrentes en los bares californianos de 1850, suplicante y tejedora de sonrisas, Cherokee Sal ha pasado de ser el objeto del deseo y de censura de todo un pueblo, a ser una agonizante que necesita de una mano amiga–preferiblemente otra mujer- que la ayude a levantarse del ensordecimiento moral imperante en el campo de los rugidos ardientes. Mientras tanto, en las mesas de bar, las apuestas se suceden: sobrevivirá la pecadora señora Sal, partirá de la faz de la tierra, irá a otros pueblos después de la enfermedad. Pero la agonía de Cherokee Sal no es un padecimiento solitario y sin esperanza. Un hecho insólito ha de acaecer en Roaring Camp: un nacimiento. Nacimiento concebido en el vientre del océano que creará otro aire y dotará de otro significado a las palabras que intercambian los hombres. Las estrellas fugaces y las calles desoladas que se contemplan desde el campamento, tendrán a alguien más que hable con ellas. De repente, el viejo orden de Roaring Camp se ve reemplazado por poemas navales, canciones de cuna, y flores con olores balsámicos. Los sentimientos de solidaridad afloran y a pesar de la crisis, la escasez material y los desastres naturales que han de sobrevenir, los hombres de Roaring Camp bautizarán y protegerán al hijo de Cherokee Sal como la esperanza y el valor de un pueblo, el último hombre de un pueblo fantasma.
En Tras Holbein, Edith Wharton nos narra la historia de Anson Warley, un hombre perseguido por el mundo cultural que, con desgana y desazón, participa de las invitaciones que le llegan desde Nueva York, Paris y Londres para asistir a exposiciones, charlas, reuniones y demás eventos culturales en los que no deja de sentirse algo perplejo. Las preguntas acechan a Anson Warley: ¿Debe un artista ser acogido por estos ámbitos para encontrar un estilo que sea reconocido?, ¿Son acaso estos limites una inspiración para el artista?, ¿Vale la pena hacerse pasar por un artista cuando en el fondo sabes que ni en lo más remoto eres un creador? Warley está dividido, por una parte, quiere llamar la atención y decir acá estoy, miren qué bien hipnotizo y cómo las miradas se centran en mí una vez entro a cualesquier evento cultural, y por otra, quisiera desaparecer de ese mundillo que lo envuelve y que podría aplastarlo con sólo dejar de hablar de él por más de una semana. Warley posee una infinidad de matices sobre los que Edith Wharton nos va arrojando luz a lo largo del relato: “Y sólo muy pocas personas sospecharon ( y no les importó gran cosa) que el pálido hombre de cabello blanco, con su pequeña y delgada figura, su irónica sonrisa y su impecable atuendo de noche, al que Nueva York seguía invitando infatigablemente, era nada menos que un asesino”. “Trató de engañar sus nervios pensando en cosas divertidas. <Declina el aburrimiento…>. Pensó que debía soltar ese chiste esta noche. <La señora Jaspar solicita el placer…El señor Warley declina el aburrimiento>. Realmente no era malo; y tenía una idea que nunca le había contado a la gente…”. Tras Holbein, un relato de terror que hiela los huesos, cargado de reflexiones y de pensamientos sobre el acto creativo y los matices que se ciernen alrededor de las obras de arte, es una pequeña joya literaria escrita por una norteamericana que, -al igual que Bret Harte- decidió pasar sus últimos días acompañada de las bibliotecas y los campos de Europa.