La Venus de las pieles (2013), de Roman Polanski
Por Miguel Martín Maestro.
Vaya por delante, no me suele apasionar Polanski, de hecho, de sus últimas películas, incluida El pianista, me suele interesar muy poco de lo que ha rodado. Me parecen más arriesgadas e interesantes las de su primera etapa que las de su madurez y ancianidad, por más que se niegue a integrarse en esta última.
Suele haber un motor subterráneo sexual en el cine de Polanski, no siempre, pero sí en una inmensa mayoría de su cine, incluido el más reconocido y el más reconocible. Pero en esta ocasión, entre correr a ver las andanzas sexual-filosóficas de von Trier, y la nueva vuelta de tuerca sobre el uso del deseo y el erotismo en Polanski, me decanto por Polanski por una simple cuestión de probabilidades, si leo algo malo de la de Polanski puede que me enfríe el primer impulso, y la otra la voy a ver sí o sí, pase lo que pase y hable quien hable.
Bien, lo confieso, había otro punto a favor de Polanski, la siempre solvente y sobresaliente presencia de Mathieu Amalric, actor que nunca desentona, que nunca defrauda, que nunca sobresale por exceso. Y aquí tampoco, pero con el añadido de contar con una réplica a su altura, de una réplica sorprendente y que demuestra lo importante que es la versión original y lo falso que resulta tener que ver, y sufrir cada vez más, el cine doblado. Y lo digo porque cada vez que he visto, y han sido pocas, a Emmanuelle Seigner en el cine he pensado, con prejuicio evidente, que actuaba gracias a ser vos quien sois, la esposa de Polanski, y sin embargo, en este gran guiñol y juego de máscaras que es La venus de las pieles, esta actriz está absolutamente magistral y como nunca imaginé que pudiera actuar, y basta para ello una simple frase fuera de campo cuando empieza la representación encarnando a Wanda von Dusajew.
Tan magistral como el inicio y el final de la película, como ese espíritu que entra y sale del teatro (por cierto, creo reconocer la zona y el teatro, uno de tantos bulevares en una zona bien famosa de París) en medio de la tormenta, aportando al relato un aspecto fantasmagórico que tan bien ha recreado Polanski en otras películas. Y asistimos a una historia poliédrica, tan convencional como agotadora, tan escasamente arriesgada en lo formal como profunda en el fondo. Y lo que parece una simple prueba de casting entre un adaptador-director y una aspirante a actriz, se transforma a lo largo de hora y media en un ring donde los golpes más dolorosos los proporciona la Venus, pasando de estar a merced del director a dominarle como verdadera Madame.
Adaptada de una obra de teatro basada en la obra original de Leopold von Sacher-Masoch (de su apellido proviene el concepto “masoquismo”), La Venus de las pieles se basa en un contrato entre un hombre y una mujer que se transforma en dominatrix para satisfacer el placer provocado por el dolor y humillación de un hombre, inicialmente más poderoso socialmente que la mujer, pero que en sus manos se convierte en poco menos que ser implorante e incompetente. La anécdota la mantiene Polanski en el inicio de su historia, pero va más allá, ya sea porque la obra de teatro también incide en otros aspectos o porque así se la ha ocurrido al director, y junto con la historia de progresiva dominación y anulación progresiva del hombre hasta su humillación con la aparición de un amante de la mujer, Polanski, reconocido erotómano y mujeriego, utiliza la obra para desmontar los mitos del eterno masculino para dar la vuelta a la expresión que encabeza la obra original, “pobre del hombre que caiga en manos de una mujer”.
Será el personaje de Seigner quien vaya revelando al director cada una de las incongruencias de la obra y haciéndola suya, la dominación aquí se transforma de la mera historia sexual al tour de force creativo entre director y actor, quien triunfe será el gran protagonista de la historia, y no hay duda de que quien asume el dominio de la obra es la mujer, pero no por mujer, sino por ser más inteligente y creativa. La Venus que se llama Wanda, hará del director que le da réplica bajo el rimbombante y aristocrático nombre de von Kusiemski, lo que quiera, antes y después de firmar el contrato mefistofélico por el que se somete a todas las decisiones de la Venus.
Wanda no sólo usará su cuerpo como punto débil del aristócrata, sino su notable inteligencia, algo que se aprecia en la primera escena que se ensaya, tras dar una apariencia de mujer basta, sin formación, ordinaria, que llama “cultureta” al director (“intello” en la versión original), se destapará como una verdadera aristócrata del XIX cuando empiece el ensayo, y desde ese momento dominará la escena y dirigirá al director hacia su perdición. Hasta en el cambio de roles, obligando a Amalric a hacer de Wanda, en la humillación que supone revelar que está siendo investigado por su pareja para ver si es de fiar antes de casarse, o quedar, víctima de su ego marchito, atrapado en el teatro encadenado a un símbolo fálico, travestido e impotente ante la danza ceremonial del espíritu libre y triunfante de la mujer, que obtiene su triunfo sobre un mensaje de la obra un tanto demodé y puramente machista que trataba a la mujer como mero objeto del deseo masculino, pero que termina transformando al hombre en un fantoche sin carácter, todo ello es una reivindicación de la mujer, desde lo obvio hasta lo sutil.
No es que estemos ante una película soberbia, ni mucho menos, ni se parece a La huella de Mankiewicz, ni el uso del plano-contraplano es algo que me apasione pues termina mareando y cansando por igual, ni deja de ser teatro rodado en cine con escaso uso del elemento cinematográfico para diferenciarlo de mera dramaturgia en celuloide (o lo que ahora se use) con dos personajes, pero es una notable historia de capas añadidas que conviene pelar poco a poco, la dominación y la humillación están presentes, el dolor y el placer, el hombre y la mujer, pero esas dualidades enfrentadas no son fáciles de distinguir siempre porque no sabremos si es puro teatro o realidad, si es la obra o su transformación, si el teatro interfiere en la vida real o la vida real es usada como teatro, hasta no sabremos si los dos personajes no dejan de ser uno solo que no encuentra el modo de manifestarse. Hasta no sabemos si no nos encontramos ante un ajuste de cuentas conyugal porque cuanto más se acerca el final de la película, más se parece Mathieu Amalric al Polanski de su edad. ¿Teatro o realidad?