El humanismo impertinente: “LOS HECHOS Y PROEZAS DE PANTAGRUEL”, de François Rabelais
Por Ignacio González Orozco
Se insiste hoy en que el buen médico debe sumar a los conocimientos de su disciplina un aguzado sentido del trato al enfermo, para saberle procurar la relajación psicológica que coadyuve a su cura. De esta benéfica interacción entre mente y cuerpo ya se habían percatado los antiguos, y entre otros fue puesta en práctica por François Rabelais, narrador francés del siglo XVI y galeno a la sazón, que para alzar el decaído ánimo de los internos del sanatorio de Notre-Dame de la Pitié du Pont-du-Rhône (Lyon) escribió Los horribles y espantosos hechos y proezas del muy renombrado Pantagruel, rey de los dipsodas, hijo del gran gigante Gargantúa, obra que a pesar de los tétricos adjetivos iniciales narra las simpáticas andanzas del “más amado de las bellas y menos leal de los paladines”, un gigante voraz, bonachón pero brusco, despreocupado en sus ademanes por sacrificar toda convención –no hablemos ya de cualquier refinamiento– a la saciedad de sus imperiosas necesidades físicas.
Hijo de familia acomodada, Rabelais nació en Chinon, ciudad del centro de Francia, h. 1494. En su juventud fue miembro de las órdenes franciscana y benedictina, circunstancia que lo acredita como conocedor de la teología del Aquinate y el pensamiento filosófico anejo. Más tarde estudiaría medicina en París y Montpellier, para ejercerla luego en Lyon. Allí, en 1532 publicó Los espantosos…, inspirado en un cuento popular de autoría anónima, que por temor a represalias eclesiásticas firmó con el anagrama Alcofribas Nasier. La gigantomaquia de Rabelais prosiguió con Gargantúa (1534), que ameritó como su antecesora la condena teológica de la Universidad de la Sorbona de París (interdicto anulado por el papa Clemente VII gracias a la intercesión del cardenal Jean du Bellay). Antes de morir (París, 1553) publicó el Tercer y Cuarto libro de Pantagruel (1546 y 1552, respectivamente), firmados ya con su nombre. El quinto volumen apareció póstumamente, en 1564, y se duda de su verdadera autoría.
Frente a la cerrazón de la cultura escolástica, y para hacerse más grato a las costumbres del público lector, Rabelais escogió para su Pantagruel la estructura narrativa de las novelas de caballerías (los best seller de su tiempo tanto en versión impresa como oral). Seguían estas obras un modelo biográfico que permitía conocer el nacimiento, infancia, educación y aventuras del protagonista, comprometiendo al lector con su figura y hechos. Ello no impidió, por supuesto, que el autor se sirviera de su familiaridad con las obras del canon clásico para componer una sólida trama narrativa, que planteaba algunos de los grandes interrogantes no ya de aquella época, sino de todos los tiempos. En el caso del desaforado gigante, vivencias y reflexiones fueron arropadas de irónico desparpajo, al estilo de las farsas de antruejo y su sarcástica inversión de los valores morales y jerárquicos, y plasmadas en escenas hilarantes. Al tono humorístico general contribuye el tratamiento caricaturesco de los personajes, que son arquetipos grotescos de distintas facetas del alma humana (como la propia condición de gigante, alegórica de las ambiciones espirituales y materiales del sujeto renacentista). Esta simbiosis de estilos e intereses hace del Pantagruel una novela a la par erudita y popular.
