Dallas Buyers Club (2013), de Jean-Marc Vallée
Por Miguel Martín Maestro.
Dicen que no se pueden borrar las rayas a un leopardo, siempre que se trate de un leopardo de verdad y no como el de las tiras de Calvin y Hobbes, pero hay directores que se van quedando desvaídos, como los libros a los que les da el sol se van poniendo amarillos y las hojas se retuercen sobre si mismas. Y es que cuando se acercan los tíos Oscar nunca amanece a gusto de todos, o de casi ninguno, las pantallas se llenan de repartos de relumbrón, de nombres muy conocidos, de historias masticadas, deglutidas, digestionadas y asimiladas para, al final, ser vomitadas sobre el público, que agradecido, queda satisfecho porque no se le exige demasiado con lo que ve.
Cuando una película se “basa en hechos reales”, ojo avizor, las orejas tiesas, la espalda en tensión, porque te la van a meter doblada. Mira que este chico me entusiasmó cuando vi C.R.A.Z.Y., un soplo de viento fresco, un nuevo ejemplo de buen cine canadiense, mucha mala leche, mucha crítica religiosa y mucho glam. Pero a partir de C.R.A.Z.Y. el globo va desinflándose, cine de época (que es una forma de llamar a las películas plúmbeas y aburridas), un quiero y no puedo con Café de Flore, y el paso definitivo más allá del Río Pecos (en este caso será el Yukón o alguno parecido) para abrazarse definitivamente con el capital que financia películas, el mismo capital que provoca la trama de la película, el capital traicionero, corrupto, manipulador, criminal.
Y no se puede decir que estemos ante una mala película, pero, ¿aporta algo esta historia de enfermo de sida dispuesto a batallar más allá de los 30 días de plazo que los médicos le diagnostican? Si tuviera que buscar una referencia reconocible para el gran público estaríamos ante la versión siglo XXI de Philadelphia, pero siendo sincero ésta me gusta mucho más en tanto que no cae en la sensiblería ni en el patetismo, algo que no significa entusiasmo por el producto, por favor, hablamos de los Oscar.
Abarcando muchos ámbitos pierde fuerza, hay destellos de ingenio y belleza, como el plano inicial en el que se confunden los resoplidos del protagonista, mientras folla entre bambalinas de un espectáculo de rodeo, con las imágenes de los animales en acción, pareciendo que es el resoplido de cualquier buey, o la escena rodeado de mariposas utilizadas para la extracción de productos químicos antivirales, pero la película habla del macho rodeado de un ambiente homófobo en el Dallas de los 80 y que sufre el rechazo al ser considerado homosexual tras detectársele la enfermedad, habla de la connivencia y corrupción del sistema médico y farmacéutico para suministrar medicamentos inoperantes, habla de las redes tejidas entre la autoridad sanitaria norteamericana y los fabricantes de medicamentos para impedir la llegada de nuevos productos que en Europa o Sudamérica estaban dando mejores resultados que el AZT, habla del enfermo como traficante (la estela de Breaking Bad es alargada), habla de la creación de un club de consumidores de medicamentos para luchar contra los laboratorios como esas asociaciones de fumadores de cannabis que pueden cultivar su propia marihuana, habla del médico con cargo de conciencia que se separa de ese sistema por corrupto y traicionero. Habla de muchas cosas que quedan esbozadas, apuntadas, perfiladas, sin ganas de profundidades, soportadas por la solvencia de grandes actores pero sin demasiada enjundia en sus mimbres, quien mucho abarca, poco aprieta.
En esa hipotética lucha contra la industria farmacéutica la acción se desarrolla, no en los despachos de los tiburones y traficantes de cuello blanco, sino en las andanzas de un aventurero visionario que no duda en mezclarse con dios y con el diablo para conseguir productos químicos que, médicos sin licencia, suministran a pacientes en México con resultados mucho mejores que los oficiales de los hospitales tejanos. Mientras McConaughey viaja por medio mundo, de Japón a Holanda, cargando con miles de comprimidos, disfrazado de ejecutivo o de religioso, pasando los cargamentos delante de las narices de los aduaneros con las más peregrinas justificaciones, la acción de los despachos pasa inadvertida e ignorada en la pantalla. Ron Woodroof se parte la cara, pero sus enemigos no muestran la suya, quedando el relato convencional y maniqueo, el bueno del electricista y el travesti por un lado contra los malos, el aparato del oficial de aduanas, la DEA, Hacienda y el médico corrupto del hospital vendido al laboratorio a cambio de buenos sobres repletos de dólares manchados en el tráfico del sufrimiento humano a sabiendas.
Matthew McConaughey (Oscar al mejor actor), Jennifer Garner como la médico con escrúpulos, Jared Leto (Oscar al mejor actor de reparto) como “reina” enganchada a todo tipo de drogas e infectada por la mortal enfermedad cumplen con creces, sobre todo los masculinos, con sus papeles y hacen olvidar la endeblez del entramado y lo rutinario de su exposición. Los 30 días de vida se transforman en más de 2000, pero llega un momento en que el director decide cortar la historia, podía haberlo hecho mucho antes o mucho después, quizás lo hace cuando lo hace, otra vez con la cámara desde los tablones que rodean la arena del espectáculo, cerrando el bucle, pero con la pregunta de ¿si tu hiciste C.R.A.Z.Y. por qué te has vuelto tan convencional? Y ojo, ya tenemos a McConaughey cumpliendo el pronóstico, engorda, adelgaza, defórmate, hazte el discapacitado… y llegó a Los Ángeles, como Christian Bale en American Hustle, pero eso es otra historia.