Up, y el señor Fredricksen
Por Ana Durá
Vamos a pintar una escena que puede que todavía tenga visos futuristas para algunos de los lectores o se aproxime demasiado a su realidad. Si no es así, imaginemos que los años se han infiltrado en nuestro cuerpo y lo que antes subíamos a ritmo de batucada, hoy se nos antoja un Everest diario. Por lo tanto, llegó el momento de buscar una silla salvaescaleras para nuestro hogar y nos representamos al entrañable señor y señora Fredricksen de la película “Up” encaminándose hacia los profesionales del gremio para solicitarles un presupuesto para su escalera. Por supuesto, ellos no tiran de internet, prefieren aventurarse en la ciudad y buscar en un arrugado callejero una empresa que pueda solventarles el trance de subir las escaleras.
A pesar de que tienen una vecina que ha querido venderles su silla salvaescaleras, pues ella va a mudarse con su hija a otra ciudad y ya no la necesitará, han decidido decantarse por una sube escaleras nueva. Así que ante la propuesta de esta señora, el señor Fredricksen ha torcido el gesto y le ha contestado que no, pues hay cosas que es mejor no adquirir de segunda mano.
Parece que el protagonista de la aventura de los estudios Pixar se ha informado previamente sobre los inconvenientes que pueden acarrear las sillas salvaescaleras usadas. De modo que se lo explica bien cristalino a la vecina que acaba de ver cómo sus aspiraciones de amortizar una vieja compra se van al garete por culpa de un tipo muy ducho en la materia.
Ignoramos si Fredricksen cuenta con un amigo bien situado en las altas esferas de la accesibilidad que le ha impartido una conferencia sobre el asunto o simplemente alguien le ha ayudado a asesorarse en internet; un yacimiento digital que democratiza el conocimiento y lo pone al alcance de cualquiera que anhele saber. Seguramente ocurrió lo segundo, y el señor Fredricksen y su compinche fueron a recalar en sus devaneos digitales a algún blog que les informó sobre toda la retahíla de desventajas que se desprenden de un salvaescaleras de segunda mano.
Aunque la vecina insistió y le explicó al escéptico Fredricksen que le podía dejar un precio muy módico, pues seguro que una silla salvaescaleras nueva le obligaría a romper de nuevo su hucha y aplazar por no sé cuánto tiempo más su viaje a las míticas Cascadas Paraíso.
Aquí el señor Fredricksen frunció su ceño. “¿Volver a usar sus ahorros justo ahora que estaba a punto de conseguir la cantidad necesaria para el viaje?”. Eso sí que no le hacía excesiva gracia, así que estuvo a punto de sucumbir a la oferta de su vecina, pero la sensatez se recobró de ese momento de debilidad y acometió a su adversaria con nuevos argumentos.
Y es que seguramente la escalera de esta señora no sería idéntica a la suya, y en ese caso, el cachivache empezaría a funcionar mal, pues no se deslizaría correctamente. De hecho, cualquiera con unas nociones sobre el tema sabría que estas plataformas cuentan con un raíl que se diseña ajustándose a un modelo de escalera en particular, así que podemos hallar salvaescaleras para diseños curvos, rectos e incluso para complejas escaleras de caracol.
“Además, si tengo problemas, ¿a quién acudo?”, le ha preguntado Fredricksen. “Ya no tendría la garantía del fabricante y cualquier pieza de recambio que necesitase puede que me costase una nueva rotura de hucha, pues quizás ésta ya no se fabrique porque ¿cuándo se instaló usted su salvaescaleras?”.
Aquí la vecina se queda muda, pues los periplos a bordo de su plataforma sube escaleras se pierden en la noche de los tiempos, así que seguramente la observación de su posible comprador sobre las reparaciones no ande nada desencaminada.
Además, el señor Fredricksen sabe que su vecina es muy aficionada a las infusiones de manzanilla antes de irse a dormir y una vez ya metida en el lecho. Así que no duda en echar una oportuna ojeada al tapizado de la silla, y corrobora que ésta presenta un decrépito estado, pues aparte de ajado, luce un estampado de manchas nada estiloso quizás originadas por derrames de esas tazas de manzanilla. Se acaba de topar con otro “pero” más para añadir al montante de inconvenientes que se derivan de adquirir un salvaescaleras de segunda mano.
“¿Y quién me lo instalaría?”, pregunta tan solo por curiosidad el vejete.
La señora no duda en replicarle muy satisfecha que tiene un sobrino muy espabilado para todo esto de la mecánica que seguro que se lo puede dejar listo en un periquete.
Dicho esto, el señor Fredricksen mueve la cabeza y queda convencido de que ciertos atajos, en vez de llevarle a uno a destino, acaban metiéndole en un pantano, así que prefiere seguir andando por la ruta oficial que le conducirá a una silla salvaescaleras de funcionamiento perfecto.