Alabama Monroe (2012), de Felix van Groeningen
Por Jaime Fa de Lucas.
Nominada a un Oscar a la mejor película extranjera, Alabama Monroe, cuyo germen nace de una obra de teatro, nos cuenta la historia de amor de una tatuadora y un músico. Ambientada en Gante –Bélgica– y sus aledaños, la película desarrolla esta curiosa relación, que empieza con buen pie, todo juegos y sonrisas y un churumbel, pero acaba naufragando tras la muerte de la hija. Felix van Groeningen ya había rodado tres películas (Steve + Sky, 2004; With Friends Like These, 2007; The Misfortunates, 2009) y aunque a priori estemos ante un director con costra, con callos en las manos, esta película difícilmente satisfará a paladares exigentes.
Lo primero que sorprende es el uso de flashbacks, o saltos temporales, para desarrollar la historia. Ahora están con su hija, ahora están conociéndose, ahora están en el hospital cuidándola, ahora están poniendo la semilla. Si bien esa fragmentación narrativa puede resultar interesante como recurso para desmarcar el film de lo convencional, en la práctica no funciona, su condición de artificio salta a la vista ya que el argumento en sí mismo es bastante convencional. No hay suficiente complejidad en la película para que el recurso parezca natural o inherente a ella. Incluso algunas veces provoca confusión.
Otro factor determinante –que habla de las deficiencias del film– es el revoloteo de lo simbólico y lo gratuito. La chica es tatuadora, el hombre toca el banjo, ¿y qué? Viven en una caravana en el campo, son muy alternativos, ¿y qué? Si vivieran en la calle mayor y la chica fuera costurera y el hombre butanero, no cambiaría nada. Bueno sí, quizás desaparecerían algunos de los simbolismos de rastrillo que presenta la película. Pájaros que se chocan contra un cristal porque no lo ven, cuervos, tatuajes sobre los nombres de los ex novios, la música como… pues no sé. La música tampoco tiene una relación directa entre la muerte de su hija, el sufrimiento que padecen y el resto de elementos. Queda muy bonito que sean tatuadora y músico, pero a efectos de contenido, no transmiten nada, no potencian ninguna idea.
También hay que mencionar que estamos ante una película piramidal –como la estafa–, es decir, el suceso con mayor efecto –la muerte de la hija– ocurre en el centro de la película. La decisión es mala, porque desde ese punto de inflexión en el ecuador del film, entretenimiento y calidad empiezan a bajar. El director, en un intento de subsanar el fallo, añade otro pico más tarde, sin ser consciente de que la película ya no tiene solución. Este pico –que suprimo por temas de spoiler–, aparte de parecer un efectismo de relleno que intenta evitar el bostezo, desplaza el centro de la película hacia los suburbios narrativos y consigue que el film pierda su lado compacto y pase a ser una deformidad estructural.
La construcción de los personajes también es algo defectuosa. El espectador está tranquilo mirando la pantalla, cuasi dormido, y de repente observa cómo Didier empieza a repartir improperios hacia George Bush, porque éste decidió frenar las investigaciones de células madre que podrían haber curado el cáncer de su hija. No contento con esto, también reparte escupitajos hacia la moral religiosa y hacia la tatuadora, ya que obviamente, para él, la religión es la gran culpable de frenar esos avances científicos. Estas acciones aparecen sin un desarrollo previo de los personajes. El espectador no ha recibido suficientes estímulos que hablen de la religiosidad de la tatuadora, no la ha visto rezando o yendo a misa, por ejemplo. Tampoco se ha desarrollado el lado crítico y más radical de Didier. Ni siquiera se ha mencionado con anterioridad algo sobre Bush, células madre o religión. Por estos motivos, esas situaciones no son creíbles y a través de ellas se vislumbra el artificio.
En cuanto a los actores, la actriz Veerle Baetens (Elise) está bastante acertada, sabe llevar los tatuajes y desplazar su expresión facial desde la alegría hasta la desesperación. Johan Heldenbergh (Didier), que a su vez es el creador de la obra de teatro sobre la que se apoya el guión, también responde satisfactoriamente, maneja bien el rango expresivo que se le exige. La fotografía es correcta pero algo disonante en algunas escenas, sobre todo cuando el estado de ánimo de los personajes roza la tristeza y el director decide destacar los rojos, azules y naranjas y apagar el resto, lo que deja una sensación extraña en el espectador.
Lo mejor de la película, sin lugar a dudas, es la banda sonora, poblada con canciones de bluegrass, un estilo musical que mama del folk estadounidense de los años 40. Guitarra, bajo, violín, mandolina y banjo se juntan para crear unos pasajes melódicos de mucha calidad. El grupo lleva el nombre de la película –el título original–, The Broken Circle Breakdown Bluegrass Band, y por lo que he podido saber, son casi los mismos músicos que aparecen en la película y es el propio actor principal (Johan Heldenbergh) el que toca el banjo.
Por último quería hablar del guiño que hace Felix van Groeningen a los Estados Unidos. Encontramos la paradoja de que el personaje que toca el banjo –instrumento de origen estadounidense–, critica las decisiones de Bush. Su música proviene de ese país –también el estilo musical es de allí–, pero la muerte de su hija también –por el tema de las células madre–. Incluso su estilo de vida y su coche son muy americanos. Esta conexión hubiera sido más efectiva sin las interferencias y sin los golpes narrativos inverosímiles que da la película. Creo que establecer relaciones, metáforas, analogías y utilizar recursos diferentes siempre está bien, pero en este caso fallan los fundamentos básicos. No se puede aspirar a tanto partiendo de un argumento tan convencional.