En cuanto a los interrogantes recién citados, vasto escaparate de los asuntos y dilemas que entretenían la disquisición de los humanistas del siglo XVI, entre ellos figuraban la redención intelectual del mundo, tomado como morada donde pueden medrar el conocimiento, la belleza y la bondad humanas, desterrando su imagen de cárcel temporal para el alma (y por extensión, la aplicación al cuerpo humano del mismo planteamiento); la prístina reflexión sobre la correspondencia entre el lenguaje y la realidad (“te ruego que entre nosotros no haya debate ni tumulto y que no busquemos honor ni aplauso de los hombres, sino sólo la verdad”); y la sustitución del principio de autoridad basado en la tradición por el libre examen racional, extensible a la crítica de los fundamentos conceptuales de toda autoridad vigente (moral, social y política). Énfasis, en suma, en el protagonismo humano frente a la mera noción de tránsito por el “valle de lágrimas”. Sentencia el gigante: “El hombre sólo vale en lo que se estima”, y con tal aserto realiza Rabelais una curiosa revisión de la noción del hombre como medida de todas las cosas del sofista Protágoras: entre todas ellas, también es mesura de sí mismo, en atención a su esfuerzo de comprensión y creación.
Todo lo anterior adquirió en el Pantagruel un tratamiento radical, a menudo insoportable para las convenciones ideológicas de la época, incluso para los más denodados humanistas. Podría considerarse al autor como un extremista dentro del humanismo, pues la frivolidad y desinhibición exhibidas en ciertos pasajes de la obra parece propia de los libertinos que proliferaron en la Francia de las Luces, dos siglos más tarde. Con respecto a su tiempo, Rabelais está más cerca de la meditada impiedad de Maquiavelo que de la contenida ironía de Erasmo (a quien admiró). Tanto la novela que nos ocupa como el ciclo completo de Gargantúa y Pantagruel proclama el materialismo del carpe diem como filosofía básica de vida (“¡A fe de gentilhombre, más vale llorar menos y beber más!”). El tetrálogo del buen pantagruelista se cifra en “vivir en paz, alegría, salud, yantando siempre muy bien.”, sin mayor preocupación trascendental. No debía andar muy errado Calvino cuando tachó a Rabelais de ateo.
Por cierto que yantar y folgar bien era costumbre del clero de la época (cuando menos, del clero que podía procurárselo). Rabelais no se lo hubiera afeado, de no mediar ese doble discurso que condena en los demás cuanto uno hace a veces con disimulo, otras sin el menor recato. Si las lecturas de Erasmo encendieron o avivaron el fuego crítico del francés, este alcanza un grado de agresividad que jamás se hubiera permitido el autor del Enchiridion, más propio del Lutero airado por su excomunión. Sin necesidad de maldecir a Roma, como hizo el teutón, Rabelais explica que en Aviñón ”las mujeres gustan allí de menear las nalgas, por ser esta tierra papal”. Más adelante, al Pantagruel coronado se queja del “montón de falsos devotos y falsos profetas, que por constituciones humanas e invenciones depravadas han envenenado todo el mundo”.
En la cohorte maligna de los prebendados, juntos formaban los curas, vicarios de la divinidad en el mundo, y los juristas, dioses mundanos que presiden los destinos ajenos, cuyos “libros de leyes le parecían un hermoso vestido de oro, triunfante y maravillosamente precioso, que estuviera bordado de mierda”. Unos y otros dispensando latines a diestro y siniestro, cual iniciados de un lenguaje mistérico a cuyo código solo acceden los elegidos. El poder de ambos estamentos “se funda no solo en la ignorancia ajena, sino en un enrevesamiento intencionado que sepultó el concepto bajo ejercicios de estilo semejantes a la filigrana del orfebre, bella pero accesoria, y todo para disputar parcelas de poder a los príncipes o, también, para convertirse en herramienta imprescindible de sus afanes autárquicos”. Contundente, ¿no es cierto?
Rabelais sigue siendo una lectura imprescindible en el siglo XXI, aunque su fama haya sido eclipsada por autores posteriores. Así lo dejó escrito Guy de Maupassant en sus Chroniques: “Frente a Ariosto, Dante, Cervantes, Shakespeare, nosotros no hemos tenido más que un hombre tan grande como los más grandes, en quien se encarna hasta el fin de los siglos el genio del espíritu francés y la lengua francesa; uno de esos artistas gigantes que bastaría para la gloria de un país: Rabelais”.